En algunas entradas de este blog me he
referido de pasada a las palabras. En las entradas que empiezo hoy, que son el
texto de una conferencia, querría hablar de ellas de manera más organizada y
monográfica, siempre como un mero degustador de palabras, no con el enfoque de
un lingüista o un lexicólogo. He preferido conservar el estilo de la comunicación
oral y tomo prestado el título, Elogio de
la palabra, del discurso del poeta catalán Joan Maragall, pronunciado en
1903, cuando fue elegido Presidente del Ateneo barcelonés; es también el título
de otros escritos de diversos autores.
Me dispongo, pues, a hablar de literatura, de
las palabras. Empezaré con una narración deliciosa de Goethe, escrita en sus
años estudiantiles, en la universidad de Strasbourg. La llamó simplemente Cuento, y la leyó durante una fiesta
campestre, ante un auditorio en el que estaba su amada —su amada de entonces,
se entiende— Friederike. Y empezó diciendo: “Esta noche he de contaros un
cuento que os haga pensar en todo y en nada”. Pues como yo hoy, en eso vamos a
coincidir. Porque casi no tengo tiempo de hablarles de nada y querría apuntar a
todo.
Naturalmente, he de resumir la historia del
escritor alemán. El caso es que una hermosa serpiente verde tragó unas monedas
de oro y se fue haciendo luminosa y transparente. La serpiente entró en una
cueva y allí, en una hornacina, había una imagen en oro puro de un rey
venerable. El rey comenzó a hablar, y le preguntó: ¿De dónde vienes?— De la
sima donde habita el oro, contestó la serpiente. Se sabe desde siempre que las
serpientes pueden hablar y hasta ser muy convincentes. — ¿Qué es más precioso
que el oro?, preguntó el rey. — La luz, respondió la serpiente. — ¿Qué es más
bello que la luz?, preguntó aquél. — La palabra, respondió esta.
No pueden imaginarse lo que me conmueve esta
rotunda confesión sobre el valor y primacía de la palabra, imaginada por un
hombre que amaba tan arrebatadamente la luz. Hace un mes estaba yo en su casa,
en la casa de Goethe, en la bellísima Weimar, en Alemania, siguiendo
distraídamente al guía que nos apacentaba y conducía mansamente por las
habitaciones de la mansión, llenas de cuadros, estatuas clásicas, dibujos,
raros y preciosos minerales... Estaba yo impaciente por llegar a su dormitorio,
a la cama en la que murió y desde la que pronunció aquellas últimas palabras:
“¡Luz, más luz!”. Ya no sé si lo vi o lo oí en ese momento, pero sí me escuché
diciéndole: Querido maestro, yo vengo de un país del Sur, de España, miradme.
Quizá queden todavía restos de sol en mi retina, en mis ojos. Tomadlos, son
vuestros, son para vos. Yo he amado vuestra tierra, me contestó sonriendo,
aunque nunca estuve en ella. Si recordáis, en una escena de mi Fausto, aquella
en la que Mefistófeles se burla de los estudiantes y realiza algunos portentos,
él cuenta que acaba de regresar de España, “del hermoso país del vino y las
canciones”. Claro que la recuerdo, contesté, vengo ahora de Leipzig y visité
allí la famosa taberna de Auerbach, en la que transcurre esa acción. De ella se
infiere claramente que el diablo conoce bien mi país, le gusta, y debe de andar
entre nosotros de vez en cuando, me atreví a bromear.
Pero también hay esa otra luz, maestro, la
interior, la que está dentro de nosotros y que vos supisteis ver como nadie. Ja, das
innere Licht. Bon, vous savez...,
contestó Goethe, en alemán y en francés; era capaz de hablar y ser escéptico en
muchas lenguas. Creí percibir un leve desdén, un cierto descreimiento en sus
palabras. Y continuó, yo he amado, sobre todo, la luz exterior, la luz del
mundo, la que calienta y da vida a los cuerpos gloriosos, la de los países en
donde florece el limonero y centellean las naranjas doradas entre el follaje
oscuro, donde la brisa sopla suave bajo el cielo azul, y se puede hallar al
silencioso mirto y al alto laurel. Lo he cantado en mis versos: ¡Hacia allí, hacia allí, quisiera yo ponerme
en camino!
Es verdad que Goethe amó el Sur y los cantos
del Sur. En mi novela Las increíbles
vidas de Roberto Milfuegos, cuento que en Venecia se cantaban en sus
tiempos los versos de Tasso y Ariosto. Él mismo, en su Viaje a Italia, refiere un paseo nocturno en góndola, en el que dos
gondoleros los cantaban alternativamente, a la luz de la luna. Estas voces,
escribió, cuando se oyen en la lejanía, producen un efecto extrañísimo, algo
increíblemente conmovedor, que hace llorar. Y no eran sólo los gondoleros, los
cantaban también las mujeres de los pescadores del Lido, especialmente las de
Malamocco y Pellestrina, cuando dejaban sus casas por las tardes y se sentaban
junto al agua, en la orilla del mar, esperando a sus hombres. Entonaban esos
cantos sin tregua, con voz penetrante, hasta que les contestaban las recias y
cansadas voces de sus maridos, que habían salido a pescar y llegaban ya a
tierra firme.