Palabras
clave (key words): coronación, Carlos V, Bolonia, Papa Clemente VII
Lorenzo de Médici, el emperador
Federico II Hohenstaufen, el dominico Savonarola, pudieron comprobar que el
poder nunca es absoluto, siempre es inestable, evanescente. Ni los emperadores,
ni los Papas acaban de dominarlo, de poseerlo enteramente. En una ensoñación
mía —en un relato, La Fortuna y el Tiempo—
sobre la coronación del emperador Carlos V en Bolonia, lo contaba yo así.
Lector, te ofrezco un fragmento; es un día de febrero del año 1530:
Cruzan de cuando
en cuando raudas bandadas de pájaros. Tiemblan las veletas con el vientecillo
delgado de la campiña romañola. Voltean las campanas enloquecidas, heridas por
los rayos del sol y desangrándose en fulgores bermejos. Desde el palacio en el
que reside Carlos V hasta la iglesia de San Petronio, lugar en donde tendrá
lugar la coronación, se ha construido un
pasadizo abierto, que atraviesa toda la plaza y por el que se puede llegar al
interior del templo. El laurel abraza los escudos imperiales y papales;
banderas y oriflamas se agitan al viento; el estrépito es ensordecedor. Se oyen
sin cesar gritos de ¡Imperio, imperio! ¡Libertad, libertad!
Ya sale el séquito
de la iglesia. Los primeros son los familiares de los cardenales y de los
príncipes. Siguen después los regidores de la ciudad, los rectores de las
Universidades, los doctores de los Colegios, en lugar muy destacado los
españoles del Colegio de San Clemente. Después los clérigos, los acólitos con
hachones de cera encendidos, los príncipes, duques, marqueses, condes. Los
cardenales, de dos en dos. Nacen luceros fugaces en las armaduras de los
caballeros. Se oye el roce cortesano de las sedas y los tafetanes, de los
brocados, de los terciopelos, de los nobles tejidos de oro y de plata. Cruzan
la puerta del templo el marqués de Monferrato, el duque de Urbino, el duque de
Baviera y el duque de Saboya, que llevan, en ese orden, acompañados cada uno de
quince criados, los signos de la majestad imperial: el cetro, la espada, el orbe
y la corona.
De la iglesia
sale, por fin, el emperador y, tras él, el papa, que le había traicionado
primero y coronado después. Se prepara un palio para cubrirlos. Siguen detrás
los embajadores, los obispos, los altos prelados. Desfila pesadamente el cortejo
bajo los arcos triunfales recubiertos de hiedra y de flores, entre el ruido
trepidante de los tambores y timbales. Va precedido por los toques marciales de
las trompetas incansables, quebrantadas por la furia de las bocas febriles. El
sol golpea e incendia los vitrales enmarcados en plomo.
Todo el poder y la
gloria reventando en una plaza rebosante de hombres y mujeres, que apuran
anhelantes la visión fugaz e imperecedera. Todo el poder y la gloria del mundo
y de los cielos. En la enorme ciudad, quizá sólo dos personas son realmente
conscientes de la última banalidad del espectáculo: el papa y, sobre todo, el
propio emperador, que ha sabido ya muchas veces de la impotencia de su poder.
Sí, exactamente:
de la impotencia de su poder.