He estado en la
dulce Galicia y regreso con la inevitable saudade.
Ya contaré mis impresiones, sin referirme mucho a las cualidades del paisaje, a
la infinita gama de sus verdes, a los brillantes colores de la jara y la retama
en primavera; o al rojo pulido y sangrante de la digital (la Digitalis purpurea), que ya había visto
otras veces allí. Lo que siempre sorprende a mis ojos es la práctica
desaparición del suelo, de la tierra, ocultada por la ubicuidad lujuriante de
los brezales y praderas, de los altivos árboles. Hablaré de otros temas, porque
no me fue dado el don de la descripción sabia y minuciosa de las cosas; me
desenvuelvo algo mejor en ámbitos más apartados de lo concreto.
Contaré, por ejemplo,
lo que me ocurrió en la catedral de Santiago, tras el casi imprescindible vuelo
del botafumeiro. Fue un impulso instantáneo e incontrolable. Después de tanto tiempo
alejado de los confesionarios, una extraña fuerza me volcó sobre uno de ellos.
Me acerqué hasta él, movido por una atracción invencible. El humo del incienso
todavía difuminaba levemente los contornos de la portentosa fábrica y había una
extraña paz. El sacerdote estaba sentado, desocupado, aislado de la multitud
agitada y ajena, todavía estremecida por el espectáculo, esperando algún penitente. Me vio llegar y me sonrió. Yo había
visto ya que confesaba en inglés y en gaélico —estaba muy claramente escrito en un
cartel— y no puede contenerme. De la manera más delicada, aunque no exenta de
un cierto grado de acucia, le pregunté sobre algunos temas que me interesan.
En un relato
mío reciente, El reino de Ta,
menciono a un caballero irlandés del siglo XII, Tnugdalus (Tondolus o Tundale,
en las traducciones al inglés), cuya historia o leyenda se cuenta en un texto latino escrito hacia el
año 1149, Visio Tnugdali (Vision of Tnugdalus), extremadamente
popular en la Edad Media. En mi relato, digo de él: “Fue un
caballero que vivió en el siglo XII en Cork, en Irlanda, y que tenía costumbres
no recomendables. Estando una vez en casa de una amiga (una amiga íntima, se
entiende), enfermó y quedó inconsciente durante tres días y tres noches y todo
el mundo lo creyó muerto. Durante ese tiempo, un ángel guió su alma por el cielo y el infierno y le hizo experimentar,
en este último lugar, alguno de los tormentos a que son sometidos los
condenados; para que se fuera haciendo una idea. El caballero recobró
finalmente el conocimiento y, como consecuencia lógica del asunto, cambió de
manera de vivir y se hizo pío y cumplidor”.
El caballero
contó toda esta historia a un monje itinerante, también irlandés, el hermano
Marcos, que luego la escribió en latín, en el monasterio benedictino
de San Jacobo, en Ratisbona, traduciendo todo lo que Tundale le había contado
en gaélico. La obra, más de ciento cincuenta años anterior a la Divina Comedia del Dante, mezcla
elementos de leyendas célticas respecto al mundo de ultratumba y otras propias
de la tradición cristiana. Tuvo muchas traducciones a diversas lenguas
vernáculas y luego perdió notoriedad. La literatura es así de pendona, si se me
permite la expresión.
Hablé unos
pocos minutos con el atildado y elegante sacerdote. Al principio en español y
luego en inglés. Quería yo saber si había muchas diferencias entre el gaélico
irlandés y el escocés —el tema de las lenguas goidélicas, las insulares
descendientes del protocelta, es complicado y lejano para mí— y le hice alguna pregunta. Luego quise también saber si había
confesado a muchos en gaélico. Se rio francamente y me contestó que
sólo dos. ¿Cómo se confesará uno en gaélico? ¿Y cómo se pecará en gaélico? El
asunto tiene su intríngulis, su morbo.
No me confesé,
perdí esa oportunidad. No me ocurrió lo que a Paul Claudel, mientras oía el Magnificat en la iglesia de Notre-Dame,
en la Navidad del 1886, como él mismo contó muchos años más tarde. Pero pasamos
un ratito agradable: el confesor estaba seguramente un tanto aburrido de
esperar inencontrables penitentes gaélicos, y yo últimamente pego la hebra con quien sea. Es
por la edad, lo sé bien. Resulta agradable. No entiendo a la gente que tiene
dificultades para hablar con el prójimo. Resumiendo, que me acerqué a un
confesionario en Santiago. Todo lo que me sucede en Galicia me parece bien. Me
tiene namorado, enmeigado.