4 de julio de 2014

De los diversos vientos (final)


Amigo lector, ¡cuántas leyendas e historias sobre los vientos! Los pilotos árabes, en los tiempos del califato de Bagdad, creían que mediante magias ocultas se podía emparentar con un viento determinado y tenerlo siempre de popa, para llegar a donde el corazón mandara. No hay vientos así, tan constantes y dóciles. La vida consiste en aprovecharlos cuando soplan a favor y bolinear, cuando son contrarios. Es fama que esos pilotos árabes del Índico eran capaces de escuchar, desde muy lejos, los vientos y otros rumores útiles para marinear. Por eso, a algunos les crecían desmesuradamente las orejas. Pero lo más notable es que, de viejos, conservaban en sus oídos todo lo que habían escuchado y así podían dar clase en Basora a los navegantes jóvenes.

Hay muchas clases de vientos. Un portugués, que habitó en Nubia en los tiempos del Preste Juan, contó que soplaba el viento del Sur, que allí es oloroso y refrescante, cuando sacudían la capa pluvial del Rey de Reyes. Por ello, a veces, en las ventoladas, venían diamantes y perlas, que caían del rico estofado de la gran capa. Lo he podido leer en Álvaro Cunqueiro. En el libro cuarto de Gargantúa y Pantagruel, se menciona la Isla del Viento, en la que viven gentes que ni comen ni beben y sólo se alimentan del viento. Se agrupan en torno a las veletas y lo respiran allí.

El viento se usa para definir el carácter de los humanos, en sentido positivo o negativo. Cunqueiro afirma, en Un hombre que se parecía a Orestes, que “un hombre es un viento loco o no es nada”. Salvador Compán, ubetense, en Cuaderno de viaje, en un diálogo entre dos mujeres —creo recordar que suegra y nuera— hace decir a una de ellas: “Nos hemos casado con dos puñados de viento”. En el Satiricon también se dice que “el hombre no es más que un odre lleno de viento”. Torrente Ballester, en La isla de los jacintos cortados, cuenta que “Nyneve encerró a Merlín en un palacio de palabras, viento y ensueño”. Francisco Umbral escribe en Las ninfas: “Tanta soledad me inclina a abandonarme en el viento”. Cunqueiro nos recuerda, en El año del cometa, que “son inconstantes amigos, que traen la dulzura del aroma de la ciudad natal”.

Lawrence Durrell, en Justine, habla de un “viento de la noche que venía de los confines de Asia”. Joseph Roth, en La marcha Radetzky, escribe que “esperaban al viento; pero todos los vientos dormían”. Sócrates, en el Teeteto de Platón, pronuncia estas palabras: “Has parido viento y el hijo de tu cerebro no merece ser criado”. Un proverbio de no sé dónde proclama que “es sabio el que puede atrapar el viento en una red”. Muchos vientos tienen nombres propios, son íntimos, familiares y están asociados a leyendas. Como el écir, en Auvergne, al que cita un personaje de Guy de Chantepleure en Malencontre: Sa grande voix —comme je le pensais— me berce ainsi qu’un chant de nourrice… (Su potente voz, como me imaginaba, me mece como una canción de cuna). Hafed de Shiraz, un poeta persa del siglo XIV, escribió este ghazal: “No trates de retener al viento, incluso si sopla a medida de tu deseo”. Estos son unos pocos ejemplos, tomados de mis lecturas más o menos recientes.

Dos amigos poetas hablan también de vientos. Uno es Jaime Ferrán y Camps, nacido en Cervera en 1928, perteneciente a la generación del Medio Siglo, profesor de la Syracuse University, en el estado de Nueva York, y que vive todavía: “Viento de Texas, / amor en el aire, / jamás podré olvidarte”. El otro es Antonio Parra Cabrera, ya muerto, desgraciadamente, al que hoy se le rinde un merecido homenaje en Úbeda, ciudad de la que es hijo adoptivo, al que me sumo alborozado desde la modesta atalaya de mi blog. Del poema con que ganó unos Juegos Florales, tomo unos versos. Se los recité de memoria, hará ya trece o catorce años, para su sorpresa, cuando nos encontramos casualmente en un pueblecito de la sierra madrileña en el que veraneábamos los dos: “Un viento frío, seguro de su brío, /siembra de bayonetas el estero, / desterrando hacia el Sur las mariposas”.

3 de julio de 2014

De los diversos vientos (V)


Ayer hablé de vientos tenaces y felices que llevaron a descubrir tierras ignoradas y portentosas. Ahora querría entretenerme con vientos caprichosos, erráticos, de efectos prodigiosos, y de cómo los humanos se han relacionado con ellos.

Con los vientos amigos, los hombres han sabido corresponder. Turios fue una ciudad de la Magna Grecia y cuenta el historiador griego Pausanias que cierta vez, cuando venía contra ella una imponente armada enemiga, se desató un fuerte viento del Norte, el Bóreas, que la dispersó y alejó. La ciudad declaró al viento polites —es decir, lo hicieron ciudadano de la misma— y junto al nombramiento le regalaron una casa y una viña y una buena tierra de labranza. Es que Bóreas, además, fecundaba a las yeguas cuando soplaba sobre ellas y eso también es de agradecer.

Bóreas no era el único con estas habilidades. Plinio y otros autores cuentan que en Lusitania, en los alrededores de Olisipon (actual Lisboa) y del río Tagus (Tajo), las yeguas, vueltas hacia el viento favonius, respiran sus fecundantes auras y quedan preñadas. Con la particularidad de que los potros así engendrados salen rapidísimos en la carrera, si bien tienen una vida corta, inferior a los tres años.

Estas cosas parece que antes eran muy corrientes. Los caballos del rey tartesio Arganthonio eran tan ligeros por ser hijos del viento, que fecundaba a las yeguas cuando volvían la cabeza para evitar que les irritase los ojos. Ofrecían entonces la grupa y ocurría el milagro. Incluso a los vientos hay que darles ciertas facilidades.

Y no eran sólo las yeguas. Se cuentan cosas análogas de las amazonas que habitaban en las tierras del nuevo mundo. Estas iban siempre desnudas, lo que no es mala manera de empezar estos asuntos, y también concebían gracias al viento. Su reina se llamaba Coñorí y no iba desnuda, sino que iba vestida de esmeraldas.

Estas amazonas parece que existieron. El explorador Francisco de Orellana, que atravesó el continente desde Quito al Atlántico en una de las expediciones más portentosas de la conquista, dio nombre al río Amazonas, porque supo de estas mujeres. Fray Gaspar de Carvajal, miembro de la expedición, fue testigo de su valor y arrojo y fue herido por ellas de un flechazo que le hizo perder un ojo. Al llegar los españoles, los indios pidieron ayuda a las amazonas y llegaron diez o doce. Cuenta Carvajal que “estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza; y son muy membrudas y andan desnudas en cueros, tapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios”.

Orellana se interesó por estas mujeres que ayudaron a los indios. Estos le dijeron que residían como a siete jornadas de la costa. El español —porque no sabía, o no se creyó, lo del viento— preguntó como procreaban sin hombres. Y contestó el indio que “en tiempos y cuando les viene aquella gana”, hacen guerra con un cacique vecino y raptan a los varones, reteniéndolos hasta que quedan embarazadas; luego los devuelven.

Un soldado alemán al servicio de España, Ulrico Schmidl, autor de Viaje al río de la plata, y el cronista y sacerdote Juan de Castellanos, que escribió Elegías de varones ilustres de Indias, con unos 114000 versos en octavas reales, las mencionan igualmente. Este último  refiere que un indio dijo a Orellana dónde vivían estas ‘maniriguas’, con fama grandísima de guerreras. Me imagino que alguno de nuestros conquistadores pudo preguntar entonces: Señor Indio, ¿y sabe usted, por un casual, si las señoras amazonas están ahora en el tiempo en que les viene aquella gana?, con la sana intención de ayudar, pero no veo esto reflejado en ninguna crónica.

Seguiremos hablando de vientos, de los muchos y diversos vientos.

2 de julio de 2014

De los diversos vientos (IV)


Hablé ayer de vientos rudos, violentos y belicosos, frente a los que los humanos se rebelan y luchan con todas sus armas. No todos los vientos son así, afortunadamente. Algunos son pertinaces, pero llevan a países bellos y remotos. Como aquel viento del Este que trajo al navegante Kolaios de Samos hasta Tartessos. Algunos llaman a este griego el Colón que descubrió España. Cuento un poco.

La narración se la debemos otra vez a Herodoto. Navegaba Kolaios desde su isla de Samos a Egipto, cuando el viento lo desvió a Platea, junto a la costa que se llamó Kyrenaiké (Cirenaica), en la actual Libia. Se encontraron allí con un tal Koróbios, un cretense comerciante en púrpura, guía de los griegos de Thera (Santorini), que querían establecer una colonia en el territorio. Tras una corta estancia, estos samios, con Kolaios a la cabeza, se dieron a la mar, con rumbo de nuevo a Egipto.

Y volvió a ocurrir lo mismo. Otra vez el viento del este, el apeliota, sopló tozudamente durante muchos días seguidos y llevó la frágil nave hasta más allá de las columnas de Hércules, hasta las orillas de Tartessos. Allí comerciaron con los naturales del país y volvieron por fin a Samos, a donde arribaron felizmente, después de haber obtenido fabulosas ganancias en ese primer trato con los tartesios. El viaje fue tan provechoso que, con el diezmo debido siempre a los dioses, los marineros de Kolaios costearon un enorme caldero en bronce, adornado con cabezas de pájaros fantásticos, y un enorme trípode, representando tres gigantes. Este valioso ex voto fue llevado al famoso templo de Hera en Samos, el Heraíon, uno de los tres templos jónicos más suntuosos del mundo heleno.

Del mismo modo, Tlepólemos y sus hombres, por el soplo constante del viento del Este, fueron arrastrados desde Creta a las islas baleáricas y Tartessos. Otros héroes del ciclo troyano, como Menestheús, Teúkros, Okéllas, también vinieron hasta España. Por no hablar de Ulises, al que igualmente se le atribuye haber pasado por nuestra península. Debió de haber muchos viajes como el de Kolaios en el siglo VII a. C., de foceos, calcidios y samios, que llegaban a España, en busca de mercados, de metales, para comerciar con bienes de todo tipo. Hay hallazgos arqueológicos que confirman estos intercambios, como el casco griego, de factura corintia, encontrado cerca de Jerez y que se puede fechar hacia el 630 a. C., en el período tartésico.

La aventura de Kolaios coincide con el establecimiento de otras colonias en puntos del Mediterráneo occidental: Selinoús e Himera, en Sicilia; las colonias achaias de la costa oeste de la península italiana, Medam y Poseidonia. Es la misma época de los viajes de los púnicos, establecidos estos en Ibiza hacia el 654 a. C. No es extraño que Herodoto no mencione al rey Arganthónios en el viaje de Kolaios, porque debió de ser algo anterior al comienzo del reinado de aquel, que se sitúa hacia el 630 a. C. El viaje de Kolaios fue sólo un anticipo de los realizados un poco más tarde por los foceos, cuando buscaban establecerse más permanentemente en el mediterráneo occidental.

La narración de Herodoto nos da el nombre de este navegante griego, Kolaios de Samos, que descubrió España. Y con la mención de este viento apeliota, que llevó a lo maravilloso y desconocido a algunos marineros griegos, termina la entrada, el post, de hoy. Una última cuestión: ¿cómo se sabe que el viento que nos llega en un cierto momento de nuestra vida es bueno, es venturoso? Lector, el corazón lo sabe. Cuando algo nos alegra y nos invita a señorear el mundo y amarlo, es que ese viento es bueno. Solo tienes que preocuparte, eso sí, de que no sea malo para nadie.

1 de julio de 2014

De los diversos vientos (III)


Quiero hablar  de vientos y trataré de no extraviarme. Hay centenares de ellos, pero sólo me referiré a los que tienen alguna historia o leyenda aneja, algunos de los cuales aparecen a lo largo de los nueve libros de la Historia de Herodoto (o Heródoto) de Halicarnaso (484-425 a. C.), de quien no diré nada más.

Ya vimos cómo el viento Noto arrasó a los psilos. Los vientos pueden ser terribles y en lengua castellana la expresión “correr malos vientos” indica que las circunstancias no son favorables para lo que sea o para nada. Cuando los persas de Cambises II fueron enviados a luchar contra los amonios, hacia el año 525 a. C., se dirigieron desde Tebas de Egipto hasta la ciudad de Oasis, habitada por los Samios —sigo el texto de Herodoto— para proseguir después hasta su objetivo final. Eran unos cincuenta mil soldados; jamás llegaron a su meta y ninguno de ellos retornó. Leyendas de los propios amonios cuentan que, cuando el potente ejército persa estaba a media distancia entre Oasis y los elusivos enemigos, en medio del desierto y sin saber qué dirección tomar, un violento viento del Sur los sorprendió mientras comían y los enterró en la arena, de manera que nunca más se supo de la enorme tropa. Muchos exploradores han buscado los restos de la misma —entre ellos el famoso conde Almásy—, sin que hasta ahora se haya encontrado nada realmente definitivo.

Lo de luchar con armas contra el viento parece algo casi frecuente cuando se leen las historias antiguas. En el sur de Marruecos, había también un viento, el aajej, frente al que los fellahin (los campesinos) se defendían con cuchillos. Y el hijo del faraón Sesostris, Pheros —Herodoto aclara que esta es una historia de oídas—, muy poco después de recibir el trono, tuvo un accidente, que narro enseguida. El Nilo había llegado a una altura sin precedentes y había inundado los campos. Entonces se levantó un viento furioso que agitó las aguas del río y provocó un gran oleaje. Pheros enloqueció de ira, asió su lanza y la arrojó contra los remolinos del río. Inmediatamente quedó ciego, castigado por el viento.

Estuvo ciego diez años, hasta que un oráculo de la ciudad de Butona le comunicó que había terminado el tiempo de punición y que en adelante podría ver, si se lavaba los ojos con orina de una mujer que hubiera conocido sólo a su marido, a ningún hombre más. Inició el tratamiento con su esposa, pero continuó ciego. Probó fortuna, sin éxito, con muchas otras y, al fin, cuando recuperó la vista, reunió en una ciudad, Eritrebelos, a todas las mujeres con las que hizo el experimento, excepto la que le había curado, y “mandó quemarlo todo: mujeres y ciudad”. Se casó con la mujer que le había devuelto la vista, lo que siempre es un castigo menor que quemarte. Digo yo.

Los vientos en el mar no son menos dañinos, aunque depende de para quién. Los atenienses, estando en guerra con los bárbaros, sigue contando Herodoto, tenían sus barcos anclados en Chalkis, en Euboea, y ofrecieron sacrificios a Bóreas, el viento del Norte, para que les ayudara en la lucha. Es que Bóreas estaba casado con Oreithuia, hija de Erechtheus, y nacida en Ática (una paisana, vamos) y eso les hizo pensar que el viento les ayudaría. Y así ocurrió, porque Bóreas parece que era un viento que hacía caso siempre, o por lo menos algunas veces, a su mujer. Mira, lector, cayó Bóreas sobre los bárbaros y arrojó sus barcos contra el monte Athos como si fueran plumas. Se dice que destruyó trescientas embarcaciones y que murieron más de veinte mil hombres. Unos atrapados por los numerosos monstruos que hay en aquel mar, otros despeñados contra las rocas, otros porque no sabían nadar y se ahogaron, otros por el frío.

Lector, hay vientos más amables. Los pilotos arábigos guardaban algunos de ellos en tubos de plata y los abrían cuando, ya mayores y retirados forzosos del navegar, tenían añoranza de la mar. Lo cuenta Álvaro Cunqueiro en Los otros caminos. De esos vientos amigos, te hablaré otro día.

30 de junio de 2014

De los diversos vientos (II)


Hablé en mi entrada anterior de una comida de antiguos compañeros médicos, hace tiempo, en la que estuvieron algunos de nuestros primeros maestros. Hoy esto sería imposible ya que no vive ninguno de estos y hasta falta algún compañero. Todo esto me desazona; no soporto nada bien la muerte de mis amigos y pienso que el mundo se está poblando de desconocidos. Cuando voy a los lugares en que trabajaban, me sorprende no encontrarles allí y los veo ocupados por gente que no me conoce y que me parecen verdaderos intrusos. Es lo que más me irrita de haber llegado a una cierta edad. Me acuerdo entonces de un pasaje de un relato mío, El reino de Ta, que reduzco y copio:

“El rey Piasta, de edad ya avanzada, quiso viajar a Tirnanoge, la tierra de la perpetua juventud, nunca visitada por la Muerte. Se acercaron a él unas hadas y le preguntaron: ¿Estás seguro de que te gustaría seguir viviendo, cuando ya hayan muerto tus caballos y tus canes, los maestros que te guiaron en la vida, las mujeres que te dieron su amor, los armados compañeros de las batallas? ¿Te gustaría vivir en un mundo en el que no tendrás a nadie con quien compartir un recuerdo de infancia y mocedad? El rey meditó las afiladas preguntas de las hadas y, después de pensarlo mucho, decidió no ir a Tirnagoge, y dejarse morir, cuando le llegase su hora”.

En alguna de esas muertes no dejó de estar presente la irremontable tristeza, la propia voluntad de acabar. El más asequible y más querido de nuestros mentores tuvo un final inesperado y trágico. Algún tiempo antes yo había estado comiendo a solas con él, notorio fumador, y pudo más el afecto que el respeto que seguía inspirándome. Le pregunté, de la manera más amable, por qué no lo dejaba. Me contestó educadamente y ahora creo que debió de pensar: ¿Qué más da ya, qué importa ahora? Si yo hubiera sospechado lo que vino después, ¡cuántas cosas habría podido decirle! Tres de los dioses griegos estaban asociados a la locura: Até, Manía y Dionisos. Los helenos pensaban que no andaban lejos los dioses cuando la locura estaba cerca. Yo pienso que, en la locura a la que me refiero, lo que está casi siempre presente es la ingratitud, la injusticia y una cierta incapacidad para sufrir. Espero que en la apocatástasis —si Orígenes acierta en sus predicciones— encuentre otra vez a este profesor amigo, regresado de la muerte, feliz y seguramente fumando.

Ya dije que me permitiría ciertas licencias, por ser verano, y no he hablado nada de vientos. Para enlazar con el tema de ayer, diré algo más de los psilos, aquellos valientes que decidieron luchar contra el viento del Sur. Cuenta Plinio el Viejo, en su Historia Natural (libro VII, cap. II), que su cuerpo “tenía ponzoña natural, mortífera contra las serpientes y, ansí, con sólo su olor, las adormecían. Tenían costumbre de echar sus hijos en naciendo a las más crueles dellas y desta manera hazer prueva de la castidad de sus mujeres, porque las serpientes no huían de los adulterinos. Fue esta gente destruida de los nasamones […] aunque todavía quedaron y aún hoy día permanecen algunos pocos de aquel linage”. No habla de guerra contra ningún viento malvado. Otros autores señalan que estos psilos tenían gran habilidad como encantadores de serpientes. Cassius Dio, en su Historia de Roma, revela que Octavio buscó a alguien de los psilos para que combatiera el veneno de serpiente con que se había suicidado Cleopatra.

Notarás, lector, que el texto de Plinio está en castellano antiguo; es la traducción del latín que hizo Francisco Hernández de Toledo, un gran médico y botánico español del siglo XVI. Procede de manuscritos existentes en nuestra Biblioteca Nacional y acoge sólo los veinticinco primeros libros, de los treinta y siete de Plinio. Con los doce libros finales, procedentes de la traducción que el también médico Gerónimo de Huerta hizo de la obra entera y publicó en 1624, forman un hermoso libro de Visor Libros, de 1999. No todo va a ser Internet, Wikipedia y presentación digital, claro.

29 de junio de 2014

De los diversos vientos (I)


Lector, lectora, lectores —esta vez, excepcionalmente, empezaré así, para que nadie pueda sentirse excluido—. No lo haré más. Me chirría el cerebro, cuando oigo a los políticos dirigirse a los ciudadanos y ciudadanas, compañeros y compañeras… Se llegó hace tiempo a la convención de que el masculino plural engloba a los dos géneros, salvo en casos en que importe mucho descartar cualquier posible ambigüedad. Es una convención, como tantas otras, de la sociedad y aun de la ciencia. Lo de lector, en singular, aplicado también a lectora, no está tan establecido, pero ya expliqué que en este blog será así y no me voy a desdecir.

Prometí hablar de vientos y lo voy a hacer, lector, hasta que te aburras. Me tomaré algunas libertades y lo voy a hacer a mi manera, con las divagaciones pertinentes, apartándome tal cual vez del camino recto. Es verano y querría ser especialmente ameno e íntimo; contarte algunas cosas que me pasaron en la vida. Porque quizá te hayan pasado a ti también, para meditarlas juntos. Escribiré lo que se me vaya ocurriendo cada día, sin un plan, sin pensar en el mañana. Un proverbio japonés dice, y ya empezamos, que el “viento de mañana soplará mañana”.

La primera vez que hable de un cierto viento, fue en una reunión de antiguos compañeros médicos, formados todos en un determinado hospital madrileño. Todavía nos acompañaban algunos de nuestros maestros y, después de la comida, cada uno de nosotros encadenó unas sencillas palabras. Yo había leído algo en Herodoto que me apeteció contar. Era de un viento.

Un viento al que los psilos (hay otras grafías) —un pueblo de Libia, que ocupaba las orillas de la Gran Sirte (actual Golfo de Sidra)— llamaban Noto. No existían ya en los tiempos de Herodoto, quien escribió que “desaparecieron durante una guerra contra el viento del Sur”. Sí, lector, los psilos declararon la guerra a ese viento maligno que había secado por completo las cisternas y pozos de su país y los dejó sin una gota de agua. Celebraron consejo y decidieron ir a luchar contra el viento felón. Cuando las tropas, en el debido orden de batalla, con las espadas en alto, preparados para el combate, llegaron a un territorio de dunas, aquel viento arremetió contra ellos con tal violencia que los enterró a todos y perecieron bajo las arenas, según fuentes libias.

Cerca de ellos vivían los nasamones, sigue Herodoto, de extrañas costumbres. Cuando uno de ellos tiene ganas de una mujer, planta su bastón ante ella y la toma, sin más trámites. Bueno, esto hasta puede entenderse, cada pueblo se lo monta como quiere. Además, en nuestras modernas sociedades, hay sitios en donde pones un billete de cien o doscientos euros y también puedes tomar una mujer sin más requisitos, digo yo. Lo de sus bodas es más chocante, porque la costumbre exigía que la novia se acostara con todos los comensales en su noche de bodas, al recibir los regalos. Esto es ya excesivo, claramente una barbaridad. Lo único bueno que puede deducirse de tales costumbres es que, seguramente, a estos nasamones no les quedaba mucho tiempo para, o ganas de, guerrear. Probablemente eran gentes pacíficas, que preferían el amor a la guerra, y no se metían con nadie. En el fondo, si te pones a mirar de manera imparcial, todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

Más al sur estaban los gazamantas, el pueblo más extraño del que tengo noticia. Según Herodoto, no poseían ni una sola arma de guerra y no sabían defenderse. En toda mi vida no he encontrado a nadie que no sepa defenderse. Al contrario, lo hacían todos muy bien y también sabían atacar muy pasablemente. Eran seres humanos normales.

Lector, te he hablado ya de dos vientos: el puñetero Noto, nada de fiar, como otros que te referiré pronto, y el viento japonés que sopla al día siguiente, cuando le toca; ni antes, ni después. Que tengas un feliz verano.