1 de noviembre de 2014

El hombre y el invento de la palabra


El premio “Príncipe de Asturias” de las Letras recayó este año en el escritor irlandés John Banville. Su discurso fue un encendido canto a la palabra. Cualquiera que haya seguido mis entradas o, simplemente, recuerde la viñeta que las acompaña, con la cita de Goethe sobre la palabra, entenderá que me gustó la prédica. Banville dijo, exactamente: “La invención más trascendental de la humanidad es la frase. Han existido grandes civilizaciones ignorantes del concepto de la rueda, pero poseían la frase, pues sin ella no habrían sido ni grandes ni civilizadas”.

Estoy completamente de acuerdo. El ser humano está especialmente dotado, pertrechado para la palabra, que sólo está ausente en los estadios más primitivos de su evolución. De hecho, su facilidad para crear o modificar un conjunto articulado de palabras, una lengua, podría hasta calificarse de excesiva. Bastan períodos relativamente cortos de aislamiento para que surja, como un milagro, un idioma distinto.

No se es hombre sin la palabra, porque todo gira en torno a ella. Dijo Banville:  “Con frases pensamos, especulamos, calculamos, imaginamos. Con frases declaramos nuestro amor, declaramos la guerra, prestamos juramento. Con frases afirmamos nuestro ser. Nuestras leyes están escritas con frases”. Obviamente, es lo mismo hablar de frases que de sus constituyentes esenciales, las palabras.

Sólo hay otra cosa que puede competir con la palabra: el número. Toda mi vida he estado muy atento a ellos y estoy persuadido de que los utilizamos, de manera inconsciente, más de lo que creemos. En un breve ensayo traté de demostrar cómo los médicos, para llegar al diagnóstico, manejan números, sin saberlo. En ciertas regiones del pensamiento, los números, con su inmanente rigor, son todo. Pero, argumenta Banville, la virtud del lenguaje radica precisamente en su ausencia de rigor, en su necesaria ambigüedad. Porque “la ambigüedad es la esencia de la vida”, añade.

El lenguaje es la lucha de la palabra por abarcar y describir la realidad. Esa quimera quizá resulte inalcanzable, pero en su camino el hombre encuentra y crea la belleza. Hay algo de sublime, de heroico, en el empeño humano por dibujar el contorno de las cosas, por apropiárselas con la palabra. Dice Banville que somos torpes para alcanzar con la palabra el corazón de las cosas. En ese eterno intento por lograrlo reside el ímpetu prometeico, fáustico del lenguaje. Y cita a Samuel Beckett para declarar que “nuestra gloria estriba en persistir, desalentados, pero jamás vencidos”.

Todo esto trasciende el carácter de oficio, de aprendizaje, que puede tener la escritura, sobre el que Muñoz Molina, premio del año pasado, insistió en su discurso de entonces. Existe, naturalmente, ese componente en la creación artística, pero, como ya apuntó Manuel de Falla, el artista supera lo que la técnica tiene de mero oficio. Lorca escribió que las normas en arte “son necesarias para los principiantes, después para los mediocres”. Para mí, el artista debe escuchar, sobre todo, el terror de la muerte, la fugacidad del amor y el paso inexorable del tiempo. Y trabajar movido por la intuición, no por reglas, que pueden ser moduladas, o adulteradas, por el oficio.

Breve, bello y sentido. Este es mi resumen del discurso de John Banville, premio Príncipe de Asturias del año 2014.