El premio
“Príncipe de Asturias” de las Letras recayó este año en el escritor irlandés
John Banville. Su discurso fue un encendido canto a la palabra. Cualquiera que
haya seguido mis entradas o, simplemente, recuerde la viñeta que las acompaña,
con la cita de Goethe sobre la palabra, entenderá que me gustó la prédica.
Banville dijo, exactamente: “La invención más trascendental de la humanidad es
la frase. Han existido grandes civilizaciones ignorantes del concepto de la
rueda, pero poseían la frase, pues sin ella no habrían sido ni grandes ni
civilizadas”.
Estoy
completamente de acuerdo. El ser humano está especialmente dotado, pertrechado
para la palabra, que sólo está ausente en los estadios más primitivos de su
evolución. De hecho, su facilidad para crear o modificar un conjunto articulado
de palabras, una lengua, podría hasta calificarse de excesiva. Bastan períodos
relativamente cortos de aislamiento para que surja, como un milagro, un idioma
distinto.
No se es hombre
sin la palabra, porque todo gira en torno a ella. Dijo Banville: “Con frases pensamos, especulamos,
calculamos, imaginamos. Con frases declaramos nuestro amor, declaramos la
guerra, prestamos juramento. Con frases afirmamos nuestro ser. Nuestras leyes
están escritas con frases”. Obviamente, es lo mismo hablar de frases que de sus
constituyentes esenciales, las palabras.
Sólo hay otra
cosa que puede competir con la palabra: el número. Toda mi vida he estado muy
atento a ellos y estoy persuadido de que los utilizamos, de manera
inconsciente, más de lo que creemos. En un breve ensayo traté de demostrar cómo
los médicos, para llegar al diagnóstico, manejan números, sin saberlo. En
ciertas regiones del pensamiento, los números, con su inmanente rigor, son
todo. Pero, argumenta Banville, la virtud del lenguaje radica precisamente en
su ausencia de rigor, en su necesaria ambigüedad. Porque “la ambigüedad es la
esencia de la vida”, añade.
El lenguaje es
la lucha de la palabra por abarcar y describir la realidad. Esa quimera quizá
resulte inalcanzable, pero en su camino el hombre encuentra y crea la belleza.
Hay algo de sublime, de heroico, en el empeño humano por dibujar el contorno de
las cosas, por apropiárselas con la palabra. Dice Banville que somos torpes
para alcanzar con la palabra el corazón de las cosas. En ese eterno intento por
lograrlo reside el ímpetu prometeico, fáustico del lenguaje. Y cita a Samuel
Beckett para declarar que “nuestra gloria estriba en persistir, desalentados,
pero jamás vencidos”.
Todo esto
trasciende el carácter de oficio, de aprendizaje, que puede tener la escritura,
sobre el que Muñoz Molina, premio del año pasado, insistió en su discurso de
entonces. Existe, naturalmente, ese componente en la creación artística, pero,
como ya apuntó Manuel de Falla, el artista supera lo que la técnica tiene de
mero oficio. Lorca escribió que las normas en arte “son necesarias para los
principiantes, después para los mediocres”. Para mí, el artista debe escuchar,
sobre todo, el terror de la muerte, la fugacidad del amor y el paso inexorable
del tiempo. Y trabajar movido por la intuición, no por reglas, que pueden ser
moduladas, o adulteradas, por el oficio.
Breve, bello y
sentido. Este es mi resumen del discurso de John Banville, premio Príncipe de
Asturias del año 2014.