Amigo lector,
¡cuántas leyendas e historias sobre los vientos! Los pilotos árabes, en los
tiempos del califato de Bagdad, creían que mediante magias ocultas se podía
emparentar con un viento determinado y tenerlo siempre de popa, para llegar a
donde el corazón mandara. No hay vientos así, tan constantes y dóciles. La vida
consiste en aprovecharlos cuando soplan a favor y bolinear, cuando son
contrarios. Es fama que esos pilotos árabes del Índico eran capaces de
escuchar, desde muy lejos, los vientos y otros rumores útiles para marinear.
Por eso, a algunos les crecían desmesuradamente las orejas. Pero lo más notable
es que, de viejos, conservaban en sus oídos todo lo que habían escuchado y así
podían dar clase en Basora a los navegantes jóvenes.
Hay muchas
clases de vientos. Un portugués, que habitó en Nubia en los tiempos del Preste
Juan, contó que soplaba el viento del Sur, que allí es oloroso y refrescante,
cuando sacudían la capa pluvial del Rey de Reyes. Por ello, a veces, en las
ventoladas, venían diamantes y perlas, que caían del rico estofado de la gran
capa. Lo he podido leer en Álvaro Cunqueiro. En el libro cuarto de Gargantúa y Pantagruel, se menciona la
Isla del Viento, en la que viven gentes que ni comen ni beben y sólo se alimentan
del viento. Se agrupan en torno a las veletas y lo respiran allí.
El viento se usa para definir el carácter de los humanos, en
sentido positivo o negativo. Cunqueiro afirma, en Un hombre que se parecía a Orestes, que “un hombre es un viento
loco o no es nada”. Salvador Compán, ubetense, en Cuaderno de viaje, en un diálogo entre dos mujeres —creo recordar
que suegra y nuera— hace decir a una de ellas: “Nos hemos casado con dos
puñados de viento”. En el Satiricon
también se dice que “el
hombre no es más que un odre lleno de viento”. Torrente Ballester, en La isla de los jacintos cortados, cuenta
que “Nyneve encerró a Merlín en un palacio de palabras, viento y ensueño”.
Francisco Umbral escribe en Las ninfas:
“Tanta soledad me inclina a abandonarme en el viento”. Cunqueiro nos recuerda,
en El año del cometa, que “son
inconstantes amigos, que traen la dulzura del aroma de la ciudad natal”.
Lawrence Durrell, en Justine,
habla de un “viento de la noche que venía de los confines de Asia”. Joseph
Roth, en La marcha Radetzky, escribe
que “esperaban al viento; pero todos los vientos dormían”. Sócrates, en el Teeteto de Platón, pronuncia estas
palabras: “Has parido viento y el hijo de tu cerebro no merece ser criado”. Un proverbio de no sé dónde
proclama que “es sabio el que puede atrapar el viento en una red”. Muchos
vientos tienen nombres propios, son íntimos, familiares y están asociados a
leyendas. Como el écir, en Auvergne,
al que cita un personaje de Guy de Chantepleure en Malencontre: Sa grande voix —comme je le pensais— me
berce ainsi qu’un chant de nourrice… (Su potente voz, como me imaginaba, me mece como una
canción de cuna). Hafed de Shiraz, un poeta persa del siglo XIV, escribió este ghazal: “No trates de retener al viento,
incluso si sopla a medida de tu deseo”. Estos son unos pocos ejemplos, tomados
de mis lecturas más o menos recientes.
Dos
amigos poetas hablan también de vientos. Uno es Jaime Ferrán y Camps, nacido en
Cervera en 1928, perteneciente a la generación del Medio Siglo, profesor de la
Syracuse University, en el estado de Nueva York, y que vive todavía: “Viento de
Texas, / amor en el aire, / jamás podré olvidarte”. El otro es Antonio Parra
Cabrera, ya muerto, desgraciadamente, al que hoy se le rinde un merecido
homenaje en Úbeda, ciudad de la que es hijo adoptivo, al que me sumo alborozado
desde la modesta atalaya de mi blog. Del poema con que ganó unos Juegos
Florales, tomo unos versos. Se los recité de memoria, hará ya trece o catorce
años, para su sorpresa, cuando nos encontramos casualmente en un pueblecito de
la sierra madrileña en el que veraneábamos los dos: “Un viento frío, seguro de
su brío, /siembra de bayonetas el estero, / desterrando hacia el Sur las
mariposas”.