He insinuado en
alguna ocasión cierta desgana respecto a mi blog, a pesar de no haber sido el
peor recompensado de mis afanes. En un blog hay que evitar que se haga eterno y esto puede hacer creer que es lo primero que nos vino a hartar. La verdad es que me cansé mucho antes de otras
cosas: de publicar en papel, por ejemplo. Yo creo, lector, que uno se cansa de
todo. Lo decía en mi anterior entrada, recurriendo al dicho francés, tout passe, tout casse, tout lasse, que traduje
entonces, seguramente sin necesidad.
Otra vez declaré
que, a mi juicio, la pasión más acuciante y obsesiva del ser humano es la de
hablar en público; actividad infinitamente más atractiva que el sexo, el amor o
cualquier otra cosa. Al menos en ciertas sociedades de literatos, según mi
experiencia. Ahora me desdiría de esa idea: la pasión más irrefrenable no es la
de hablar, es la de escribir, que se está convirtiendo en una verdadera
epidemia. Al menos entre las gentes de mi edad, que andan casi todos redactando
sus memorias.
¿Por qué tantos
nos aprestamos a escribir? Denis Diderot pensaba que el papel de un escritor es
bastante vano; es el de un hombre que se cree en grado de dar lecciones al público.
El papel de un crítico es más vano aún, ya que se cree capaz de darlas al
escritor. Todo podría ser verdad, aunque me apresuro a matizar que muchas veces
se trata de una creencia inocente, no fruto de la vanidad. Yo mismo he
confesado en este blog que me animaba a veces cierta intención didáctica. Siempre,
por modesto que uno sea, piensa que puede enseñar algo. Diderot cuenta que un
hombre solitario vivía en un valle rodeado de colinas. Era su universo y exclamaba:
Sé todo, he visto todo. Un día trepó a la cima de una de las colinas y vio el
inmenso espacio que se abría ante sus ojos. Se dijo entonces: No sé nada, no he
visto nada. Otro personaje aún joven, Aristo, descubrió que todavía tenía mucho que
aprender y se encerró en su casa durante quince años, dedicado a la historia, a
la filosofía, a la moral, a las ciencias y a las artes. A los cincuenta años
fue un hombre honrado, instruido, de buen gusto, gran escritor y excelente
critico.
En un pasaje del Cándido de Voltaire se dice: On aime tant à courir, à se faire valoir chez les siens,
à faire parade de ce qu’on a vu dans ses voyages… Todo esto puede confundirnos y
llevarnos al convencimiento de que tenemos que relatar nuestras experiencias,
contar nuestra vida y nuestros sueños. Nacen de aquí muchas obras detestables,
ha sido siempre así. En su visita a Paris, Cándido se encontró con un abad del
Périgord: — Señor, ¿cuántas obras de teatro tienen ustedes en Francia? El abad
respondió que cinco a seis mil. — Son muchas, continuó Cándido: — ¿Y cuántas
son buenas? — Quince o dieciséis, contestó el abad. —Son muchas, añadió Martín,
el filósofo escéptico. El mismo que más tarde dudaba de que Cándido pudiera
encontrar la felicidad con su amada Cunégonde. — Vous êtes bien dur, dit Candide. —
C’est que j’ai vécu, dit Martin (Sois muy duro, dijo Cándido. Es que yo he vivido,
dijo Martin).
En ese mismo libro,
delicioso, sabio y pesimista, hay un Seigneur
Pococuranté, algo excesivo en sus críticas, pero no exento de razón. Les sots admirent tout dans un auteur estimé (los tontos admiran todo en un
autor de fama), sentencia en una
ocasión. Je dis ce que je pense, et je me
souci fort peu que les autres pensent comme moi (digo lo que pienso, y me
importa bien poco que los demás piensen como yo), afirma en otra. Lo podría suscribir
ahora mismo.
Acabo
de releer La familia de Pascual Duarte,
esa obra de la que se dice que transformó la novelística española de postguerra
y de la que se cumplen ahora setenta y cinco años. Nunca me gustó del todo;
siempre me pareció que albergaba demasiado horror y una violencia un tanto
gratuita en sus páginas. No es fácil decir esto de una novela tan alabada,
escrita por un premio Nobel. Resulta
atrevido y pensé que me sería difícil encontrar quienes compartieran mi opinión. Pero lo encontré. Empecé a sumar
acción sobre acción y sangre sobre sangre y aquello me quedó como un petardo. El que habla así
es el propio autor, el mismísimo don Camilo. Creo que llevaba razón.