15 de diciembre de 2016

De lo imaginado y lo vivido (final)


He contado ya algo ‘imaginado’ en las tres entradas anteriores: el relato de un extraño viaje en Baviera —en realidad, es un relato sobre otro relato; lo escrito por un sobrino sobre algo que había publicado su tío—. Ahora resumiré brevemente lo ‘vivido’, los acontecimientos reales que, en cierto modo, dieron lugar al relato; obviamente, la relación es muy laxa y nada directa. En su génesis, influyeron más mis lecturas que ninguna vivencia biográfica. Es lo que suele suceder en mi caso.
Hace unos años, recorríamos mi mujer y yo Alemania, desde Regensburg, la antigua Ratisbona medieval, en la confluencia de los ríos Danubio y Regen —la ciudad en que nació Don Juan de Austria, hijo del amor o de lo que fuera entre el emperador Carlos y Bárbara Blomberg— hasta Murnau, al sur de Munich, junto al lago Staffelsee. En la ruta, queríamos visitar la célebre abadía de Benediktbeuern, fundada en el 739, originalmente benedictina, aunque ocupada ahora por los salesianos. La abadía fue visitada por Goethe en su tercer viaje a Italia, en 1786, pero se hizo famosa por haberse descubierto en ella, pocos años después, en 1803, el único manuscrito existente de los Cármina Burana, una colección de cantos de los siglos XII y XIII, escritos casi todos en latín. Cármina quiere decir poemas o cantos y Burana es el gentilicio de Bura, el nombre latino de la actual Benediktbeuern.
Nos dirigíamos ya hacia Murnau. Habíamos dejado atrás las congestionadas autopistas y conducíamos por esas bellas y cuidadas carreteras secundarias alemanas. Me perdí y llegué a una vía muy secundaria, que se fue haciendo cada vez más estrecha. En la distancia se dibujaba la silueta de unos edificios grandes. La carretera estaba sin asfaltar en los últimos metros, lo que me pareció muy raro. Llegamos hasta los edificios, uno de los cuales era claramente una modesta iglesia rural.
La puerta estaba cerrada, pero se podía franquear. Entramos y nos encontramos con un grupo de poco más de veinte personas, que asistían a misa. La iglesia era una de tantas en el estilo de la zona, barroca y con profusión de santos, vírgenes y angelitos. Nos colocamos detrás del grupo, en silencio. Casi nadie notó nuestra llegada. El sacerdote bajó del altar, se dirigió a una pareja de ancianos en la primera fila y les entregó un regalo, un libro. El hombre era bastante alto y la mujer parecía una de esas viejecitas que se consumen en vida, dándose, vaciándose, literalmente, en sus hijos, en sus nietos. Se oía una música dulce y lenta, interpretada claramente por alguien no profesional. Había un enorme contraste entre el ajetreo de las carreteras y aquel reducto de paz. Una señora de la última fila le habló a mi esposa, tuteándola, lo que no es nada frecuente en Alemania, y le dijo que la vería a la salida.
Nos quedamos hasta el final de la celebración. El ambiente era tan sosegado y agradable, que podríamos haber permanecido allí la mañana entera, el día entero. Después de días viajando por Alemania, estábamos un poco cansados. Al salir, la señora que había hablado a mi esposa se acercó y se excusó, de la manera más amable y utilizando por supuesto el usted, por haberla confundido con otra. Contó que estaban conmemorando las bodas de oro de unos amigos. Nos despedimos y proseguimos el viaje —había que seguir—, pero lo hicimos todavía hechizados por lo vivido tan impensadamente. No quedó tiempo para visitar la abadía de Benediktbeuern y no nos importó demasiado. En Murnau, y luego en España, hemos sido incapaces, a pesar de estudiar mapas muy detallados de la región, de localizar el lugar tan especial en que estuvimos, aquella pequeña y perdida iglesia bávara.
Grabé un corto video, con la cámara de fotos. Se oye y se ve mal, pero lo ofrezco para dar una idea de lo que trato de describir. De todo esto, sin una conexión demasiado evidente o lógica, nació la idea del relato. Es así como ocurre normalmente.
 
 
 

11 de diciembre de 2016

De lo imaginado y lo vivido (3 de 3)


En efecto, aunque mi tío siempre fue un hombre peculiar, desde entonces parecía vivir en otro mundo. Se jubiló enseguida, en contra de sus planes anteriores, y estaba siempre metido en la biblioteca de su casa, sin apenas salir a la calle. Hablábamos por teléfono algunas veces y me contaba su reciente pasión por el arameo, que estudiaba solo y llegó a traducir con cierta soltura. Por ello, cuando he visto ahora en un anaquel de su biblioteca el Sefer ha-Zohar, o Libro del Esplendor, de Moisés de León, un judío español del siglo XIII, que nació no se sabe si en Guadalajara o León, lo he cogido sin vacilar. Este escritor atribuyó la obra a Shimón bar Yochai, un rabí del siglo II, que la habría escrito durante trece años, escondido en una cueva y estudiando sin descanso la Torah. Es quizá el libro fundacional de la literatura mística judía, la Kabbalah, y lo más probable es que se trate de un pseudoapócrifo y lo escribiera el propio Moisés de León, casi todo en arameo. Fue mi tío quien me dio estos detalles y quien me dijo que sólo unas veinte mil personas hablan hoy esa lengua en nuestro planeta.
Es una edición en castellano y dentro he encontrado unas hojas escritas con la menuda letra de mi tío, que reconozco perfectamente. En un párrafo escribió:
 Aunque trato de acomodarme a mi nueva realidad, no sé hasta cuándo podré soportar este sentimiento de privación y desamparo. Tras haber visto lo que he visto, no tiene sentido permanecer en el mundo. No lamento mi experiencia en Baviera y lo que me pregunto es por qué me sucedió a mí. Conozco bien la tradición mística del antiguo Israel, la de los cuatro sabios que vieron en vida el Paraíso. El primero, Shimón ben Azai, lo contempló y murió en el acto. El segundo, Shimón ben Zoma, miró la Luz Brillante del Ha-Shem, no pudo resistirla y perdió la razón por completo. El tercero, Elisha Aher, vio la misma luz, comprendió que nada existe sino Dios, que nada vale ante Él, y abandonó para siempre el estudio de la Torah. El cuarto, el rabí Akiva ben Yosef, nombrado en el Talmud ‘cabeza de todos los sabios’, regresó esclarecido e indemne. Murió en Cesárea, mártir de los romanos, recitando la ‘shemá’, lleno de gozo y alegría. Yo también he podido regresar, pero temo volverme loco, como Ben Zoma, y anhelo con toda mi alma revivir mi experiencia para poder explicármela.
He leído más papeles de mi tío y estoy seguro de que él creyó que, por razones que era incapaz de comprender, se le había permitido conocer alguna forma de Paraíso en un lugar inhallable de Baviera, a donde llegó de manera casual, buscando un monasterio que no existe, ni existió nunca. ¿Lo contó veladamente, en la revista local, y no quiso decir más entonces? ¿Estuvo allí en realidad? ¿O quizá lo imaginó, conjeturó que había tenido realmente una visión del paraíso? Después, trabajado por la soledad y la fatiga de vivir, siguió añorando y dando vueltas a esa visión que se alejaba, cada vez más tentadora, y se adentró en las aguas oscuras y mistagógicas de la Kabbalah, para no retornar ya a la realidad.
La otra posibilidad: que todo fuera pura ficción, desde el principio; una ficción de escritor. Una historia que imaginó como juego y que luego tal vez lo trastornó y lo fue poseyendo, hasta el punto de hacerle cambiar su vida. ¿Puede alguien llegar a creerse tan perturbadoramente sus propias imaginaciones?
No lo sé, el mundo está lleno de misterios. En un libro de texto de mi carrera, Samson Wright’s Applied Physiology, había una cita con palabras del rabí Akiva ben Yosef a un discípulo: “Hijo mío, por mucho que el ternero quiera mamar, es más lo que la vaca desea darle”. Quedó el nombre del autor en mi memoria, sin más. Ahora, treinta años después, lo vuelvo a encontrar en la casa de mi tío muerto, y me entero de que este rabí pudo haber vislumbrado el paraíso y regresar sin perder la cordura. Esa caprichosa reaparición en mi vida también me turba, porque quizá pudiera tener algún sentido, que yo no sé descubrir. Los griegos no concebían la eternidad y les cautivaba la idea del retorno. Yo estoy solo ahora —con esa soledad que es necesaria para entender a los solitarios— y también me pierdo en divagaciones extravagantes y quizá fútiles y me inquieta el redescubrimiento, el retorno inesperado, de este taná, este sabio rabínico, que vivió a finales del siglo I y principios del II de la Era Cristiana. Fue capturado por los romanos y torturado hasta la muerte en el año 135. Su vida y su obra me han interesado y quiero conocer mejor su obra. Me he empeñado también en descubrir hasta dónde llegó mi tío en lo que probablemente fue un fatigoso camino de iniciación.