25 de junio de 2016

De mi blog y de los referendos

Amigos lectores, permitidme unas breves reflexiones sobre mi blog. No acabo de entenderme muy bien con él. Ya en otra ocasión dije que quería hacer más cortas las entradas, y he fracasado clamorosamente. No sólo eso, a veces salen en ristras de cuatro, seis o más. Es culpa mía, que cuando toco algunos temas me gusta documentarme un tanto y no sé enmendarme. Me consuelo pensando que quizá a algunos de mis lectores no les importe esa meticulosidad mía. De hecho el número de visitantes es bastante invariable y de todo el mundo: España, Estados Unidos, Rusia y Alemania son las más asiduas: 8331, 4231, 1359, 806, de un total de unos 21500 (ver tabla adjunta). Es lo que más me ilusiona y me anima a perseverar. De todas maneras, ahora estamos ya en verano y trataré de frivolizar mis prédicas.
Para que no quede demasiado corta esta entrada, añadiré algo más, con motivo del Bréxit, que ayer decidió Gran Bretaña. Hay algo perverso en casi todos los referendos: la pregunta ha de ser forzosamente escueta y clara, y se ha de votar in toto. Esto, en casos complejos como el que cito, es casi imposible de lograr. Además, como sucedió en este caso, se suele recurrir a ellos cuando la opinión pública está muy dividida. El resultado casi siempre es muy ajustado, deja a la población partida más o menos en dos mitades e introduce una fractura social que deja secuelas indeseables. Una consulta así en Cataluña, por ejemplo, produciría probablemente una división análoga. Hay pocas soluciones; una podría ser la de exigir mayorías cualificadas: 60%, dos tercios...
Para algunos políticos, sin embargo, es una forma óptima de democracia: directa, llena de virtudes. Creo que se equivocan. Leo que Ada Colau ha dicho que “hace vida de activista desde 2001” y que “votar cada cuatro años es totalmente insuficiente”. Eso puede ser deseable para algunos, no para la mayoría de los ciudadanos, que lo único que quiere es ser regida por gobernantes honrados y capaces, que gestionen con acierto los asuntos públicos. No fatigaré ninguna biblioteca buscando argumentos. Por nuestra idiosincrasia peculiar, muchos españoles son dueños de un piso y deben acudir puntualmente a las juntas de vecinos. A pesar de no ser muy frecuentes, casi todos tratan de eludirlas, salvo en casos excepcionales de gestión pésima o fraudulenta. Esta actitud es trasladable a la cosa pública, a pesar de la diferencia de escalas. Asistir a los mítines puede resultar divertido para algunos, pero es complicado para cirujanos, arquitectos, comerciantes, trabajadores empleados, etc.
No quiero decir que Ada Colau no lleve razón, desde su punto de vista. A ella, esta su manera de ser le ha dado sus frutos. Me entero —no sé cómo, porque leo poco la prensa— de que en Palma de Mallorca disfrutó, con Pablo Iglesias y otros amigos, de una mariscada, en un restaurante bastante exclusivo de la isla, a 160 euros el cubierto. No es nada intrínsecamente pecaminoso, ya lo sé. Pero tengo el convencimiento de que Dios no aprueba el consumo de mariscos y por eso los hizo tan endiabladamente difíciles de comer. Y yo, a quien alguien inevitablemente calificará de derechas sin remisión, hace siglos que no he comido por ese precio, en España.
Comprendo que estar en campaña influye en las conductas. Susanna Grisso ha revelado que a Iglesias las campañas electorales “le ponen” y necesita sexo en ellas —¡a santo de qué le confesaría esto a la buena señora!—. El peligro de esta peculiaridad conductual, es que por ella corramos el riesgo los españoles de permanecer continuamente en campaña. A ver si, por esta minucia, vamos a tener unas terceras elecciones o erecciones, que ya no sabe uno qué palabra usar con este hombre. Aunque hay que reconocer que sabe hacer las cosas y su jefa de Gabinete es también su novia, lo que simplifica mucho la solución del problema. Iglesias es claro en este asunto, ya que no en los demás. En mi entrada del 9/2/2016, conté cómo la expresión ‘hacer el amor y no la guerra’, le parece kitsch, frangollona: “Nosotros no hacemos el amor, nosotros follamos”, dijo. Lleva razón el hombre; hacer el amor es equívoco —hasta podría referirse a escribir algún sonetillo apasionado—, lo que queda felizmente resuelto con el agudo distingo del brillante político. La precisión es importante; lástima que no la use en otros temas, aunque no sean tan importantes como el del fornicio.



21 de junio de 2016

Eonofobia, miedo a la eternidad (revisitada)

Hace tiempo, el 25 y 26 de abril del año 2014, publiqué dos entradas en mi blog, Poniatowska, Kahlo y eonofobia y Eonofobia, miedo a la eternidad, en las que propuse un  neologismo, eoniofobia o eonofobia, horror a lo eterno, de raíces griegas: αιώνιος, eterno y φοβία, temor. Escogí eonofobia, más corto, más pronunciable.
Esta segunda entrada es la que ha suscitado más comentarios en mi blog. Todo venía de que Poniatowska, en la entrega del Premio Cervantes de ese año, citó a Frida Kahlo, quien dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y no volver jamás”, refiriéndose a este mundo nuestro. Entristece una confesión tan desgarrada. Pero te pregunto, lector, si te visitara un ángel y te propusiera vivir otra vez en este mundo, ¿aceptarías, sin preguntar dónde, cómo y algún otro detalle más? Y sin esa información, ¿dirías que sí o que no? Yo lo tengo claro; con la más fina cortesía, contestaría: Vade retro, Angele.
Pero eso, para los que declinaran la oferta, no es eonofobia; es, simplemente, miedo a habitar de nuevo esta Tierra en la que gran parte de sus moradores viven existencias duras y hasta horribles. Lo que describí como eonofobia es muy distinto; es el horror ante la pura idea de ser inmortal, de vivir eternamente. La idea abstracta de eternidad, produce un cierto desasosiego por lo que tiene de inimaginable. El cerebro humano se desenvuelve en el marco del tiempo y es incapaz de concebir la cesación del transcurrir de las cosas. Intenté dar nombre a esa inquietud mental con mi neologismo.
Immanuel Kant, en su Crítica de la razón pura,  ya describió el tiempo como una forma a priori de la sensibilidad interna. Avanza del pasado al futuro, según la llamada ‘flecha del tiempo’. La teoría de la relatividad general define la “gravedad como una propiedad geométrica del espacio-tiempo y postuló que el tiempo se dilata con la velocidad”. Esto ya se entiende peor, ¿verdad?
Hay muchos más misterios en la ciencia y la tecnología. Los púlsares son estrellas muy pequeñas, de materia tan comprimida que una cucharada pesa más de cien millones de toneladas. Hay estrellas tan masivas cuya gravedad hace que ni la luz pueda escapar de ellas, constituyendo un agujero negro. Dos galaxias pueden chocar y fundirse en una, lo que se ha denominado ‘canibalismo galáctico’. Andrómeda colisionará con nuestra Vía Láctea dentro de unos dos mil millones de años. Tampoco concebimos el espacio infinito. Ni cómo se creó el Universo, ni lo que existía cuando estaba increado. Somos incapaces de entender la naturaleza de Dios o muchos de los mitos y misterios que han creado todas las religiones. Lo que ocurre, afortunadamente, es que esos desconciertos existenciales son puntuales, no pensamos en ellos y la vida sigue su curso.
La mecánica celeste exigió tiempo hasta ser comprendida. En tablas de arcilla del primer milenio a. C., hay dibujos de constelaciones. Filolao fue el primero que aseguró que la Tierra se mueve y gira, con el Sol, la luna y los planetas, alrededor de un Fuego Central, núcleo del Universo. Anaxágoras, pensó que no estamos solos en el Universo y fue condenado a muerte, aunque se le conmutó la pena. Heráclides de Ponto, afirmó que la Tierra se mueve y la dotó de eje de rotación. Aristarco de Samos, en Alejandría, desarrolló una teoría heliocéntrica y fue acusado de “alterar la calma del Universo”. Hiparco de Nicea, en el 134 a.C., observó una estrella nueva en la constelación de Escorpión, una nova.
Entre mis comentaristas de esas dos entradas, alguien refiere que al pensar en la eternidad tiene ataques de pánico. Otro cuenta que desde niño tiene esa inquietud. Otro explica que siente angustia cuando piensa en ello; se imagina viviendo eternamente y se desespera. Alguien confiesa que sufre diariamente y no sabe qué hacer, llora mucho y está desesperada. Otro distingue entre la asfixiante eternidad de ser o de no ser, sin saber, dice, qué le da más pavor. Otra resume sus elucubraciones: Intentaré vivir esta vida de la mejor manera posible, sin hacerme problemas.
Esa es la actitud correcta. Renunciar a lo que no está hecho a medida del hombre y no puede ser entendido, aceptar las limitaciones de nuestra capacidad pensante. Creo que si se llora por eso, es que pasa algo más, que quizá pueda resolverse fácilmente o demande alguna ayuda. Afortunadamente, la vida está llena de cosas que sí podemos entender. Tenemos que concentrarnos en lo que está hecho a nuestra medida y olvidar lo demás, lo incomprensible. En una obra teatral, Sens Interdit, de Armand Salacrou, los personajes nacen viejos y viven hacia atrás, hacia la juventud y la niñez. Para mí, lo mejor sería una vida que fuera como un camino de ida y vuelta: madurar, sin llegar a una vejez extrema e incómoda, y luego rejuvenecer. Estas variantes son entendibles, humanas, no remiten a ninguna inquietante idea de eternidad.
Escribo estas líneas porque me ha sorprendido el número y el talante de los comentarios. No trato de hacer ningún estudio psicológico, inapropiado aquí. Sólo quiero enfatizar que lo normal es aceptar nuestras limitaciones y vivir la vida con la limitada claridad que ha sido otorgada a los humanos. Sospecho que mis comentaristas son jóvenes, más bien hipersensibles y evolucionarán en ese benéfico sentido.