29 de abril de 2014

Sobre las controversias


Me escribe un amigo —uno de estos que no insertaría su comentario en ningún blog, por nada del mundo— para decirme que le pareció algo tibia mi defensa de García Márquez, frente al innombrado crítico de mi entrada anterior. Aprovecho la ocasión para justificar mi actitud y decir dos palabras sobre cómo debiera entenderse la controversia en arte o ciencia. Este es un sencillo blog sin pretensiones, pero siempre pretendo un cierto rigor en mis afirmaciones y mis valoraciones.

El escritor y crítico de marras, que aviso que es doctorado en la Northwestern University, Evanston, IL,  afirma exactamente que Márquez “comenzó su carrera siendo un mal escritor y la terminó siendo pésimo”. Ya escribí yo que esto me parecía hartamente improbable, pero también dije que no conocía enteramente su bibliografía. Miro ahora en Wikipedia y veo que la primera obra suya que leí con toda seguridad, fue Los funerales de la Mamá Grande, de 1962. Pues bien, antes de esa hay, desde 1947, diecinueve más, en gran parte cuentos, de los que sólo he leído algunos en ediciones tardías (Doce cuentos peregrinos), pero no todos. En cuanto a sus últimas obras, no recuerdo si he leído El general en su laberinto (no la tengo en mi biblioteca), de 1989, y no he leído, sin duda, las posteriores Del amor y otros demonios o Memorias de mis putas tristes.

No se puede defender con ardor lo que no se conoce bien, si uno es exigente y honesto. Los juicios del citado crítico —del no citado crítico se podría también decir— me parecieron excesivos. Pero más aún los calificativos de sus agresivos detractores. Ese no es el clima en que puede desarrollarse una discusión constructiva. Me recuerda aquel chiste en el que un conferenciante es interrumpido varias veces en su discurso por un oyente que le grita: ¿Habrá controversia? El paciente conferenciante le contesta siempre que sí, que la habrá al final. Al acabar, pregunta por el señor que pedía controversia. Este se levantó, le chilló “¡Hijo de puta!” y se marchó sin más.

Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese y no hubo nada.
 

Nunca oculté mi intención de intentar ser útil, en la medida de mis posibilidades. Aprovechando que esta entrada es más corta de lo ordinario, contaré a mis lectores, por si no lo saben, que se pueden descargar artículos de Wikipedia, ya en formato PDF; aparece muchas veces una opción para ello en el margen izquierdo de la pantalla. Esto puede simplificar algo las cosas a la hora de pasarlos a los variados dispositivos de lectura.

Sobre la inmortalidad, de la que hablé en anteriores entradas, acabo de leer, atribuido a Borges: “La vida es demasiado pobre para no ser, también, inmortal”. Me permitiré disentir en esto con el maestro. Yo diría que la vida es demasiado pobre como para ser, además, inmortal. Todo normal. Ya escribí una vez que las grandes verdades tienen la peculiaridad de ser verdaderas ellas mismas y sus contrarias.

28 de abril de 2014

Un crítico de Gabriel García Márquez


A los muy pocos días de la muerte de Gabriel García Márquez, un escritor latinoamericano —quien sea visitador habitual de este blog ya sabe que los nombres no siempre son necesarios— valoró la obra del fallecido y dijo que escribió algunas buenas obras después del enorme éxito de Cien años de soledad, pero que a partir de El amor en los tiempos del cólera no produjo obras de gran calado. Sin tener presente ahora la cronología exacta de la bibliografía de Márquez y sin conocer enteramente su obra, no veo en esa opinión nada que obligue a invalidarla d’emblée, inmediatamente. Quiero decir que no pienso, sin posible apelación, que tenga que estar equivocado.

Ocurre, sin embargo, que el citado crítico concreta un poco más y afirma que el Premio Nobel “comenzó su carrera siendo un mal escritor y la terminó siendo pésimo”. Y aquí ya sí surgen todas las dudas. No sé ahora cuáles fueron exactamente su primera y última obra y, estrictamente, no puedo juzgar lo que dice el crítico. Pero sí tengo la convicción —el pálpito, si se quiere— de que es imposible que García Márquez acabara haciendo literatura pésima. Por muchas razones. Porque no es concebible que alguien, que ha escrito obras excepcionalmente brillantes y únicas, tenga al final un gusto literario tan estragado que le lleve a producir literatura ínfima. Porque, a esas alturas, una legión de agentes de las editoriales le estarían avisando de que algo no iba bien. Etc., etc. No tengo una opinión excelsa de los agentes literarios o de los editores, pero creo que habría ocurrido eso, que habrían sonado todas las alarmas.

Al poco tiempo, en Facebook hervían los comentarios desdeñosos y ofensivos frente al crítico. Con una agresividad que nunca entiendo en estos casos, se le llamaba mediocre, frustrado, envidioso, hijo de canalla, directamente canalla (obviando las referencias a la estirpe), tonto, peligroso y, finalmente, se le bautizaba como Eróstrato. Lector, este Eróstrato, por si no lo recuerdas, fue un pastor de Éfeso que buscaba ser famoso y por cierto que lo consiguió, se mire como se mire. ¿Y cómo?, quizá te preguntes. Muy fácil: pegando fuego al templo en aquella ciudad de la diosa griega Artemisa (Diana), una de las siete maravillas del mundo antiguo, el 21 de julio del año 356 a. C. El mismo día que, según Plutarco, nació Alejandro el Grande.

¿Te gustaría saber cómo era ese templo? Muy fácil: “Habían hecho falta ciento veinte años para construirlo. Figuras tiesas ornaban sus habitaciones interiores, cuyos techos eran de ébano y ciprés. Las pesadas columnas que lo sostenían, estaban embadurnadas con minio. La sala de la diosa era pequeña y ovalada. En el medio se levantaba una piedra negra prodigiosa, cónica y reluciente, con marcas de un dorado lunar, que era la propia Artemisa. El altar triangular también estaba tallado en una piedra negra. Otras mesas, hechas de losas negras, estaban perforadas con agujeros a espacios regulares para que corriera la sangre de las víctimas. De las paredes pendían anchas hojas de acero, con empuñadura de oro, que se usaban para abrir las gargantas […] Entre los anillos, las grandes monedas y los rubíes, yacía el manuscrito de Heráclito, quien había proclamado el reino del fuego. El mismo filósofo lo había depositado allí, en la base de la pirámide, cuando la estaban construyendo”.

Quizá quieras saber, lector, dónde está escrito todo esto, de dónde lo he sacado. Muy fácil; todo es muy fácil. Pero para contártelo, tengo que hablarte de Marcel Schwob, en una próxima entrada. Era un judío francés, escritor, de finales del siglo XIX. Déjame decirte ahora lo que me llamó enseguida la atención, lo más triste de su historia: murió en el 1905, con sólo treinta y siete años.

27 de abril de 2014

Elena Poniatowska y los humildes


En una entrada anterior de este blog conté cómo Elena Poniatowska, reciente ganadora del Premio Cervantes, citó un cortísimo diálogo de una obra de Octavio Paz, El laberinto de la soledad, para explicar la humildad, la mansedumbre de algunos de sus compatriotas, los menos favorecidos. Alguien pregunta: ¿Quién anda ahí? Y la sirvienta responde: No hay nadie. ¿Y tú quién eres?, insiste curioso el demandante. “No, pues nadie”, contesta otra vez la sirvienta. Es un ejemplo de esa casi aniquilación personal a la que puede llegarse en algunas sociedades. “Muchos mexicanos se ningunean —dijo la escritora—, no contestan así por hacerse de menos ni por esconderse, sino porque es parte de su naturaleza”.

Inmediatamente, mientras oía esto, me vino a la memoria un viejo relato mío, Teresa, del que tomo una pequeña parte:

La pobreza, la injusticia pueden muy bien destruirte, robarte la vida. Recordó, como hacía muy a menudo, a su marido muerto y se vio con él en aquel país de América, hacía ya muchos años, jóvenes los dos, cuando en la capital os encontrasteis con aquellas dos chicas, acompañadas de una sirvienta muy delgada, poco más o menos de su misma edad, graciosa, más graciosa que ellas, y con aspecto de ser más viva que una lagartija. Las chicas notaron que erais extranjeros y os saludaron y cuando supieron que erais españoles empezaron a preguntaros cosas de España y vuestra opinión sobre su propio país y todo lo que estabais viendo, mientras la sirvienta permanecía a una prudente distancia, resignada y tímida, sin osar acercarse o intervenir, pero sin perder una palabra de la conversación. Cuando os despedisteis, les estrechasteis las manos a las dos chicas y entonces tú, Paula, que no tenías aún treinta años, te acercaste a la sirvienta y le diste un beso de despedida, aunque ni te la habían presentado. Y viste en sus ojos el asombro, la gratitud incontenible, pero también un temor certero y súbito por lo que pudiera pasar, por lo que estaba casi segura de que iba a pasar.

"Te has pasado un poquito, sigues viendo Cenicientas por todas partes", te comentaba después, con sonoras carcajadas, tu marido. "Esas chicas actúan así, porque las han educado así, lo hacen seguramente sin mala intención". "Pues para que vayan aprendiendo", le contestaste, todavía irritada. "Y que sepas que hay Cenicientas por todas partes, el mundo está lleno de ellas. Y no sé por qué me reprochas nada, cuando tú toleras estas cosas mucho peor que yo. No olvides que te preferí a otros sólo por eso", sonreíste y coqueteaste un poco.

Habían pasado muchos años y ahora, en la penumbra de una habitación en Madrid, en una mañana de otoño que hubiera podido ser muy dulce, se habían instalado la nostalgia y el silencio. Doña Paula estaba perdida y ajena y le volvió a hacer a su marido el viejo y amargo reproche que le venía haciendo en los últimos cuatro años: «¿Por qué me has dejado sola en este mundo de imbéciles?».

Esa era la autocita, un poco larga. Cuando uno ha vivido ya mucho y ha escrito un poco, estas resonancias de lo que escuchamos o leemos empiezan a darse muy a menudo. Y también la tentación de añadirlas a lo que sucede a nuestro alrededor. Porque en ocasiones los sentimientos y hasta las palabras coinciden y uno piensa que, si se cuentan, completan lo oído o leído. Y porque corroboran lo que ya dijera Heráclito: Todos los que están despiertos habitan un mismo mundo; en cambio, los que duermen, viven cada uno en el suyo. Me encuentro con gente que comparte mi mundo en los sitios más insospechados. Junto a gentes que viven a mi lado desde siempre y que se han alejado, quizá sin posible retorno. Lo que no deja de entristecerme; es la vida.

Lo narrado en mi relato estaba inspirado en la realidad; ocurrió en un viaje que hicimos mi esposa y yo a un país americano.