2 de marzo de 2017

Viaje a las Batuecas (5 de 6)


Abandono la digresión sobre el Paraíso y prosigo con la conformación de la nueva idea sobre el valle de las Batuecas, en la que se destierra definitivamente la concepción demoniaca del lugar y, por el contrario, se cimenta la imagen amable y paradisiaca del mismo. Vuelvo a citar a Tomás González de Manuel, quien en el  prólogo de su obra ya citada explica que se pone a escribir la obra para contestar a alguien que le pide información sobre la región, y se queja: “esta ficción de las Batuecas está de tal suerte introducida, que ya la tienen por asentada y verdadera, sin haber quien nos desengañe”. […] “Y así me fue preciso el escribir este corto tratado, para desengaño de este sujeto y de aquellos que viven en el mismo error”. También se hace una pregunta retórica, pero pertinente: Desde La Alberca, ¿cómo pudieron estar tantos siglos sin descubrir ese valle, no habiendo mar ni río, no otro impedimento que lo estorbase?
Explica el autor que estas peculiaridades que se cuentan del lugar, junto a la falsedad de los salvajes y demonios, es anterior a la llegada de los carmelitas al convento fundado. “Yo traté y comuniqué con personas de toda fe y crédito de esta tierra, que conocieron lo de las Batuecas antes de fundarse en ellas el convento dicho y de que los religiosos de él hubiesen venido por esta tierra.” “No he hallado persona que de tal descubrimiento se acuerde, ni lo haya oído decir, ni en los libros de bautizados, que los hay bien antiguos, hay noticias de nadie nuevamente convertido”.  
En el capítulo IV de la obra cuenta: La fertilidad del suelo de este valle es tan abundante, que algunos han dicho que es remedo del Paraíso Terrenal, y lo parece por la fragancia de tanta flor de albaca, cinamomos, arrayanes, cedros, cipreses, naranjos, limones y frutales, aceite y vino, todo lo da el valle, aunque pan nada… Las aguas en abundancia, muy delicadas y cristalinas, en cuyos arroyos hay abundancia de truchas y peces. Sólo reconoce la inexistencia de tierras aptas para el cultivo de trigo u otros cereales.
No es sólo Tomás González: los propios monjes del Santo Desierto de San José idealizan también el territorio en que viven, que pasa así, de ser un lugar tenebroso, habitado por hombres salvajes adoradores del demonio, a constituir un marco idílico en donde el hombre puede reencontrarse con dios en una refundación del Edén. En un siglo crearon los carmelitas seis ‘desiertos’ en España, siendo el de Batuecas el tercero, tras Bolarque y Las Nieves en Málaga; el plan formaba parte del nuevo espíritu de la Contrarreforma. También se fundaron ‘desiertos’ en Italia, Francia, Austria, Portugal.
Alonso de la Madre de Dios fue el primer carmelita que visitó el valle en 1597. Tomás de Jesús, recién elegido Provincial de Castilla la Vieja, ya había sugerido la creación del yermo batueco y sabiendo que fray Alonso iba a cortar leña a San Martín de Castañar, próximo al lugar, le pidió que preguntara, sin descubrir el propósito, si había un sitio apropiado para la fundación. Luego el propio fray Tomás quiso ver la zona y marchó a La Alberca. Los lugareños ya hablaban de la leyenda citada, pero no la creían naturalmente, y se extrañaban de que los monjes preguntaran por hechos relacionados con la misma.  
No se habla ya, pues, de demonios o salvajes y fray José de Santa Teresa en su Historia General de los Padres Carmelitas Descalzos, Madrid, 1693, describe el encantador paisaje. Leo la cita en inglés, que traduzco, en Sacred space in Early Modern Europe, de Will Coster and Andrew Spicer, 2005, en el capítulo 10, Jardineros de Dios, los desiertos carmelitas y la sacralización del espacio natural en la España de la Contrarreforma: Pequeños manantiales de varias partes descienden de las montañas buscando el río […] multitud de árboles del bosque, hermosos barrancos por la variedad de plantas, todo en un profundo silencio venerando la Suprema Majestad.
Fray Tomás de Jesús (1564-1627) concibió la idea de comunidades medio cenobíticas y medio eremíticas. El número de religiosos en cada desierto era de veinticuatro, los eremitas habitaban en rocas, cuevas y hasta en habitáculos arbóreos. Tenían una dieta mínima, sin carne, sólo para sostener la vida. No podían abandonar sus celdas sin permiso. Escribió un tratado de más de 900 páginas, publicado en Amberes, en 1613: De procuranda salute ómnium gentium, schismaticorum, haereticorum, iudaedorum, sarracenorum, caeterorumquen infidelium libri XII. (Para procurar la salvación de todas las gentes, cismáticos, herejes, judíos, sarracenos y otros infieles).
A mediados del siglo XVII la región es objeto de una potente acción eclesiástica; a partir de 1654 también por parte de los Jesuitas. Hay textos que descubren su belleza y su afinidad con el Paraíso. La primitiva leyenda está ya en decadencia; queda sólo como recurso sarcástico, tal que en el muy posterior artículo de Larra, Carta a Andrés, escrita desde las Batuecas por El Pobrecito Hablador, que es de 1832.
Para terminar, traeré aquí unas palabras de Sor Cecilia del Nacimiento Sobrino de  Morillas (1570-1646): Descripción de nuestro desierto de San José del Monte, en Batuecas: “Dios ha dispuesto un nuevo paraíso poniendo a la luz una segunda demostración de la admirable sabiduría de su amistad”. El mito de belleza paradisíaca y exotismo sobrevivió en una tradición secular que hermoseó la flora y fauna del lugar y motivó incluso una expedición científica para estudiarla en 1857: Expedición científica y artística a la Sierra de Francia, relatada en una memoria publicada en 1883 en el Boletín de la Real Academia de la Historia. Esta política de los desiertos duró algo más de cien años.  La mayoría de ellos se disolvió en los siglos XVIII y XIX.
(continuará)

26 de febrero de 2017

Viaje a las Batuecas (4 de 6)


Una de esas nuevas visiones del valle de las Batuecas, a las que aludía en mi anterior entrada, se inicia con la fundación de un convento de Carmelitas Descalzos, el Santo Desierto de San José de las Batuecas, entre La Alberca (Salamanca) y Las Mestas (Cáceres), en 1597 por fray Tomás de Jesús, en el que se ofició la primera misa el día cinco de junio de 1599. Algunos pensaban, como ya dije, que la zona estaba poblada por restos de los árabes expulsados — alarbes, como escribe el historiador Luis Cabrera de Córdoba (1559-1623)— y se contaban los hechos fantásticos que ya referí. Fue Pedro García de Galarza (1538-1604), obispo de Coria, quien dio la licencia para la fundación del convento, que se crea porque en los años 1590s los carmelitas descalzos empezaron a fundar los llamados desiertos o yermos en áreas rurales remotas, movidos por la vocación eremítica del primitivo Monte Carmelo. Se vive entonces en la Orden una especie de nostalgia de un paraíso perdido y se siente la necesidad de sacralizar el espacio de los penitentes; esto coincide con un cambio, una crisis, en el sentir de los europeos respecto a la relación con el mundo natural, justamente al principio de lo que podría considerarse la revolución industrial, que supone una diferenciación entre la admiratio mundi y la dominatio mundi. Es un rasgo de la mentalidad monástica típico de la Contrarreforma: la infusión de un sentido sacro en el desnudo ambiente del desierto. Se piensa en la Naturaleza como la casa que ayuda a la vida devota.
Se vuelve a hablar entonces del Paraíso Terrenal y se lanzan diversas ideas sobre su posible localización. De hecho, una razón por la que estoy escribiendo sobre las Batuecas es lo leído en un periódico local —cuando viajo me gusta hojear la prensa del lugar— en el que se habla del valle de ese nombre “como un jardín o edén, en el cual incluso, como hizo el escritor jesuita Juan Eusebio Nieremberg, se ha situado y localizado el propio Paraíso Terrenal” (sic), aquel donde vivieron nuestros primeros padres. Como se ve, la visión del lugar pasa de ser concebido como un lugar habitado por demonios a transformarse en un auténtico Edén. El cambio no puede ser más radical. Todo esto me hizo buscar en literatura antigua, la del siglo XVII.
Comprobé así que en realidad el jesuita Nieremberg nunca afirmó que el Paraíso Terrenal pudiera haber estado en el valle del que hablamos. En la omnisciente red pude encontrar lo dicho por el jesuita en sus Obras philosophicas del Padre Juan Eusebio Nieremberg de la Compañía de Jesús, vol. 6, y dedicaré unas líneas a su discurso. El autor critica la idea de que el Paraíso estuviera en Ceilán (actual Sri Lanka), “como refieren Horta Argensola y Ludovico Romano y en la que creen los naturales de allí”. Cuenta Nieremberg que hay en esa isla una cumbre que llaman Pico de Adán en la que existe una huella de pie de unos dos palmos, que sería la del propio Adán, del que dicen que allí lloró e hizo penitencia. También hay un árbol mediano que algunos piensan que es el Árbol de la Vida o de la Ciencia, y afirma tajantemente el jesuita: “ni de uno ni de otro lo creo, fuera de que el Paraíso ha de caer por Mesopotamia”.
O sea, el Paraíso no estuvo en Ceilán, sino que seguramente hubo de estar en Mesopotamia. Nieremberg no excluye la posibilidad de que todavía perviva en alguna parte oculta del mundo y se enfrenta a los que niegan esa posibilidad. Y es entonces cuando menciona a las Batuecas (actualizo su castellano): El argumento que hacen algunos para negar la permanencia del Paraíso […] de que no se halle ahora […] aunque parece fuerte no concluye, pues vemos que, en medio de España, se nos ha encubierto por inmemoriales años unos valles que llamamos ahora las Batuecas, sin saber nosotros de ellos, ni los que estaban allí de nosotros, criándose en aquel espacio breve como bestias, sin religión, sin noticias de más mundo, y pues si en la frecuencia del mundo, sin extraordinaria providencia del cielo, se nos ocultó aquella tierra hasta estos días, qué mucho si el Paraíso se nos escondiese por singular consejo de Dios, y ministerio de los Ángeles. Nieremberg no postula tampoco, pues, las Batuecas como posible localización del Paraíso, sino que pone su ejemplo para indicar sencillamente que el Paraíso podría estar escondido y ser hallado todavía en algún momento futuro, como se encontró este valle en la propia España.
Mucho más tarde, es el Padre Feijoo quien toca el tema de un posible descubrimiento del Paraíso. Se muestra contundente: “Hoy, que no hay porción alguna de tierra donde verisímilmente pueda colocarse el Paraíso que no esté hollada y examinada por innumerables Viajeros, y Comerciantes Europeos, carece de toda probabilidad la opinión que le juzga existente”. Enfangado yo en el tema, encuentro una ubicación curiosa del Paraíso en el pasado, pero no en Mesopotamia, ni siquiera en Europa, sino en el Nuevo Mundo, en América del Sur. Lo leo en Hombres y documentos de la filosofía española, volumen cuatro, de Gonzalo Díaz Díaz y se trata de la hipótesis de León Pinelo, en la que me detendré un momento.
Antonio de León Pinelo, de ascendencia judía —su abuelo, el médico Juan López, había muerto en la hoguera—, nació en Lisboa en 1590 y con dos o tres años pasó con sus padres a Valladolid y luego a Córdoba (Argentina). Completó estudios superiores en la Universidad de Lima y en 1623 regresó a España y fue nombrado Cronista mayor de las Indias, en 1658. Amigo de Nieremberg, Lope y Ruiz de Alarcón, escribió El Paraíso en el Nuevo Mundo, entre 1640-1650, en dos volúmenes de 239 y 288 hojas, en los que se esfuerza con muchos argumentos en situar el Paraíso Terrenal en la zona amazónica regada por los ríos de la Plata, Amazonas, Magdalena y Orinoco, y da muchos detalles topográficos, de su flora y fauna. Según él, Noé construyó el arca en las cercanías de Lima y durante el Diluvio las corrientes oceánicas la llevaron a Europa, donde el género humano reinició su historia. Parte de ese pueblo volvería después a América, a través del estrecho de Behring. Es que todo tiene su explicación, lector, si se sabe buscar.
(continuará)