Palabras clave (key words): belleza, amor,
fugacidad, frases felices anónimas
Siempre he pensado que el ser humano fue creado para la
belleza, que no puede luchar frente a la atracción que cualquier cosa bella
ejerce sobre nosotros. A esa sujeción, a esa tiranía, corresponde un anhelo,
una necesidad de crearla, de producirla, cuando nos es posible. En cuanto el
hombre pudo elaborar alguna herramienta, con el fin de utilizarla, de que le
fuera útil, enseguida sintió la necesidad de que también fuera bella, de tratar
de adornarla de alguna manera.
Esa devoción fatal en la que creo, hace que no me resigne
a establecer una tajante división entre unos pocos seres humanos que serían los
encargados de crear belleza y el resto de los mortales. Naturalmente, no todos
estamos dotados para las mismas cosas y es inevitable que haya personas que destaquen
en la producción de diferentes tipos de belleza. Para mí sería absolutamente
imposible dibujar un perro, porque no recuerdo muy bien si estos animales
tienen dos o tres orejas —aquí tal vez estoy exagerando un poco—, pero a lo
mejor sí puedo inventar una metáfora. Y ya sé que habrá mucha gente que las
inventará mejores y en mayor cantidad, porque se dedican a eso, porque tienen
más oficio. Pero, aun así, quiero que me dejen proponer la mía.
Cuento todo esto, porque, como es lógico, hay frases o
ideas que son felices, hasta felicísimas, creadas espontáneamente por gentes
que no son artistas profesionales, sino sencillos ciudadanos. En contados
casos, alguno de esos logros debería garantizar en justicia un cierto e
inequívoco reconocimiento para su descubridor.
Mostraré una de estas ideas brillantes. Sabemos bien que
el amor puede ser tiránico, quemante, llevarnos a la catástrofe más absoluta.
Un personaje de Isabel Allende se queja frente a la causante de un amor así:
“Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo
a ti”. Y esto no ocurre sólo en la literatura; en la vida real se dan casos de
este tipo de fatalidad, de condena: gente esclavizada que no puede dejar de
amar, y de sufrir, si no son correspondidos. La magia del amor hace que,
incluso intuyendo perfectamente su posible brevedad, a veces estemos dispuestos
a gozar de ese paraíso fugaz. Por ello, me parece juiciosa, oportuna y tierna
la petición que hace una de esas almas entregadas sin remisión: “Si vas a jugar
conmigo, procura que yo también me divierta”. Es el humilde ruego de quien no
tiene otra opción, sabe que está condenado a sufrir después, y busca y acepta
la felicidad por algún tiempo.
Un personaje de una novela mía, Marta, una jueza ya con
algunos años e inmaculada, es víctima de una pasión intratable hacia su primo
Roberto y se hace este planteamiento, de manera lúcida y fría, con el lenguaje
de carretero que sabe adoptar a veces: “Tiene
que ser él quien me ‘aplane’ a mí por primera vez. Me gustaría, para qué lo voy
a negar, que me ocurriera eso con él, no con otro. Aunque luego se le pasara la
ilusión y tuviera yo que quedar en manos de cualquier subalterno. Lo bailado,
bailado. Pero con estas ideas, que no acabo de concretarlas en hechos, y con mi
primo, que cada vez está más atontado y no se da cuenta de nada, los años pasan
y como me descuide no voy a encontrar a nadie que esté por la labor. Aunque,
gracias a Dios, todavía falta para eso y yo me encuentro de buen ver y noto que
a algunos hombres los provoco, sin duda. Excepto al imbécil de mi primo, claro.
Con lo que estamos donde siempre; es que este asunto no es nada fácil. Y con la
solución tan sencilla que tienen estos problemas, si se miran de una cierta
manera y se manejan con sensatez”.
Me voy de Madrid unos días. A mi vuelta mencionaré otra
frase curiosa. Y tendré que hablar de una escritora inglesa, nacida en 1857, Agnes Mary Frances Robinson.