Ya escribí que
hay artistas no profesionales muy capaces de realizar obra artística. Añado
ahora mi convicción de que, en ciertos casos, creaciones de amateurs, de diletantes, breves y
esporádicas, merecerían, sin más, formar parte de la historia universal del arte.
Debería bastar un solo poema, un solo verso especialmente logrado, para pasar a
la posteridad. Estos trabajos ayudan, además, a conocer mejor a sus autores. Ganivet dijo
que “nada es más difícil que conocer a un hombre viéndole trabajar en su oficio;
hay que estudiarle en sus ratos de ocio”.
En relación con
la reciente doble pregunta que se está planteando hacer a los catalanes, leo en
alguna parte que alguien propone el siguiente doblete: “¿Quiere usted que
Cataluña sea Estado independiente? En caso afirmativo, ¿quiere que sea un
continente?”. Creo que es muy agudo. Y pienso que muchos de los que contestaran
afirmativamente la primera pregunta, no querrían que Cataluña fuera un continente.
He vivido
algunos años en un país grande y poderoso, al que se referían sus ciudadanos
como this great country of ours, este
gran país nuestro. He vivido también en un país pequeño, tan próspero o más que
el otro en lo material, en el que a menudo oía a sus gentes hablar de notre petit pays, nuestro pequeño país. Creo
que la percepción que tienen los ciudadanos de su patria influye en su ánimo,
en su idiosincrasia, en su manera de ser en el mundo. Los pueblos pequeños
tienen el alma pequeña. Quizá muchos catalanes preferirían un país reducido,
pacífico, neutral, laborioso, sin ejército (sin gastos militares), tolerante (sin excesivas
intromisiones fiscales), mirífico, habitado sólo por ciudadanos pudientes y
despreocupados. Un buen país para hacer negocios, para concentrarse en lo que
de verdad importa en la vida. Que me perdonen si me equivoco.
En un relato de
Borges, El hombre en el umbral, se
revela que la India es más grande que el mundo. El señor Mas ha estado recientemente
allí y podría haberse traído el secreto para aplicarlo a Cataluña. Quizá se
encontró con aquellos hombres del mismo cuento que, al saber que la reina iba a
mandar un juez para hacer cumplir la ley en el país, se alegraron, porque “sintieron
que la ley es mejor que el desorden”. O tal vez se topó con aquel otro que, ante
la búsqueda de uno de esos cuatro hombres rectos que apuntalan el mundo en cada
generación, discurrió que “si el destino nos veda los sabios, hay que buscar a
los insensatos”. Cuando se viaja se aprende mucho, ¿a qué consejos habrá atendido
el señor Mas en su largo viaje?
Estas reflexiones
nacen de la doble pregunta que se propone más arriba, que me parece oportuna, es
una muestra de eso que los franceses llaman esprit
y debería incluirse en cualquier historia universal del humor. Como, por citar
otro caso, aquella ocurrencia de Edwin Mirvish, el judío fundador de la popular
tienda Honest Ed’s de Toronto, en 1948, un almacén muy barato y
conocidísimo allí. El bueno de Ed estaba casi siempre en el local, hasta su
muerte con noventa y tres años (ver Internet para conocerlo). Era uno de los
personajes más famosos de la ciudad. Dijo a un periodista que quería ser
incinerado y que con sus cenizas hicieran un reloj, como los de arena, de
manera que todo el mundo dijera al verlo: Mira, es el viejo Ed que no se está
quieto ni un momento. Original, ¿no? Nunca olvidé esta ocurrente idea suya.
Es que hay
anécdotas geniales. En una entrevista, cuenta Borges que estaba con el escritor
Macedonio Fernández —amigo íntimo, inteligentísimo, que lo impresionó más que
ningún otro, según confesó—, oyendo tangos, y le preguntó: ¿Por qué no nos
suicidamos para acabar con esta música? El entrevistador replicó: Pero no se
suicidaron. A lo que respondió Borges, displicente: No sé si nos suicidamos...
no me acuerdo.
¡Cuánta gente
interesante, curiosa! A veces me imagino un Cielo con Borges contando
historias. Me veo en un gran corro, rodeando mis piernas con mis brazos, y las
alas bien plegadas a mi espalda, oyéndole. Si yo supiera que el Cielo va a ser
así, trataría de ser bueno.