4 de junio de 2015

Algún sencillo consejo a Sor Lucía


Palabras clave (key words): el amor en peligro, monstruos, lo apolíneo y lo vulgar.

Bien sé que el amor lo perdona todo. Pero también, lector, es mudadizo, voluble. Puede desaparecer, volatilizarse, incluso cuando no hay nada que perdonar; de pronto muere, sin saber por qué. Hay un tipo de cáncer que me intrigó desde que empecé mis estudios. Los médicos distinguen entre lo que llaman cáncer primario, donde se inicia la enfermedad, y sus metástasis, las 'siembras' a distancia. Ocurre en ocasiones que sólo se encuentran las metástasis y ni siquiera se sabe de dónde proceden (CUP, cancer of unknown primary). Es como si te atacaran sin saber quién lo hace, desde qué lugar te hostigan. Eso pasa a veces con el amor, con cualquier amor, que no se sabe dónde principió la derrota. Vienen estas consideraciones sombrías porque a la monja enamorada de Artur Mas, podría ocurrirle algo terrible, inesperado, y de lo que, en realidad, nadie es responsable; sólo el puro azar, la caprichosa Fortuna. Me explicaré enseguida y todo se entenderá mejor.

El otro día se jugó un partido de fútbol en un inmenso estadio, un reducto tal vez infinito, lleno de una multitud interminable, bramadora y terrífica. Una masa así es algo imposible de clasificar: no es un ser humano, ni tampoco un conjunto de seres humanos. Es más bien un monstruo de innumerables cabezas, impredecible, pletórico de fuerza, de violencia, sin un mecanismo adecuado para guiarlo o conducirlo. Cien mil errores repetidos no conforman una verdad, cien mil gritos no construyen un pensamiento.

Vi una vez en la TV francesa una entrevista al inteligente presidente de un club de fútbol. Contaba este que durante un partido las cosas no iban bien para su equipo, que jugaba en campo propio, y la afición estaba muy irritada. Decía al entrevistador: “En el descanso bajé al vestuario para hablar con once descerebrados y atajar el peligro de los cincuenta mil descerebrados de las gradas. Es difícil tratar con once enloquecidos, pero es imposible hacerlo con cincuenta mil”. A veces yo he visto que quien paga los platos rotos es el entrenador, un hombre solo; quizá el más cuerdo de todos, pero uno.

En el partido del otro día, de repente, gran parte de los espectadores se puso a gritar, a pitar, parecía el ruido infernal que precederá al fin del mundo, según los relatos apocalípticos. Y allí, solo, en la tribuna de autoridades estaba el rey, nuestro rey, el rey de todos. Yo no soy monárquico y, si tuviéramos una república, no movería un dedo por hacer venir un monarca. Por lo mismo, teniéndolo, tampoco movería un dedo por traer la república. De los países más civilizados y prósperos, unos son monarquías y otros son repúblicas. Seguramente, el asunto no es tan importante. Claro, se puede argüir lo de la igualdad de oportunidades. ¿Es esa la única desigualdad en nuestra sociedad?

El rey estaba allí, erguido, sereno, con la mirada alta y como perdida. A mí me pareció que su actitud fue noble, pero yo estoy ya algo viejo y tengo ideas anticuadas. Y al lado estaba, y siento decirlo, la persona a la que le tocó el papel de un Macbeth de guiñol pueblerino, sin ni siquiera la grandeza de lo trágico. Escondido entre la masa, hermético, hosco, quizá esbozando una sonrisa. O a lo mejor avergonzado en el fondo, atemorizado por la quimera, por la Medusa que entre unos y otros habían creado.

¿Cómo vería todo eso la sor Lucía enamorada? ¿Percibiría ella esa diferencia de modos de ser, de estar en el mundo? Las mujeres son sensibles a esas cosas. ¿Titubearía su pasión ante aquel espectáculo grotesco, con su héroe convertido en un pelele empequeñecido y vacuo, tal vez arrepentido. Hay algo en nosotros que nos exige elegancia en el  comportamiento, en el vivir. Llega un momento en que ética y estética se funden, porque quizá son la misma cosa, y lo apolíneo triunfa sobre lo vulgar.

No me gustan los finales tristes y me atrevo a susurrar algún consejo: Sor Lucía, los seres humanos somos frágiles y falibles. Hay que saber compadecerles y acompañarles en los momentos en que la Fortuna los desnuda y los muestra en su insignificancia. Lo que parece una revelación definitiva es sólo una vuelta más en la rueda de la mudable diosa, que seguirá girando. Tenga paciencia, tenga caridad.

2 de junio de 2015

Monjas enamoradas y astutas


Palabras clave (key words): poseídas clarividentes, Fray Toribio, Urbain Grandier.

Con las supuestas posesiones de monjas en San Plácido, se desató la imaginación de los madrileños. Se pensaba que tras la posesión demoníaca las víctimas adquirían el don de la clarividencia y otros conferidos por el demonio, como un exquisito detalle de agradecimiento. El propio Jerónimo de Villanueva creyó en los poderes de la abadesa y recomendó al Conde-Duque, preocupado por no haber logrado un hijo varón en su matrimonio, ir al convento y tratar de lograr la intercesión del demonio Peregrino.

No sé si el noble, algo amigo de lo hechiceresco, se sometió a la rutina habitual en estos casos, que describe Carolina Alonso-Cortés en su obra Villamediana: se recurría a realizar el ayuntamiento conyugal dentro del convento, rodeados por once monjas, que representaban el número de los apóstoles, excluido Judas Iscariote, como pedía el rito.

Muchos hombres cortejaban a las monjas. Estos amadores, llamados galanes monjiles, asistían a las misas y novenas que se celebraban en las iglesias conventuales y también a los locutorios, a los tornos, en los que podían dialogar con sus adoradas, mezclando sutilmente el amor divino y humano. Las profesas gracejaban con soltura y recibían de los caballeros estampas de santos, dulces, frutas, etc. La situación debió de hacerse conocida y hasta los extranjeros contaban con asombro las cosas que habían visto en Madrid. Los herejes iluministas trataban de alcanzar la gracia pecando. Los clérigos de la secta tenían que unirse a mujeres santas para engendrar profetas y decían a las monjas que esos pecados eran gratos a Dios, sobre todo los de la carne.

En realidad, por razones que no son para desarrollar aquí, existía una clara diferencia entre dos clases de monjas: las que tenían verdadera vocación, llamadas monjas de coro, y las monjas de grada, que hacían una vida muy secularizada. Recibían a familiares y a hombres que hacían pasar por parientes. Algunas tenían legiones de admiradores, de los que a veces conseguían dádivas de diversa importancia.

Encuentro en la inagotable Internet un libro inédito, de 1680, Tira la piedra y esconde la mano, de fray Toribio Cornelio Cabeza de Baca, natural de la ilustre villa de Cabra, del que ha hecho una edición crítica, como tesis, una Doctora en Literatura, Paula Martínez Sagredo, de Chile. La obra narra el acerbo desencanto de una relación con una monja, doña Joana Eufemia, y el autor aclara que lo escribe como “antídoto contra el veneno de tocas infiziondas” (pestíferas). De ella cuenta: “Ydolatrada prenda de un ziego benefiziado que, proterbo en su [ ]belesso y pertinaz en su engaño, juzga ser el vnico unicornio de su entretenido empleo, siendo actual vigésimo primo amante”.

La tal monja cuenta con muchos amadores y a todos engaña. Escribe a uno:  “Bien mío, tu papel es la atriaca, contra el beneno de ausenzia, y con él oi se restaura mi salud, feliz mil bezes quien mereze tal mañana. […] Pero alivia mis congojas el deseo y la esperanza, de que si oi no puedo berte para otro día abrá grada. Tuia, doña Joana”.

Escribe a otro y organiza su tiempo: “Para las dos de la tarde, hijo, te aguarda vn desperdizio de amor que vibe de oras menguadas. […] Y mira, no vengas antes ni después, porque ocupada me tiene oi la priora en unos dulzes, mal aia término tan limitado en una triste enzerrada cuio sujeto albedrío malogra sus esperanzas. Perdóname si soi brebe, que aún para este alibio falta tiempo. […] Siempre tuia, doña Joana”.

Habría para escribir mucho más sobre el tema. Un caso parecido al de San Plácido fue el ocurrido en el convento de Ursulinas de Loudun, Francia, que terminó con el sacerdote Urbain Grandier quemado vivo en la hoguera. ¡Qué diferencia, en este caso, frente a la lenidad en  España! Escribí con algún detalle sobre esto en el segundo tomo de mis ensayos Por si ayudaran…

En resumen, recomiendo a sor Lucía que se venga ya para Madrid, que aquí no estamos ocupados con secesiones y tratamos de vivir alegres los cuatro días que nos dan. Podrá escoger galán, amar totis viribus a quien quiera y olvidará sus cuitas. Otra monja, Santa Teresa, pensaba que el demonio era infelicísimo porque no podía amar.