Últimamente, me
imagino a veces, en la sonochada, escribiendo una carta a Serrat y Raimon.
Podría ser algo como lo que sigue:
Queridos amigos:
Perdonad que me dirija a vosotros y os tutee. Si supierais lo que habéis
supuesto para mí, cuando era joven —somos, más o menos, de la misma edad; Joan
Manuel tiene algún año menos—, no os extrañaría esta carta. Vosotros habéis
influido grandemente en muchos de los que éramos jóvenes hace unos cincuenta
años; esto tenéis que saberlo; es demasiado obvio, demasiado evidente. Resulta
además, Raimon, que uno de mis compañeros de Colegio Mayor era también de
Xàtiva y amigo tuyo, y siempre pensé que llegaría a tratarte personalmente
alguna vez. Luego la vida se encargó de que esto no ocurriera y ya va siendo un
poco tarde para eso, para todo.
Yo era entonces
bastante feliz, recién asomado al mundo, pero me daba cuenta del ambiente
cerrado y turbio de mi país. Por eso me refugiaba en vosotros, y en otros
integrantes de lo que se llamó la Nova Cançó,
y soñaba que un día todo cambiaría y se podría ya ser feliz, sin limitación
alguna; sólo había que saber esperar. Todavía, a mi edad, cada vez que oigo
aquellas músicas, me viene una vaharada de juventud, de esperanza nueva y aún
no defraudada, de nostalgia casi insoportable.
¡Cómo las amé!
Y también las palabras y la lengua en que venían escritas. Al vent, la de Raimon, era sencilla y fácil de entender. Y tierna,
valiente, esperanzadora. Lo tenía todo, pensaba yo muy sinceramente. Y estaba
también aquel amigo mío, catalán, que nos recitaba versos de Salvador Espriu. Y
algún viaje a Cataluña, en donde la gente, me parecía a mí, hablaba de la
situación de nuestro país —entonces nuestro país era España, sin más— con una libertad
y soltura que en Madrid no se daba.
Y luego fue
aquella primavera que nació en un momento preciso, que explotó incontenible, en
el aire ya definitivamente tibio de un atardecer de marzo, en Barcelona, en el
claustro de la catedral, entre velas encendidas de muchos colores y el graznar
de algunas ocas, en un ambiente feérico. Esto fue una casualidad y podría haber
ocurrido en otra parte. Pero ocurrió allí; en la vida cuentan estas cosas,
estas trivialidades, más de lo que uno piensa. Con esos hilos caprichosos se
teje la biografía de las gentes.
Ahora me siento
un poco rechazado por algunos que hablan esa lengua catalana y no acabo de
entender por qué. Y veo que quieren separarse de los que no la hablamos —hay
siete mil lenguas en el mundo, os dais cuenta; uno no puede hablarlas todas— y
queman unas banderas que podrían ser, perfectamente, las comunes, las de todos,
sin perjuicio de que cada uno pudiera tener luego la suya, la más íntima, quizá
hasta la más querida, la de su tierra. No pensaba yo, en mi juventud, que se
iba a dar tanta importancia a esto de las banderas, los hechos diferenciales y
las mil historias.
De aquel Al vent eran estos versos: buscant la llum, buscant la pau, / buscant a
Déu, al vent del món. Dejando un poco aparte a Dios, que tendrá cosas más
importantes de las que preocuparse que estos asuntos relativamente
insignificantes y tribales, no veo yo ahora que en toda esta historia catalana
reciente se busque demasiado la luz o la paz. Y el viento que sopla por esas
tierras no es el ancho, múltiple y libre viento del mundo, sino que tiene
cierta apariencia de ventolina o ventolera, muy terral, aunque ya sé que es
difícil juzgar sobre los sentimientos.
De Joan Manuel
Serrat, tengo que citar las bellísimas palabras dedicadas a su madre,
aragonesa, en esa incomparable cançó de
bressol: D'una terra que mai no has pogut oblidar, /malgrat el llarg camí que et
van fer caminar/ els teus germans de sang, els teus germans de llengua, en
la que canta la imposibilidad del olvido, los lazos de la sangre y de la
lengua, que atan el corazón de los humanos de cualquier país o idioma, incluso
a pesar de las ingratitudes y las injusticias. ¡Qué bonitas palabras, qué bella
lengua! Como la castellana o española, como otras de tantas partes del mundo.
¿O piensa alguien que la lengua catalana, o la vasca, es la más bella de todas?
Hay que saber embridar los sentimientos, los atajos mentales, las ilusiones engañosas.
Vivo ya con un
cierto cansancio y, aunque sigue asombrándome la inaudita belleza del mundo,
también me doy cuenta de su extrema sordidez. Todas las facultades de los
humanos pueden llegar a ser siniestras, excepto la razón, la sensatez, el
famoso seny, que a veces se va, Dios
sabe dónde. Es en lo único que todavía confío. Cuando las cosas van por otros
derroteros, por intereses o por alguna ensoñación, más o menos irresponsable, me
temo lo peor. El barón Cósimo Piovasco de Rondó recordaba a menudo: “Si vas a
construir un muro, piensa en lo que queda fuera”. Porque lo que queda dentro no
es lo importante, aunque de momento pueda resultar tranquilizador o ventajoso.
Es lo que queda fuera lo que se pierde para siempre, lo que nos empobrece
fatalmente, aquello a lo que se renuncia sin necesidad, sin justificación.
Joan Manuel y
Raimon, necesitamos otra vez canciones que hablen de paz y de luz, de las cosas
que no se pueden olvidar, porque anidan en la misma raíz del alma. Que hablen
de un mundo surcado por infinitos caminos, de la rica variedad de los seres
humanos, de ese viento fuerte y cambiante, que es la esencia misma de la
libertad. Me dirijo a vosotros, porque confío menos en los políticos; esos
políticos profesionales a los que no se les conoce otra dedicación y que llevan
demasiado tiempo, sus enteras vidas, en esa actividad. Y de las manifestaciones
multitudinarias, qué os voy a decir. En ellas la inteligencia y el buen sentido
se deslíen como un azucarillo en agua quemante.