Siempre dije
que amaba los números, que soy sensible a su poder y hasta a su magia. Ofrecen
una vía para abordar el mundo, para desvelar sus misterios, que es única y
eficacísima. Me gusta estudiarlos, mencionar sus propiedades o exponer sus
secretos. La parte más personal de mi actividad profesional la dirigí a
maximizar el rendimiento diagnóstico, mediante algoritmos apropiados, de las
exploraciones médicas que tienen resultados numéricos. Como hablé recientemente
de mi padre y de los problemas que me ponía de niño, recojo aquí uno, del que
me acuerdo muy nítidamente. El enunciado tiene la inocencia de los que ya conté y se
encuentran en el libro del matemático indio Bhaskara, del siglo XII, de título Lilavati, el nombre de su hija.
“Un hombre es
atropellado por un coche que se da a la fuga. Cuando la policía le pregunta por
detalles del vehículo, la víctima contesta que no sabe. Sólo recuerda que la
matrícula tenía seis dígitos, el primero de los cuales era un uno. Y que si se
ponía ese uno al final, el nuevo número era el triple del primitivo”. Sagaz y
excelente calculador el atropellado, que resultó casi ileso. No quiero que se
preocupe nadie por él.
Siempre que lo
cuento, incluso ya de mayor, trato de enfatizar que de las seis cifras de la
matrícula sólo se conoce una, la primera. Y que quedan por averiguar las otras
cinco; que hay cinco incógnitas. Lo digo por si cuela; es una mentira muy
gorda. Las cinco cifras forman un solo número y hay una sola incógnita.
Aplicando una ecuación, la solución es inmediata. La escribo, lector, por si
formas parte de la inmensa legión que olvidó cuidadosamente sus matemáticas. Es
muy fácil:
(100000 + x) * 3 = 10
* x + 1 (el asterisco indica
multiplicación).
Resolviendo la
ecuación, el número es: 142857. En efecto, cambiando el uno de la primera
posición a la última, queda 428571, que es el triple de 142857.
A los once o
doce años, yo no sabía nada de ecuaciones, claro. Pero es fácil deducir que,
como el nuevo número ha de acabar en 1, el último del original ha de ser
forzosamente 7 (al multiplicarlo por tres, da 21, que termina en 1). Siguiendo
de atrás a adelante, por la ‘cuenta de la vieja’ se van hallando los dígitos
sucesivos. Y así los calculé, poco a poco, para satisfacción mía y no digamos
de mi padre. Por todo ello, cuando alguien le dijo que yo no era de los más
torpes en la escuela (en esto pudo muy bien equivocarse), se animó a darme
estudios, sin dudas o titubeos. Influyó mucho la educación que mi padre, un
trabajador sencillo, había recibido de los escolapios, antes de que dejaran
Úbeda en 1920, porque el Ayuntamiento no pagaba lo necesario para la
conservación del antiguo convento trinitario, adyacente a la Iglesia de la
Trinidad, en donde estaba la escuela. Si alguien quiere saber algo más, puede
leerlo en la excelente Historia de Úbeda,
de Juan Pasquau.
Es un recuerdo
del pasado, que explica cómo fue fácil, nacido en una familia modesta,
encarrilar mis pasos hacia los estudios desde el principio. Quizá el proceso de
mejora social es lento y puede llevar más de una generación. También digo que,
en el fondo, el cambio de estatus social no deja de ser una pamema y nada
importante cambió en mí, desde mi niñez hasta ahora. Y fin, que partimos hacia
la bella Galicia.