Llegué, en efecto, a lo que parecía un
pequeño monasterio, que estaba cerrado. Cuando ya me marchaba, vi a la derecha
una puerta abierta, que daba entrada a un salón recoleto y lleno de encanto,
con altos zócalos de cerámica azul, como la que vi fabricar hace ya muchos años
en Iznik, en Anatolia. Dentro había gentes que celebraban algo, no sé
exactamente qué, en un ambiente amable, vestidos todos de un blanco inmaculado.
Se oía la música de esa cítara popular en Baviera —y en la vecina Austria, como
la que toca Anton Karas en la película El
tercer hombre, de Carol Reed— y alguien interpretaba muy lentamente una
melodía dulcísima.
Fue uno de esos momentos insólitos que se
viven a veces y que justifican, por sí solos, cualquier viaje. Los reunidos me
vieron llegar, me invitaron a entrar cortésmente y hablaron conmigo, como si me
conocieran de toda la vida. Había una atmósfera de paz y serenidad, como yo
nunca había vivido hasta entonces. Era, sobre todo, la luz; una luz limpia y
distinta de la habitual, que parecía ser la única realidad existente. Así debió
de ser la del primer día de la Tierra, cuando Dios dijo “Haya luz”, antes de
que fuera creado el Sol (Génesis, 1, 3,
primer relato de la creación). Venía de arriba, del techo, de una tenue niebla
resplandeciente, que llegaba hasta nosotros y nos aislaba del mundo y, junto
con la música, nos hacía como flotar en un estado de calma y felicidad
imposible de describir. Por desgracia, era absolutamente forzoso seguir mi
viaje y me despedí, ya con una anticipada y dolorosa nostalgia.
Lo que ha ocurrido después, vuelto ya a España,
es de todo punto incomprensible. He indagado en las más completas enciclopedias
la existencia de un monasterio en la zona y no lo he podido encontrar. Lo mismo
pasa con los dos pueblecitos que hube de cruzar para llegar al lugar. No
existen, no hay constancia de sus nombres en ninguna parte. Es como si se los
hubiera tragado la tierra. Estaba tan perplejo, que telefoneé al consulado
alemán y tampoco allí supieron darme noticias con mis datos.
La situación me parecía inexplicable y llamé
a la empresa en la que alquilé el coche. Les pedí con todo interés que me
dijeran, en el mapa del sur de Baviera —el editado por ellos mismos y que yo
había manejado en mi viaje—, en la zona que les indiqué con toda precisión, el nombre del
monasterio señalado con una estrella azul, y el de los dos pueblecitos que hay
que pasar para llegar a él, partiendo de Bad Tölz. Di los nombres de estos
pueblos y me contestaron que habían estudiado el mapa y no había ninguna
estrella azul, ni ningún monasterio en esa zona concreta; tampoco figuraban esos
dos pueblos ni nadie los conocía. Pensaron que yo estaba equivocado y quedaron
en enviarme el mapa por correo.
Hace una semana me llegó, idéntico al que utilicé, sin lugar a dudas. Efectivamente, no aparecen en él por
ninguna parte —no existen— ni el monasterio ni los dos pueblos que atravesé.
Empecé a pensar que quizá tampoco eran reales los lugares y los seres que me
encontré en mi camino ese día. Parece que nada de eso hubiera ocurrido en este
mundo.
También me llegaron las fotos del viaje, con
una nota de la empresa encargada del revelado, en la que me dan algunos datos y
me recaban información. Dicen que una parte del rollo apareció tan intensamente
velada, que sugería una exposición a una rara luz de extraordinaria potencia.
No sólo las sales de plata han sido extremadamente alteradas, sino que la
matriz de gelatina en la que van suspendidas, y hasta el propio soporte, el
celuloide, han sido descompuestos y modificados de manera extrañísima. La cinta
era tan frágil y quebradiza en ese tramo que se rompía al tocarla y tuvieron
que suprimirla. Me cuentan que no han visto nunca algo parecido y me preguntan,
con gran interés, en qué lugar y con qué luz utilicé la cámara. Se refieren a
la parte del rollo entre Regensburg y Murnau, el que corresponde a las fotos
que hice en esa especie de monasterio fantasma; faltan todas esas fotos, no hay
ninguna. Ya no sé qué pensar de todo esto y, desde luego, no encuentro
explicación para lo ocurrido; ni con la filmación dañada, ni con la aparente e insólita
desaparición del lugar.
Este relato de mi tío me llamó poderosamente
la atención, cuando lo leí por primera vez, y ahora buscaba con su relectura
alguna claridad en lo que intuí confusamente entonces. Porque, aunque para mí y
para todo el mundo la historia parecía una probable ficción, nacida de la
imaginación de un escritor, se daba la circunstancia de que, a partir de aquel
viaje, mi tío empezó a tener un comportamiento extraño, una actitud diferente
frente a la vida y el mundo.
(continuará)