6 de marzo de 2017

Viaje a las Batuecas (6 de 6)


Dije que se podían distinguir tres visiones distintas del valle o región de las Batuecas y ya he descrito dos: la tenebrosa, poblada de salvajes y demonios, y la idílica, impregnada de misticismo e inmersa en un proceso de sacralización de la Naturaleza. Existe una tercera, parecida a la segunda, en la que la leyenda se enlaza y revitaliza con el nacimiento o renovación del mito del ‘buen salvaje’—el hombre es bueno por naturaleza y es la civilización la que lo corrompe— y el triunfo literario del Romanticismo, cuyo siglo de oro es el XIX, con alta difusión sobre todo en Francia, y que en las Batuecas es como una reliquia de la vida eremítica desaparecida.
Los orígenes del mito del buen  salvaje no nacen con Rousseau, Gueudeville o el pensamiento francés revolucionario del siglo XVIII, sino que muchos lo retrotraen al descubrimiento de América, cuando aparecen tribus y hombres nuevos, que obligan a reconsiderar la situación del ser humano fuera de las sociedades establecidas según nuestro modelo de convivencia europeo, llevando a la meditación moral y filosófica sobre el particular. El Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, de Jean-Jacques Rousseau, del año 1755, es muy posterior a todo esto. Antes, en 1721, el barón de Montesquieu (1689-1755) había escrito, en sus Cartas persas, que “los españoles han hecho hallazgos inmensos en el Nuevo Mundo y no conocen todavía su propio continente: existe sobre sus ríos tal puente que no ha sido aún descubierto, y en sus montañas naciones que les son ignotas”. Se refiere obviamente al viejo mito tantas veces descrito de las Batuecas. Todavía anterior es el Diálogo o conversaciones entre un salvaje y el barón de la Hontan, del francés Nicolás Gueudeville (1652–1721), publicado en 1704, en el que ya se recoge el mito del buen salvaje, con medio siglo de antelación a la citada obra de Rousseau. 
El espíritu del Romanticismo reinventa lo que de desierto, yermo o Tebaida tuvieran ciertos lugares santos para las personas de mentalidad religiosa. En el caso de las Batuecas, la difusión de la leyenda sigue teniendo un cauce literario, que mostraré, en el que perviven los fulgores épicos del mito: Paraíso, Edén, Jardín de las Hespérides. Es una belleza no perceptible para todos, sobre la que ya escribió el granadino Pedro Soto de Rojas en su críptico Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, de 1652. Más tarde, geógrafos, ingenieros y sociólogos empiezan a estudiar el caso y hacen una revisión de las comarcas de Batuecas y Hurdes.
Hay una novela francesa posterior que resume esta visión nueva del valle. Se trata de Les Battuécas (1816), de la aristócrata francesa Felicité du Crest de Saint-Aubin, condesa consorte de Genlis (1746-1830), traducida al castellano en Valencia (1826), con el título de Plácido y Blanca. La escritora George Sand en sus Memorias afirma que leyó ese libro de niña y que le hizo profunda impresión en su ánimo, influyendo más adelante en el curso de sus ideas. Los Batuecos, explica y resume la Sand, son una pequeña tribu que ha existido, en la realidad o en la imaginación, en un valle de España rodeado de montañas inaccesibles. A consecuencia de no sé qué acontecimientos, escribe, esta tribu se encerró voluntariamente en un lugar “donde la naturaleza le ofrece todos los recursos imaginables, y donde se perpetúa hace muchos siglos, sin tener contacto alguno con la civilización actual”.
Félicité de Genlis —adoptó de casada el título de su esposo— fue una mujer de vida intensa, que no puedo sino esbozar. Exiliada en Inglaterra durante el Terror, pudo volver a Francia en 1801, gracias a Napoleón, que se sirvió de ella como espía. Compuso la novela que nos ocupa a la edad de setenta años. Es la historia de Adolphe y Calixte, novios de la aristocracia francesa, obligados a huir cada uno por su lado ante el peligro de la Revolución. Adolphe y su padre llegan a una aldea perdida, situada en las Batuecas. Madame de Genlis, citando supuestas fuentes, pero sin nombrar a Lope de Vega, presenta la versión del dramaturgo como un hecho histórico y cuenta que el valle fue descubierto por el Duque de Alba. En la aldea, Adolphe conoce al verdadero protagonista de la novela, Plácido, prodigio casi sobrenatural, de belleza incomparable, fuerza inigualable y preclara inteligencia, prototipo mejorado del buen salvaje rousseauniano. Doña Blanca es una viuda de veinte años, no batueca, rica, bella como un ángel y llena de talento. La trama es complicada y el final no tan usual. Y no cuento más, porque esto se ha hecho ya demasiado largo.
A pesar de las inexactitudes históricas y geográficas, la novela, bien escrita, hace una comparación entre la vida idílica de la aldea —una utopía socialista anticipada, en la que no hay ni propiedad ni guerra— y las sociedades llamadas civilizadas, en las que reinan injusticias sociales, miseria, lujuria e hipocresía. Como dije, se respeta la leyenda primitiva de que hacia el año 1009, un desvío del torrente del Tormes, cerró la única entrada por la que podían penetrar los extraños al valle de las Batuecas, como si el cielo hubiera querido asegurar eternamente la tranquilidad y seguridad de los pacíficos habitantes de aquella soledad, quienes por la dulzura y la pureza de sus costumbres merecían sin duda atraer sobre ellos la protección divina. Los Batuecos vivieron así algunos siglos en el centro de España, extranjeros en su patria y separados del resto del universo. Olvidaron su lengua materna, sus antiguas costumbres, las leyes que eran ya inútiles y hasta su origen, abrazando un nuevo culto sin templos ni sacerdotes.
Los Batuecos no tenían ambición, ignoraban que tal pasión pudiera existir, y sus limitadas posesiones eran más que suficientes para sus necesidades. No creían que fuera posible la existencia de manjares más sabrosos que sus yerbas y sus frutos, ni licor más delicado que el agua fresca y pura de sus fuentes, ni habitaciones más agradables que sus chozas. Vivían en dulce unión, porque nada podía excitar entre ellos la envidia o la emulación; la fuerza no tenía ningún poder, sólo apreciaban la igualdad, la paz y la tranquilidad. No habían visto nunca dar coronas al más osado, al más valiente o al más ingenioso. No ignoraban enteramente que existían otras criaturas fuera de los límites de su imperio, porque las habían divisado muchas veces desde lo alto de sus peñascos, pero el temor y la indolencia los tenían fijados para siempre en su tranquilo recinto.