En mi entrada del uno de diciembre, cité las especulaciones
del doctor Fernando A. Navarro sobre la comunicación entre médico y paciente, y
un posible escollo, por no adecuar el médico su vocabulario al nivel cultural
del enfermo. Prometí entonces contar algo sobre un personaje de una novela corta mía, Desaparición en el túnel. Copio de ella:
Al inicio de su ejercicio profesional, D. Romualdo
utilizaba algunas palabras directamente extraídas de la jerga médica, sin
haberlas pasado por el cedazo del sentido común. Le gustaba usarlas cuando
tenía oportunidad, los pacientes lo aceptaban así y todos tan felices. Si no se
le entendía a la primera, pues se le preguntaba. Una vez estaba con un paciente
que refería, retrospectivamente, un episodio de dolor agudo en el pecho, que se
le había irradiado hacia el cuello y la garganta y que luego se le pasó, pero
que lo dejó, con toda razón, con el suficiente miedo en el cuerpo como para
acercarse a los pocos días hasta el médico, venciendo esa natural y saludable
tendencia a eludirlos en lo posible, tan característica de los seres humanos.
Cuando el enfermo le contaba el penoso trance, don
Romualdo, que gustaba de conocer exactamente la naturaleza de los síntomas y
signos con que se presentaban las enfermedades en sus pacientes, le preguntó
enseguida: Y el dolor, ¿era transfixivo? Eso no lo sé, don Romualdo, contestó
el paciente; era un dolor muy jodido, eso sí se lo puedo decir. Es que,
perdóneme usted, no sé lo que quiere decir eso de transfixivo.
Entonces el médico, que era muy meticuloso en sus cosas y
empleaba con sus enfermos el tiempo que hiciera falta, cogió un diccionario de
la lengua castellana y le leyó al paciente: “Transfixión, acción de herir
pasando de parte a parte. Úsase frecuentemente hablando de los dolores de la
Virgen”. Pues, mire doctor, tampoco le puedo contestar ahora, porque, la verdad,
a mí nunca me han herido, ni atravesándome de parte a parte, ni de ninguna otra
manera, gracias a Dios, y no puedo comparar. Y en cuanto a los dolores de la
Virgen, pues qué quiere usted que le cuente. En fin, que no sé cómo será ese dolor transfixivo; lo que sí le aseguro
es que era un dolor con muy mala leche, si lo puedo decir con franqueza.
Otra vez, a otro paciente, don Romualdo le dijo: Siéntate,
que ahora mismo te voy a hacer la anamnesis. Poco faltó para que el paciente
echara a correr del puro susto, porque entendió que el médico le iba a hacer,
si no la autopsia, que fue lo primero que se le vino a la cabeza, algo no muy
agradable o indoloro, porque ya se sabe cómo se las gastan estos profesionales
y el reducido y casi siempre molesto repertorio de sus actuaciones. Luego
resultó que la anamnesis era sólo la redacción de la historia clínica; vamos,
hacer al paciente unas cuantas preguntas pertinentes. En otra ocasión le dijo a
un enfermo, al que le abrió un pequeño absceso, que le estaba limpiando el
material pultáceo acumulado y el paciente contestó muy dolidamente que eso no
podía ser, que él jamás había andado con mujeres de mala vida y era un hombre
de buenas y santas costumbres. Con el tiempo, don Romualdo, que no tenía un
pelo de tonto y que usaba estas palabras, no con intención de deslumbrar a
nadie, sino porque creía que su significado era obvio, se enmendó y se
corrigió, hasta en exceso.
En exceso, porque empezó entonces, cuando sus
pacientes eran labradores, aceituneros, ganaderos, gentes del campo, a utilizar
un lenguaje más sencillo, más apropiado a sus conocimientos y a su mundo. Y los
pacientes se lo agradecían y todo iba mejor así. Hasta que un día llegó un
paciente nuevo al que el doctor no conocía; de uno de los pueblecitos cercanos
a Úbeda. El médico le hizo algunas preguntas previas y luego, como el paciente
se quejaba de dolores en las piernas, quiso saber si tenía molestias en los
corvejones, si había tenido calambres por la parte de los morcillos, etc. El
paciente se quedó mirando muy fijamente al médico y le dijo, muy desconsolado:
Doctor, no sé lo que me pregunta, le ruego que no use el lenguaje técnico y
hable para que yo le entienda. El paciente trabajaba en el Ayuntamiento, andaba
bastante poco por los campos o con animales y no conocía las palabras de cuyo
uso hacía gala el médico. La virtud, como tantas otras veces, tiene que
encontrarse en el término medio.