Palabras clave: Los varios ‘suicidios’
de Borges
Hablé en una entrada anterior del accidente que sufrió Borges
y que fue sin duda grave —el escritor lo recogió años después en un relato, El Sur, con personajes que tienen todavía
el aire rudo y pendenciero de sus escritos más antiguos—. Un suceso aún más
extraordinario y revelador había ocurrido unos
años antes, en 1935. Borges tenía treinta y cinco años y había comenzado
a padecer problemas de visión; tenía publicados tres libros de poemas, cinco
cortos volúmenes de ensayos, y ganaba una muy modesta suma dirigiendo una
revista de un periódico. Al recordar esa época, en el prólogo de la segunda
edición de Historia Universal de la
Infamia (1954), dirá: “el hombre que lo ejecutó [el libro] era asaz
desdichado, pero se entretuvo escribiéndolo”.
Fue en esa época gris cuando hubo un intento
de suicidio. Borges habría tomado la decisión en febrero de 1935, según contó, años
después, a María Esther Vázquez: “Era febrero y me di cuenta de que la mejor
solución para evitar la humillación del calor era suicidarse”. Compró un
revólver en una armería de la calle Entre Ríos, una botella de ginebra y una
novela policial, que ya había leído, “para que no lo distrajera” (extraña
precaución en alguien que está pensando en quitarse la vida). Luego tomó el
tren hasta el Hotel Las Delicias, en Adrogué, donde había pasado los felices y
lentos veranos de su infancia y que aparece, transformado, en algún relato
borgiano. Alquiló un cuarto, se recostó vestido sobre la colcha y empezó a
beber, pero no tuvo valor o desesperación para matarse. Se quedó dormido, borracho,
con el pesado revólver descansando sobre el pecho. Al despertar, tras una
tormenta de verano ruidosa y eléctrica, le dolía la cabeza; caminó de vuelta a
la estación y “en un charco tiró el libro y el revólver inútiles”.
Este intento se recuerda vagamente en un
relato posterior, 25 de agosto de 1983
(día siguiente a su cumpleaños), en el que, en una habitación del mismo hotel
de Adrogué, hay dos Borges de diferentes edades. “Qué raro, somos dos y somos
el mismo. Pero nada es raro en los sueños. Es, estoy seguro, mi último sueño”,
dice el más viejo, que va a morir —con la mano mostró el frasco vacío sobre el
mármol de la mesa de luz—. “Vos tendrás mucho que soñar, sin embargo, antes de
llegar a esta noche”. “Aquí mismo, hace años, en una de las piezas de abajo,
iniciamos el borrador de la historia de este suicidio”, dice el joven,
insinuando un recuerdo real, biográfico, y pregunta: “¿Tan seguro estás de que
vas a morir?”. “Sí. Siento una especie de dulzura y alivio, que no he sentido
nunca. Los estoicos enseñan que no debemos quejarnos de la vida; la puerta de
la cárcel está siempre abierta. Siempre lo entendí así; la pereza y la cobardía
me demoraron”, responde el viejo. Este podría ser su segundo suicidio,
puramente novelesco, en la ficción.
Otro suicidio de Borges es menos seguro. En
una entrevista, contó que conversaba en una ocasión con el escritor Macedonio
Fernández —amigo íntimo, inteligentísimo, que lo impresionó más que ningún
otro, según confesó— y estaban oyendo tangos. Borges le preguntó: ¿Por qué no
nos suicidamos para acabar con esta música? El entrevistador, también sagaz
esta vez, replicó: Pero por fin no se suicidaron. A lo que respondió Borges,
displicente: No sé si nos suicidamos..., no me acuerdo.
Otro posible ‘suicidio’ podría haberse
derivado del intento del escritor Leopoldo Lugones de batirse a duelo con
Borges, según cuenta el dramaturgo Juan Carlos Ghiano. Creo que Borges, por su culto
al valor y al coraje que se trasluce en su obra, y por algún hecho de su vida, habría
aceptado. Por fortuna, los amigos convencieron a Lugones, que practicaba
esgrima, de que ese duelo sería un asesinato, dada la pésima visión del
contrario, lo que le hizo renunciar, declarando que “no valía la pena armar un
escándalo por un infeliz que ni sabía medir bien los versos”. Lugones sí se
suicidó realmente; con arsénico, según una versión, con una mezcla de whisky y
cianuro, según otros.
Borges vivió obsesionado toda su vida, más
con la idea abstracta del suicidio que con planes concretos de realización. Francisco
López Merino, un poeta y amigo suyo, se suicidó tal vez por desengaños de amor en
1928, con 23 años, y esa muerte le causó una profunda impresión. Escribió una
elegía a los pocos meses de que ocurriera.