Dije que se podían distinguir tres visiones
distintas del valle o región de las Batuecas y ya he descrito dos: la
tenebrosa, poblada de salvajes y demonios, y la idílica, impregnada de
misticismo e inmersa en un proceso de sacralización de la Naturaleza. Existe
una tercera, parecida a la segunda, en la que la leyenda se enlaza y revitaliza
con el nacimiento o renovación del mito del ‘buen salvaje’—el hombre es bueno
por naturaleza y es la civilización la que lo corrompe— y el triunfo literario
del Romanticismo, cuyo siglo de oro es el XIX, con alta difusión sobre todo en
Francia, y que en las Batuecas es como una reliquia de la vida eremítica
desaparecida.
Los orígenes del mito del buen salvaje no nacen con Rousseau, Gueudeville o
el pensamiento francés revolucionario del siglo XVIII, sino que muchos lo retrotraen
al descubrimiento de América, cuando aparecen tribus y hombres nuevos, que
obligan a reconsiderar la situación del ser humano fuera de las sociedades establecidas
según nuestro modelo de convivencia europeo, llevando a la meditación moral y
filosófica sobre el particular. El
Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres,
de Jean-Jacques Rousseau, del año 1755, es muy posterior a todo esto. Antes, en
1721, el barón de Montesquieu (1689-1755) había escrito, en sus Cartas persas, que “los españoles han
hecho hallazgos inmensos en el Nuevo Mundo y no conocen todavía su propio
continente: existe sobre sus ríos tal puente que no ha sido aún descubierto, y
en sus montañas naciones que les son ignotas”. Se refiere obviamente al viejo mito
tantas veces descrito de las Batuecas. Todavía anterior es el Diálogo o conversaciones entre un salvaje y
el barón de la Hontan, del francés Nicolás Gueudeville (1652–1721),
publicado en 1704, en el que ya se recoge el mito del buen salvaje, con medio
siglo de antelación a la citada obra de Rousseau.
El espíritu del Romanticismo reinventa lo que
de desierto, yermo o Tebaida tuvieran ciertos lugares santos para las personas
de mentalidad religiosa. En el caso de las Batuecas, la difusión de la leyenda
sigue teniendo un cauce literario, que mostraré, en el que perviven los fulgores
épicos del mito: Paraíso, Edén, Jardín de las Hespérides. Es una belleza no
perceptible para todos, sobre la que ya escribió el granadino Pedro Soto de
Rojas en su críptico Paraíso cerrado para
muchos, jardines abiertos para pocos, de 1652. Más tarde, geógrafos,
ingenieros y sociólogos empiezan a estudiar el caso y hacen una revisión de las
comarcas de Batuecas y Hurdes.
Hay una novela francesa posterior que resume esta
visión nueva del valle. Se trata de Les
Battuécas (1816), de la aristócrata francesa Felicité du Crest de
Saint-Aubin, condesa consorte de Genlis (1746-1830), traducida al castellano en
Valencia (1826), con el título de Plácido
y Blanca. La escritora George Sand en sus Memorias afirma que leyó
ese libro de niña y que le hizo profunda impresión en su ánimo, influyendo más
adelante en el curso de sus ideas. Los Batuecos, explica y resume la Sand, son
una pequeña tribu que ha existido, en la realidad o en la imaginación, en un
valle de España rodeado de montañas inaccesibles. A consecuencia de no sé qué
acontecimientos, escribe, esta tribu se encerró voluntariamente en un lugar
“donde la naturaleza le ofrece todos los recursos
imaginables, y donde se perpetúa hace muchos siglos, sin tener contacto alguno
con la civilización actual”.
Félicité de Genlis —adoptó de casada el
título de su esposo— fue una mujer de vida intensa, que no puedo sino esbozar. Exiliada
en Inglaterra durante el Terror, pudo volver a Francia en 1801, gracias a
Napoleón, que se sirvió de ella como espía. Compuso la novela que nos ocupa a la
edad de setenta años. Es la historia de Adolphe y Calixte, novios de la
aristocracia francesa, obligados a huir cada uno por su lado ante el peligro de
la Revolución. Adolphe y su padre llegan a una aldea perdida, situada en las
Batuecas. Madame de Genlis, citando supuestas fuentes, pero sin nombrar a Lope
de Vega, presenta la versión del dramaturgo como un hecho histórico y cuenta que
el valle fue descubierto por el Duque de Alba. En la aldea, Adolphe conoce al
verdadero protagonista de la novela, Plácido, prodigio casi sobrenatural, de belleza
incomparable, fuerza inigualable y preclara inteligencia, prototipo mejorado del
buen salvaje rousseauniano. Doña Blanca es una viuda de veinte años, no
batueca, rica, bella como un ángel y llena de talento. La trama es complicada y
el final no tan usual. Y no cuento más, porque esto se ha hecho ya demasiado
largo.
A pesar de las inexactitudes históricas y
geográficas, la novela, bien escrita, hace una comparación entre la vida
idílica de la aldea —una utopía socialista anticipada, en la que no hay ni
propiedad ni guerra— y las sociedades llamadas civilizadas, en las que reinan
injusticias sociales, miseria, lujuria e hipocresía. Como dije, se respeta la
leyenda primitiva de que hacia el año 1009, un desvío del torrente del Tormes,
cerró la única entrada por la que podían penetrar los extraños al valle de las
Batuecas, como si el cielo hubiera querido asegurar eternamente la tranquilidad
y seguridad de los pacíficos habitantes de aquella soledad, quienes por la dulzura
y la pureza de sus costumbres merecían sin duda atraer sobre ellos la
protección divina. Los Batuecos vivieron así algunos siglos en el centro de
España, extranjeros en su patria y separados del resto del universo. Olvidaron
su lengua materna, sus antiguas costumbres, las leyes que eran ya inútiles y
hasta su origen, abrazando un nuevo culto sin templos ni sacerdotes.
Los Batuecos no tenían ambición, ignoraban
que tal pasión pudiera existir, y sus limitadas posesiones eran más que
suficientes para sus necesidades. No creían que fuera posible la existencia de manjares
más sabrosos que sus yerbas y sus frutos, ni licor más delicado que el agua
fresca y pura de sus fuentes, ni habitaciones más agradables que sus chozas.
Vivían en dulce unión, porque nada podía excitar entre ellos la envidia o la
emulación; la fuerza no tenía ningún poder, sólo apreciaban la igualdad, la paz
y la tranquilidad. No habían visto nunca dar coronas al más osado, al más
valiente o al más ingenioso. No ignoraban enteramente que existían otras
criaturas fuera de los límites de su imperio, porque las habían divisado muchas
veces desde lo alto de sus peñascos, pero el temor y la indolencia los tenían
fijados para siempre en su tranquilo recinto.