9 de noviembre de 2017

Para Mary Cordero, in memoriam

Interrumpí hace ya meses este blog porque había alcanzado una extensión excesiva, muy alejada de mis propósitos. Escribo hoy una entrada excepcional, dedicada a una muy querida amiga, también muy singular, que acaba de dejarnos.

La indomable Muerte se llevó a Mary Cordero; era de las gentes de mi pueblo, Úbeda, que conozco desde niño. El hecho me ha cogido desprevenido y vulnerable. La Muerte puede caminar a hurtadillas, lo sé muy bien. Pero la conseja no parecía aplicable a ella, que gozaba de una iluminada vejez, despierta y creativa, interesada por todo, por las cosas viejas y por las nuevas. Era una dicha, un premio, una fortuna para sus amigos. Era una mujer abierta, sensible, cariñosa, capaz de entender, y de querer, a todos, los de su edad y los más jóvenes. Desde que leyó mis primeros escritos, no dejó de alabarlos y animarme; la proclamé de inmediato mi agente literaria honorífica en La Loma.
Me llegó la triste noticia cuando escribía, en la introducción a un artículo: “Tengo una leve desconfianza hacia el género humano y me dispongo a dejar el mundo, cuando toque, tras haber contemplado sus pompas y glorias que no me ofuscaron del todo, con sincera conformidad y hasta con un poco de aburrimiento”. Todo eso quedó arrasado por la noticia de la muerte de Mary y comprendí, en un momento, que ella no estaría de acuerdo con mis palabras, porque era una mujer vital, risueña y volcada al futuro.
Cada uno vive como puede y, en cierto modo, muere como quiere. He hablado alguna vez de la fatigue de vivre, la ‘fatiga de vivir’, y me reconforta este aspecto benefactor, raramente considerado, que también tiene la Muerte. Federico II de Hohenstaufen, al que se llamó stupor mundi (pasmo del mundo), rey de muchos reinos, al final de su vida, cansado ya de batallar, de intrigar, de intentar convencer, de pactar, de amenazar y de castigar, anhelaba refugiarse en esa paz que otorga la Muerte. Era inteligente, culto, soñador, escéptico y hablaba nueve lenguas. Murió en su cama, con el habito cisterciense. Seguramente compartiría el espíritu del epitafio latino que un famoso escritor francés, hacia el fin del siglo XIX, pudo ver en Brindisi, la ciudad portuaria situada en el final de la Vía Apia. Estaba inscrito en la tumba de un navegante y decía: Caminante, detente. He recorrido muchas veces los mares con las velas al viento, he pisado tierras desconocidas y aquí he llegado a mi fin. Ahora no temo ni los vientos, ni las tormentas, ni el mar cruel, ni los piratas. A ti, oh, Muerte, que me has liberado de mis preocupaciones, te saludo, Diosa bienhechora.
El olvido, como el dios romano Jano, tiene dos caras. Es tan nuclear en nuestra existencia, que se metamorfosea en formas diversas. A veces sentimos la necesidad imperiosa de olvidar y otras, por el contrario, nos aterra la posibilidad de olvidar. El protagonista de una obra de Byron, Manfred, un noble atormentado por un complejo de culpa, invoca, mediante conjuros, a un grupo de Siete Espíritus. Estos le preguntan, ¿qué quieres de nosotros, hijo de mortales?, y él dice una sola palabra: olvidar. Para otros, el temor a olvidar conduce a la angustia. Porque los recuerdos son el hilo que vertebra nuestra conciencia, los materiales con que edificamos nuestra personalidad.
En el Hades griego, para algunos mitólogos había dos ríos: el Letheo borraba la memoria de los que lo cruzaban, que se libraban así de las vicisitudes que vivieron. Otro río, el Mnemósine, tenía los efectos contrarios: sus aguas hacían recobrar la memoria de todas las cosas. Después de la muerte, cada uno de los llegados podía elegir beber el agua de uno de los dos: o bien olvidarlo todo o bien recordarlo todo. Una elección quizá nada fácil para muchos de los humanos.
Ya dije que estas divagaciones, que me ayudan a mí, nuestra Mary no las compartiría. Seguramente estaría mucho más de acuerdo con aquel personaje de García Márquez, Fermina Daza, de setenta y dos años, que “descubrió que las rosas olían más que antes, que los pájaros cantaban al amanecer mucho mejor que antes […] que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte”.
Mary era del grupo de mis amigos de siempre. Ellos son mi pasado, los múltiples espejos en los que me he mirado y reconocido. Veo lo que hemos vivido juntos y lo que no pudimos o no nos dejaron vivir. Sin ellos el pasado se esfuma y se desvanece mi historia. Cuando se van, me asaltan los recuerdos, los sueños, la nostalgia de un tiempo ido que no sé buscar solo. Y constato que el mundo no es como debiera, que todo está tocado de banalidad, y se afianza la certeza de que la felicidad es imposible o efímera. Llevo muy mal que se mueran, cada vez lo soporto peor.
En un relato mío, El reino de Ta, el viejo rey Piasta quiso viajar a Tirnanoge, la tierra de la perpetua juventud, nunca visitada por la Muerte. Preparaba el viaje cuando se le presentaron unas hadas: Rey Piasta, ¿te gustaría seguir viviendo cuando hayan muerto tus caballos y tus canes, los maestros que te guiaron en la vida, las mujeres que te amaron, los armados compañeros de las batallas? ¿Te gustaría vivir en un mundo en el que no tendrás a nadie con quien compartir un recuerdo de infancia o mocedad? El rey se llegó hasta la ribera de un río y meditó allí las preguntas de las hadas. Tras pensarlo mucho, decidió no ir a Tirnagoge y dejarse morir, cuando llegase su hora.
Para expresar mi desánimo tras la muerte de Mary, tengo que recurrir a otros. A Borges, a un hermoso poema suyo del que tomo algunos versos deslavazados: Ya no es mágico el mundo, […] sólo me queda el goce de estar triste. […] Ya no seré feliz. Tal vez no importa. / Hay tantas otras cosas en el mundo; / un instante cualquiera es más profundo / y diverso que el mar.  […] La muerte, ese otro mar, esa otra flecha.
Y otros versos de un gran poeta amigo, Jaime Ferrán, al que tuve la suerte de conocer y que murió hace poco. Años antes había muerto su esposa, Carmen. El poeta lo contó así, con desolada sencillez, desde su casa en el estado de Nueva York, en el que ese mismo día habían entrado ciervos en el jardín:  No estaba preparado / para el final. Nunca lo estamos. / Llegó por la mañana. […] Vino la enfermera… / Se pararon dos ciervos / en el jardín. / Cuando nos lo dijeron / ya no estaban. Tú también te habías ido.
Hay quien no quiere olvidar. En Tristán e Isolda, se cuenta de un perro fantástico, Petit Cru, con un cascabel, cuyo sonido tenía la magia de borrar todos los recuerdos tristes. Isolda, para no olvidar y compartir su sufrimiento con el ausente Tristán, arrojó el cascabel al mar. En cambio, la infantina Blanca Flor, en la Farsa infantil de la cabeza del dragón, de Valle-Inclán, dice: Quiero olvidar. Y el Príncipe Verdemar contesta: No se olvida cuando se quiere. Y la infantina insinúa: Dicen que hay una fuente… Y el príncipe añade: Esa fuente está siempre al otro extremo del mundo. Para llegar a ella hay que caminar muchos años. ¿Se olvida al beber sus aguas?, pregunta de nuevo la infantina. Se olvida sin beberlas, contesta tajante el príncipe. Es el tiempo quien hace el milagro y no la fuente. Cuando una peregrinación es larga, se olvida siempre.
Yo querría acogerme ahora, en estos momentos de melancolía, a lo que se podría llamar la modulación piadosa del olvido: la gracia de recordar los momentos felices que compartí con Mary Cordero y olvidar todo lo que me remita a su desaparición. Ojalá lo logre, ojalá lo logremos todos los que la conocimos.