He contado ya algo ‘imaginado’ en las tres entradas
anteriores: el relato de un extraño viaje en Baviera —en realidad, es un relato
sobre otro relato; lo escrito por un sobrino sobre algo que había publicado su
tío—. Ahora resumiré brevemente lo ‘vivido’, los acontecimientos reales que, en
cierto modo, dieron lugar al relato; obviamente, la relación es muy laxa y nada
directa. En su génesis, influyeron más mis lecturas que ninguna vivencia
biográfica. Es lo que suele suceder en mi caso.
Hace unos años, recorríamos mi mujer y yo Alemania, desde
Regensburg, la antigua Ratisbona medieval, en la confluencia de los ríos
Danubio y Regen —la ciudad en que nació Don Juan de Austria, hijo del amor o de
lo que fuera entre el emperador Carlos y Bárbara Blomberg— hasta Murnau, al sur
de Munich, junto al lago Staffelsee. En la ruta, queríamos visitar la célebre
abadía de Benediktbeuern, fundada en el 739, originalmente benedictina, aunque
ocupada ahora por los salesianos. La abadía fue visitada por Goethe en su
tercer viaje a Italia, en 1786, pero se hizo famosa por haberse descubierto en
ella, pocos años después, en 1803, el único manuscrito existente de los Cármina Burana, una colección de cantos
de los siglos XII y XIII, escritos casi todos en latín. Cármina quiere decir poemas o cantos y Burana es el gentilicio de Bura, el nombre latino de la actual
Benediktbeuern.
Nos dirigíamos ya hacia Murnau. Habíamos dejado atrás las
congestionadas autopistas y conducíamos por esas bellas y cuidadas carreteras
secundarias alemanas. Me perdí y llegué a una vía muy secundaria, que se fue
haciendo cada vez más estrecha. En la distancia se dibujaba la silueta de unos
edificios grandes. La carretera estaba sin asfaltar en los últimos metros, lo
que me pareció muy raro. Llegamos hasta los edificios, uno de los cuales era
claramente una modesta iglesia rural.
La puerta estaba cerrada, pero se podía franquear.
Entramos y nos encontramos con un grupo de poco más de veinte personas, que
asistían a misa. La iglesia era una de tantas en el estilo de la zona, barroca
y con profusión de santos, vírgenes y angelitos. Nos colocamos detrás del
grupo, en silencio. Casi nadie notó nuestra llegada. El sacerdote bajó del
altar, se dirigió a una pareja de ancianos en la primera fila y les entregó un
regalo, un libro. El hombre era bastante alto y la mujer parecía una de esas
viejecitas que se consumen en vida, dándose, vaciándose, literalmente, en sus
hijos, en sus nietos. Se oía una música dulce y lenta, interpretada claramente
por alguien no profesional. Había un enorme contraste entre el ajetreo de las
carreteras y aquel reducto de paz. Una señora de la última fila le habló a mi
esposa, tuteándola, lo que no es nada frecuente en Alemania, y le dijo que la
vería a la salida.
Nos quedamos hasta el final de la celebración. El
ambiente era tan sosegado y agradable, que podríamos haber permanecido allí la
mañana entera, el día entero. Después de días viajando por Alemania, estábamos
un poco cansados. Al salir, la señora que había hablado a mi esposa se acercó y
se excusó, de la manera más amable y utilizando por supuesto el usted, por
haberla confundido con otra. Contó que estaban conmemorando las bodas de oro de
unos amigos. Nos despedimos y proseguimos el viaje —había que seguir—, pero lo
hicimos todavía hechizados por lo vivido tan impensadamente. No quedó tiempo
para visitar la abadía de Benediktbeuern y no nos importó demasiado. En Murnau,
y luego en España, hemos sido incapaces, a pesar de estudiar mapas muy
detallados de la región, de localizar el lugar tan especial en que estuvimos,
aquella pequeña y perdida iglesia bávara.
Grabé un corto video, con la cámara de fotos. Se oye y se
ve mal, pero lo ofrezco para dar una idea de lo que trato de describir. De todo
esto, sin una conexión demasiado evidente o lógica, nació la idea del relato.
Es así como ocurre normalmente.