Prometí hablar
de Valle-Inclán y lo hago. Casi lo único que tengo que hacer es copiar algunos
de los párrafos que escribí en mis ya citados Apuntes sobre literatura. En la última entrada de este blog, mencionaba a mis dos
queridísimos mancos, sin nombrarlos; se trataba, obviamente, de Cervantes y
Valle. Cuando redacté los Apuntes,
había leído recientemente aquella solemne bobada de Vladimir Nabókov: “Recuerdo con deleite la
vez en que, para gran turbación de mis colegas más conservadores, hice trizas
el Don Quijote, ese viejo libro crudo
y cruel, ante seiscientos estudiantes en el Memorial Hall”. Estaba yo muy enfadado y
argumentaba: En ciencia, se ha de ser muy cuidadoso con lo que se afirme,
porque las pruebas correspondientes han de ser aducidas y provenir de fuentes
de reconocida solvencia. En literatura, en cambio, uno puede decir muchas
cosas, sin necesidad de pruebas o razonamientos. Por supuesto que nada de esto
ocurre en los trabajos serios de crítica literaria, en donde se exigen los mismísimos
requisitos que en las ciencias experimentales. Pero una cosa son los estudios
sobre literatura, semiótica, etc., y otra muy distinta, las boutades y los esnobismos de los patauds y nigauds de turno. Aquí hay
barra libre.
Poca gente dejará de reconocer
el insuperable valor del Quijote cervantino. De Valle-Inclán, Darío Villanueva,
catedrático de Teoría de la literatura y miembro de la Real Academia Española,
dijo que “escribió para un público que no existía todavía”. Es exactamente la
verdad. Luis Cernuda cuenta que hubo sólo doce personas el segundo día de representación
de Divinas palabras, cuando se estrenó en Madrid, en 1933. Hoy, Luces
de Bohemia, el título que inauguró la colección Austral en 1920, es el
libro más vendido del casi centenario catálogo.
El propio Valle se quejaba de
que no vendía sus libros: “Hasta ahora, jamás he ganado cosa alguna con mis
libros. De mis primeros, he vendido hasta cinco o seis ejemplares”. Y seguía
bromeando: “Todas mis esperanzas están puestas en un libro que publicaré dentro
de algunos días: Sonata de primavera. Seguramente se venderán algunos
centenares de miles, y con el dinero
que me dejen, pienso restaurar los castillos del Marqués de Bradomín y
comprarme un elefante blanco, con una litera dorada, para pasearme por la
Castellana”. Querido Don Ramón, cómo me hubiera gustado ser de sus tiempos y
haber movilizado a todo el mundo, para tratar de comprarle ese elefante, con
todos los pertinentes aditamentos, y que se diera usted esos soñados paseos por
la Castellana o por donde quisiera.
Cuando pienso que este hombre
vivió mordisqueado por la pobreza, todavía me da vergüenza y me pongo triste. Y
sin su brazo izquierdo, perdido de manera absurda, quizá incluso por negligencia suya;
por el estado de la medicina de entonces, también. Desde luego, no perdido en
algún lance ilustre, aunque él bromeara e inventara historias sobre esto. ¡Qué
dos mancos, Dios mío, en nuestra literatura! Cervantes y Valle. Por cierto que
el segundo llamó “divino soldado” al primero. ¿Cómo habría calificado el
primero al segundo, si hubiera llegado a conocerle?
Valle es, cuando quiere, la
belleza casi en estado puro: la belleza y la fantasía. En las obras literarias la
fantasía juega un papel primordial y, sabiamente dosificada, es imprescindible.
Se sabe bien que las sirenas de Mergellina —ahora una parte de la propia ciudad de
Nápoles, en la Campania—, nadan constantemente entre Capri y Nápoles, pero la
inmensa mayoría de los mortales no las ve. La fantasía es un don divino y no
está universalmente repartida.
“Sentía los pensamientos
enroscados y dormidos dentro de mí, como reptiles.” [...] “Volaban los vencejos
en la sombra azul de la tarde.” Estas dos metáforas —o esta primera metáfora y
este adjetivo, azul, felizmente ayuntado con el sustantivo sombra, si se
quiere— son de Valle. En cuanto se le lee, expresiones como esta están por
todas partes. No continuamente, claro; el más espléndido collar de perlas
necesita también el humilde hilo que las mantenga unidas y les dé forma y
contorno. “Las palabras morían lentamente, igual que la tarde.” “El sol de
otoño penetraba hasta el centro de la estancia, como la fatigada lanza de un
héroe antiguo”. “Alada y riente mentira..., pájaro de luz que cantas como la
esperanza”. “Camarines de bullentes hojas, donde rubias princesas hilan en
ruecas de cristal”. “El moscardón verdoso de la pesadilla daba vueltas sin
cesar...”.
Lector, ¿encuentras muchas cosas
así en las obras que lees, en las que se producen en la actualidad, en las que
ganan los concursos literarios? Yo entiendo que haya gentes para las que estos
‘verdaderos milagros’, que muestro aquí, quizá no representen mucho y busquen
sólo el thrill, la tensión de una
trama policial, la resolución de un asesinato más o menos brutal. Pues para mí,
la literatura es esta manera de escribir —aquí caben también los asesinatos y
las aventuras más espeluznantes— y lo demás puede ser distracción, o lo que
sea, pero no literatura, no la excelsa que yo busco y persigo.
No se trata sólo de metáforas; me
he referido a ellas por citar una de las concreciones, de las decantaciones
de la belleza. Cuando no hay metáforas, hay expresiones, ideas, incluso más
ilustrativas. Con Valle y con los muchos excelentes
autores de todos los tiempos: “Lo mismo da triunfar que hacer gloriosa la
derrota”. “Los españoles nos dividimos en dos grandes bandos: en uno, el
Marqués de Bradomín, y en el otro, todos los demás”. “Al que sabe ser humilde,
en todas partes le va bien”, dice Florisel, un paje asignado a Bradomín en las Sonatas. “La tos del fraile, el rosmar
(galleguismo, murmurar) de la vieja, el soliloquio del reloj, me parecía que
guardaban un ritmo quimérico y grotesco, aprendido en el clavicordio de alguna
bruja melómana”. “Como un viejo cardenal, que hubiese aprendido las artes
secretas del amor en el confesionario o
en una corte del Renacimiento”.
En La corte de los milagros hay fragmentos de una musicalidad
exaltada, de un decadentismo sublime: “La marquesa Carolina, coqueta y
lánguida, recibía el último homenaje del gallo polainudo. Don Adelardo López de
Ayala, pomposo, barroco, hiperbólico, modulaba sus despedidas”. [...] “Tienen
un azorado presagio los círculos de las palomas. Mirlos y tordos revolotean
anocturnados en las ramas de los olivos”. [...] “¡Y cuántas tribulaciones para
sólo mal vivir! ¡En este valle de lágrimas, todo son redes y caramillos,
puestos al pobre desafortunado! ¡Sufre más persecución que los lobos, siempre
en el trámite de atropellar las leyes!” ¿Hace falta escribir así para hacer
literatura? Afortunadamente no, que, si así fuera, apenas nadie podría
atreverse con la pluma. Yo no pienso que siempre tenga que escribirse así; ni
el mismo Valle lo hace. Pero si no encuentro algo como esto, de vez en cuando,
en el texto que sea, te digo, lector amigo, que no me siento a mis anchas.
Y la misma admiración, el mismo
arrobo, me suscitan las tiernas confesiones que hace: “Yo soy un santo que ama
siempre que está triste”, dice Bradomín.
“Ese declinar de la vida, edad propicia para todas las ambiciones y más fuerte
que la juventud misma, cuando se ha renunciado al amor de las mujeres”. “Te
juro condesa, que, como tenga tiempo, he de arrepentirme”. ¿Se puede urdir, con
unas pocas palabras, algo más descomprometido, más suavemente irónico, más
inteligentemente irreverente? Y las afirmaciones rotundas, incontestables:
“Cuando se sabe querer, esa vieja tísica y asquerosa —lo dice por la moral,
aclaro yo— se está muy encerrada en su casa”. ¡Cuánta verdad, lector amigo!
Quien haya vivido un poco, sólo un poco, lo sabe demasiado bien.
Apenas he podido decir algo del
hombre, de su tierra, de su abandonada carrera de Derecho, de su genio, de su
carácter, de su mal carácter a veces, de sus desgracias, de su humor, de sus
desplantes, de sus huidas, de su feliz y salvador matrimonio con la actriz Josefina
Blanco, del infeliz final de esa unión, de su salud, de sus achaques, de su
muerte en la ciudad más mágica del mundo, en Santiago de Compostela, en los primeros
días de 1936. Esto es sólo un modesto blog. Pero, como siempre pienso, si consiguiera
que alguien se planteara, con cierta urgencia, leer algo de Valle, al que
admiro sin reservas, me sentiría recompensado más allá de cualquier medida
razonable.
La admiración, lector, es
absolutamente innegociable, mucho más que el amor. Del amor puede uno, en
general, rescatarse. A todos nos ha dejado alguna Pepita. Y nos hemos ido
diciendo después, poco a poco, que la tal Pepita, sin quitarle su mérito,
tampoco era única en el mundo, que había otras con tantos dones, si no más, que
ella. Hasta llegar por fin a esa salvadora conclusión de pensar que ella es la
que se lo pierde, cuando uno está ya curado del todo, casi curado del todo. Ese
despego es mucho más difícil en el caso de la admiración. La admiración es
mucho más tenaz, más sólida y firme, menos sujeta a nuestro capricho o albedrío.
Cuando piensas que alguien es admirable porque hace algo como no lo hace nadie,
es muy complicado arrancarle ese mérito, desposeerle de esa cualidad. El muy
aborrecible te puede tener admirándole sin tregua toda la vida.
Claro que el amor puede ir
mezclado con la admiración. Es más, mucha gente no puede querer si no anda la
admiración por medio. Todo es muy complicado y también los amores pueden tener
algo de irrenunciables. En Cuentos de Eva
Luna, un personaje de Isabel Allende se queja, impotente y desolado: “Me
has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a
ti”. Y en unas alegrías de Cádiz se canta: Si tú me hubieras
querido / como yo te estoy
queriendo, /yo no estaría sufriendo / desde que te he conocido. Hay, en fin,
amores terribles, olvidos imposibles; en la literatura, en la vida real. Sobre
el amor, Lope de Vega escribió uno de sus más bellos sonetos, del que tomo unos
versos: Olvidar el provecho, amar el daño; / creer que un cielo
en un infierno cabe, / dar la vida y el alma a un desengaño; / esto es amor,
quien lo probó lo sabe.