14 de diciembre de 2013

Frases felices


Ya escribí que hay artistas no profesionales muy capaces de realizar obra artística. Añado ahora mi convicción de que, en ciertos casos, creaciones de amateurs, de diletantes, breves y esporádicas, merecerían, sin más, formar parte de la historia universal del arte. Debería bastar un solo poema, un solo verso especialmente logrado, para pasar a la posteridad. Estos trabajos ayudan, además, a conocer mejor a sus autores. Ganivet dijo que “nada es más difícil que conocer a un hombre viéndole trabajar en su oficio; hay que estudiarle en sus ratos de ocio”.

En relación con la reciente doble pregunta que se está planteando hacer a los catalanes, leo en alguna parte que alguien propone el siguiente doblete: “¿Quiere usted que Cataluña sea Estado independiente? En caso afirmativo, ¿quiere que sea un continente?”. Creo que es muy agudo. Y pienso que muchos de los que contestaran afirmativamente la primera pregunta, no querrían que Cataluña fuera un continente.

He vivido algunos años en un país grande y poderoso, al que se referían sus ciudadanos como this great country of ours, este gran país nuestro. He vivido también en un país pequeño, tan próspero o más que el otro en lo material, en el que a menudo oía a sus gentes hablar de notre petit pays, nuestro pequeño país. Creo que la percepción que tienen los ciudadanos de su patria influye en su ánimo, en su idiosincrasia, en su manera de ser en el mundo. Los pueblos pequeños tienen el alma pequeña. Quizá muchos catalanes preferirían un país reducido, pacífico, neutral, laborioso, sin ejército (sin gastos militares), tolerante (sin excesivas intromisiones fiscales), mirífico, habitado sólo por ciudadanos pudientes y despreocupados. Un buen país para hacer negocios, para concentrarse en lo que de verdad importa en la vida. Que me perdonen si me equivoco.

En un relato de Borges, El hombre en el umbral, se revela que la India es más grande que el mundo. El señor Mas ha estado recientemente allí y podría haberse traído el secreto para aplicarlo a Cataluña. Quizá se encontró con aquellos hombres del mismo cuento que, al saber que la reina iba a mandar un juez para hacer cumplir la ley en el país, se alegraron, porque “sintieron que la ley es mejor que el desorden”. O tal vez se topó con aquel otro que, ante la búsqueda de uno de esos cuatro hombres rectos que apuntalan el mundo en cada generación, discurrió que “si el destino nos veda los sabios, hay que buscar a los insensatos”. Cuando se viaja se aprende mucho, ¿a qué consejos habrá atendido el señor Mas en su largo viaje?

Estas reflexiones nacen de la doble pregunta que se propone más arriba, que me parece oportuna, es una muestra de eso que los franceses llaman esprit y debería incluirse en cualquier historia universal del humor. Como, por citar otro caso, aquella ocurrencia de Edwin Mirvish, el judío fundador de la popular tienda Honest Ed’s de Toronto, en 1948, un almacén muy barato y conocidísimo allí. El bueno de Ed estaba casi siempre en el local, hasta su muerte con noventa y tres años (ver Internet para conocerlo). Era uno de los personajes más famosos de la ciudad. Dijo a un periodista que quería ser incinerado y que con sus cenizas hicieran un reloj, como los de arena, de manera que todo el mundo dijera al verlo: Mira, es el viejo Ed que no se está quieto ni un momento. Original, ¿no? Nunca olvidé esta ocurrente idea suya.

Es que hay anécdotas geniales. En una entrevista, cuenta Borges que estaba con el escritor Macedonio Fernández —amigo íntimo, inteligentísimo, que lo impresionó más que ningún otro, según confesó—, oyendo tangos, y le preguntó: ¿Por qué no nos suicidamos para acabar con esta música? El entrevistador replicó: Pero no se suicidaron. A lo que respondió Borges, displicente: No sé si nos suicidamos... no me acuerdo.

¡Cuánta gente interesante, curiosa! A veces me imagino un Cielo con Borges contando historias. Me veo en un gran corro, rodeando mis piernas con mis brazos, y las alas bien plegadas a mi espalda, oyéndole. Si yo supiera que el Cielo va a ser así, trataría de ser bueno.

13 de diciembre de 2013

Sobre el razonar


Hace casi cien años, Pavlov condicionaba perros en su laboratorio exponiéndolos a diversos estímulos. Cuando el animal era incapaz de identificar el tipo de estímulo —y  por tanto no sabía qué patrón de conducta seguir— entraba en un estado de agitación, gañendo, ladrando y mordiendo. ¿Te suena lo del verbo gañir?

En los años siguientes se realizaron experimentos análogos en otros animales: ovejas, gatos, cerdos o chimpancés; algunos de Liddell y Bayne son del año 1927. Al animal se le muestra, por ejemplo, una elipse y se le condiciona para que ejecute una acción determinada; se le muestra también una circunferencia, para que realice otra diferente. Si la elipse se va haciendo cada vez menos excéntrica (i. e., se va pareciendo a una circunferencia), llega un momento en que el animal ya no es capaz de catalogar el estímulo y empieza a comportarse extrañamente, como en los casos de Pavlov. A este trastorno, algunos lo han llamado, con más o menos acierto, neurosis experimental.

Ahora imagínate, lector, un campo de futbol con cien mil espectadores adultos, escogidos al azar y que no son partidarios de los equipos que juegan. Los jugadores simulan un penalti clarísimo, indudable —en ciertos experimentos de psicología hay actores encargados de tales fingimientos—. Todos los espectadores ven el penalti. En otro momento, un delantero, sin que lo toque nadie, se tira al suelo, claramente. Todos los espectadores ven que no hay penalti. Por último, los jugadores simulan una falta verdaderamente dudosa, imposible de clasificar con absoluta certeza. En este caso ideal, es probable que el 50 % de los espectadores vea un penalti y el otro 50 %, no. Unos y otros estarán distribuidos al azar en las gradas del estadio.

Ahora imagina, lector, el mismo estadio, en un partido real, con cincuenta mil forofos del Madrid y otros cincuenta mil del Barça. Hay un penalti dudoso a un jugador del Madrid: los madridistas, todos, ven claramente el penalti, sin duda alguna; los del Barça no. Si el objeto de la falta es un jugador del Barça, ocurre exactamente al revés. Aquí, al contrario de los experimentos animales mencionados, no hay problemas en la identificación del estímulo, ni se altera ninguna pauta conductual. Los espectadores están convencidos de la rectitud y certeza de su apreciación.

La explicación no es muy complicada. En estos espectadores, a la hora de juzgar, entran en acción circuitos cerebrales, estructuras nerviosas, que impiden la apreciación justa e imparcial de la jugada. Se activan zonas del cerebro que nos hacen ver la total certidumbre de nuestro juicio; son las mismas que garantizan la verdad absoluta de la proposición dos más dos igual a cuatro. Este comportamiento cerebral se puede evidenciar hoy día con diversas técnicas exploratorias: potenciales evocados, PET, electrodos o chemitrodes implantados, etc. Ya lo había visto perfectamente Francis Bacon, al doblar el siglo XVI, con sus idola y otros filósofos anteriores. Hago notar que el espectador no es consciente de esa incapacidad suya para juzgar rectamente.

Estos comportamientos equivocados se dan no sólo en los campos de fútbol, sino en muchas otras actividades sociales. En las elecciones, en la política, las pasiones, los prejuicios, los intereses, los engaños más o menos fomentados o consentidos, nos llevan a veces a la imposibilidad de ver claro, de entender las situaciones y los fenómenos. Cuando esos condicionamientos son adquiridos en la infancia resultan prácticamente indestructibles. La razón se embota, la capacidad de discernir se pierde, la razón ‘se toma vacaciones’, como escribía yo en una entrada anterior. Es algo que conocen muy bien los educadores y embaucadores de todos los pelajes. Quizá a alguien le conviene todo eso. Hay que preguntarse siempre: Cui bono, cui prodest.

11 de diciembre de 2013

Catalanes


Han pasado casi veinte años y lo veo todavía allí, de pie, claramente derrotado. Estaba yo en Barcelona, con un compañero de profesión, sentados en el exterior de un bar, en una amplia plaza, cuyo nombre no recuerdo. El camarero estaba frente a nosotros. Debía de tener más de sesenta años; mal llevados, eso se notaba enseguida. Piel curtida y atezada, cara de pobre, con su chaqueta blanca, gastada. Parecía un poco ausente, seguramente era alguien de nuestro Sur. Era el atardecer y hacía aún calor.

No lo puedo evitar. Cuando veo a alguien realizar alguno de los infinitos trabajos duros y mal pagados —repartidores enloquecidos por el tráfico, inverosímilmente aparcados, acarreando los bultos ellos mismos—, si la persona es joven, pienso que quizá la vida pueda cambiar para él, que con suerte podría encontrar una ocupación mejor. Cuando es mayor, me digo: a ese la desgracia lo cogió bien cogido, lo enganchó para siempre y así terminará sus días. Y ya sé, lector, que hay cosas peores; hablo de lo que veo más a menudo.

         Me entristece pensarlo y surge casi siempre la misma pregunta: ¿Qué oportunidades tuvo este? ¿Qué hizo mal? Leo una cita de San Bernardo, cuya autenticidad no garantizo: “Yo soy la causa de mi desdicha”. Pues, lo dijera quien lo dijera, en eso se equivocaba. O, para ser más cautos, quizá era aplicable a él, en algún momento, pero no universalmente, a todos los mortales.

Mi amigo le habló en catalán y pidió lo que fuera. El camarero preguntó algo pertinente, en castellano, y obtenida la información se retiró. Cuando quedamos solos, mi amigo dio un fuerte golpe en la mesa, lleno de ira, lo que me sorprendió muchísimo, porque no acertaba a entender la causa. Si le hablo en catalán, me tiene que contestar en catalán, me explicó enseguida.

Pero este pobre hombre no es de aquí, quizá no lo hable bien, le respondí. Y sabe de sobra que tú entiendes perfectamente su lengua, la que él habla normalmente. Y ha sido correcto y preguntó algo sólo para servirnos mejor. Fue inútil, comprendí que era imposible razonar con él de este asunto. Mi opinión sobre este amigo quedó dañada para siempre, aunque todo ocurrió con el camarero ausente. Si el camarero hubiera estado allí, me habría despedido y no lo habría visto más en mi vida.

Otra visita a Barcelona. Al salir de la estación de Sants,  me dirijo a un taxi y un segundo después alguien cuya cara me suena se dirige al mismo coche. Era Carlos Sobera, un presentador de televisión. La llegada fue casi simultánea. El taxista dudó un momento, pero me tomó a mí, porque había llegado un poco antes. Luego me explicó que su hijo hacía cosas para la tele y estaba empezando. Era obvio que hubiera preferido coger al otro viajero, pero no lo hizo. Era catalán, fue serio, fiable y educado. Si eso me hubiera ocurrido en mi Madrid, el taxi hubiera sido para el Sr. Sobera, como hay Dios; eso lo saben hasta en el Polo. "Ya se apañará con otro; hay muchos taxis, ¿no?", habría pensado el taxista.

Este blog está para hablar de otras cosas. Ocurre que, desgraciadamente, hay problemas serios y acuciantes. Cuando veo en la tele discusiones sobre el tema con algún soberanista catalán, noto inmediatamente cómo la razón se toma vacaciones. Se entra en reductos del pensamiento impermeables al raciocinio. En cierto sentido, todo lo que no tiene una urdimbre racional es un capricho. El nacionalismo es un capricho más, de pocos o de muchos. Es de los más terribles, extremadamente peligroso y mortífero.

Nota: los dos hechos que relato son rigurosamente ciertos. Hay muchos más.

9 de diciembre de 2013

Piazza Grande, de Lucio Dalla


En mi entrada anterior te remitía, lector, a una muy bella canción de Domenico Modugno, Vecchio frak. En su letra se habla algo de sueños y no necesitaba yo más pretextos para mostrártela. Ahora, para terminar este corto ciclo musical, te voy a llevar hasta otra canción italiana, pero esta vez es algo distinto: se trata de una canción que cito en mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos. Y no es una cita circunstancial, sino que allí explico que los sentimientos —la ‘filosofía’— de la canción coincidían con los sentires de uno de los personajes centrales de mi obra, el doctor Ordóñez.

La canción se llama Piazza Grande y el autor es Lucio Dalla, el mismo de la conocidísima Caruso, cantada, entre otros, por el mismo Pavarotti; esta es del año 1986, aquella fue presentada en el Festival de San Remo de 1972. En esa época yo vivía en Italia y te contaré algo de mi vida de entonces, tal como el doctor Ordóñez lo cuenta a una buena amiga suya, Marta. Copio de la novela, con alguna modificación:

“Tampoco podré olvidar jamás mis casi diarias escapadas gatunas, para hacer algo que me tenían prohibidísimo, desde el Rector hasta el último de los criados del colegio en el que vivía, pero que jamás dejé de hacer cuando me venía el deseo, invencible: subirme al tejado de nuestra capilla, por una escalerilla perdida y casi secreta que nacía en una alejada habitación del último piso, para contemplar el sol ponentisco, herido y sangrante, incendiando los palacios y murallas de aquella querida Bolonia. Aparte de la belleza casi insoportable, estaba el hecho tentador de que unos cinco siglos antes, en aquel mismísimo lugar, sobre el campanario exactamente, el día catorce de julio de 1468, a las nueve de la noche, en medio de una horrible tempestad, se apareció el demonio. Quién sabe, pensaba, si con un poco de insistencia no me sería dada, también a mí, la fortuna de que se presentara otra vez el diablo y pudiera yo conocerle tan de cerca. Me pasaba a veces horas enteras observando la rotación puntual de las constelaciones, el orto y el ocaso de los astros y tenía la impresión de que el universo y yo andábamos a la par y habría de ser así siempre. Esa idea me confería una confusa conciencia de eternidad.

Nunca ha habido desde entonces atardeceres iguales. Cuando llegas a convencerte de algo así, en cualquier ámbito de la vida, también te ataca una inevitable tristeza. Muy soportable, porque es una tristeza muy dulce, que ofrece todavía, oscuramente, la posibilidad incierta de la repetición. Fíjate, Marta, que digo que ofrece la posibilidad del redescubrimiento, no la certeza. No sé si ahora las cosas serían iguales, pero sí te digo que no quiero dejar este mundo sin tratar de revivir esa experiencia.

Apareció por entonces aquel cantautor, nacido en esa misma ciudad, Lucio Dalla, que cantaba que su verdadera casa era una plaza grande, en la que se daba y se recibía el amor, en libertad. Yo me lo imaginaba, y me imaginaba a mí mismo, en esa incierta, innominada, plaza grande. Se juntaba todo: una nostalgia ya indestructible y un confuso deseo de llevar una vida anárquica, como no la he podido llevar nunca. Y surgió ese inconcreto y vago designio: quiero todavía sentarme en alguna parte, en alguna plaza de esa querida ciudad, y dejar pasar el tiempo. Sin buscar ya nada, sin ambicionar ya nada. Después de haber vivido, en la medida que me han dejado, la vida que yo quería.

Echado en la acera, Marta, sin cuidarme de nada, sin molestar a nadie, esperando allí la mano que habrá de tomarme. Sería hermoso morir libre, apurando la libertad hasta los posibles y razonables límites. Y tener suerte quizá, y disfrutar, al final, de una muerte súbita, como la que proclamaba Plinio el Viejo que era la postrera felicidad de la vida. Sí, tengo mis planes de soledad en Italia, con la muerte delicadamente al fondo.

Yo no he podido o querido olvidar; me he dedicado más bien a agavillar mis recuerdos y recrearme con ellos. Sería hermoso decir adiós al mundo en una gran plaza, al atardecer, solo, sin que nadie sufra por mí, libre y rodeado de gente libre, de gente sin jefes, sin vanos proyectos ya, sin obligaciones absurdamente impuestas, sin necesidades artificiales, conocedora al fin de lo que la vida es: Voglio morire in Piazza Grande, / tra i gatti che non han padrone, come me, / attorno a me (Quiero morir en la Plaza Grande, / con gatos que no tengan jefe / en torno a  mí)”.

Las canciones —las más corrientes, esas que escuchamos constantemente— en ocasiones están muy ligadas a nuestras vidas, a nuestros recuerdos. Es el caso de esta que te ofrezco, obra de un músico extraordinario y polifacético, que nos dejó no hace mucho, tres días antes de cumplir los sesenta y nueve años. No murió al aire libre, en alguna plaza grande; murió en un hotel de Montreux, Suiza, en donde había actuado el día anterior. Lo traicionó el corazón; lo tenía gastado y arruinado por la belleza. Se equivocó la muerte estrepitosamente. El vínculo: http://youtu.be/CZNiQJgrCq8. Creo que es la versión original, la de San Remo, de 1972.