Interrumpiré de nuevo la serie Borges, amores y desamores, porque se acerca el treinta de abril y
quiero hablar de un milagro, el Milagro de las Cruces, ocurrido ese día del año
1295 en Ayllón —alguna fuente postula otra fecha, pero me acojo a esta—, al que
he llegado casualmente, como explicaré en su momento. Hablar de milagros se ha convertido en
algo relativamente inusual en nuestros días. Un personaje, Levi Yitzchock, del libro de relatos Un amigo de Kafka, de Isaac B. Singer, premio Nobel del 1978, se lamenta: En estos tiempos Dios oculta su rostro. Cuando ocurre un
milagro siempre se encuentra una explicación natural. En mis tiempos en todas
partes había milagros.
También se habla tangencialmente de milagros en la novela
Job, de Joseph Roth, inspirada en el
texto bíblico. El protagonista, Mendel Sinder, es un judío piadoso
que, a pesar de la dureza de su vida, se siente satisfecho. Creía lo que le
decían sus hijos: América era la tierra de Dios, Nueva York la ciudad de los
milagros y el inglés la lengua más bella. Comparto esta opinión sobre la
ciudad, en la que viví unos años y a la que juzgué en verdad milagrosa, durante
una época muy feliz de mi vida.
En otros tiempos los milagros eran mucho más cotidianos. García
Márquez, en El amor en los tiempos del
cólera —para mí, quizá su mejor obra—, cuenta del Obispo de Riohacha, que
iba montado bajo palio en su célebre mula blanca con gualdrapas bordadas de oro.
Tras él se hacinaban peregrinos, desahuciados, inválidos, etc. Pero, afirma el
escritor, muchos de estos en realidad no venían “por los sermones doctos y las indulgencias plenarias que repartía el
prelado, sino por los favores de su mula”,
de la cual se decía que hacía milagros a escondidas del dueño. Lo que me parece
enteramente creíble, porque una mula así atalajada, andando a menudo bajo palio
junto al obispo y oyendo sus sermones desde una posición privilegiada, es
entendible que, en ciertos momentos, optara por actuar por su cuenta y
establecerse por libre.
Contaré el milagro de las cruces abreviadamente, según la
narración de don José Amador de los Ríos, en su Historia social, política y religiosa de los judíos de España y
Portugal, de 1876, basada en textos anteriores, que también he manejado y nombraré
más tarde. Continuando antiguas tradiciones mesiánicas del pueblo judío,
propagadas entre otros por Sereno el sirio (principios del siglo VIII), Abú-Isa
Aben-Isahak (finales del VIII), Jehudáh ha-Leví (1130) y el Rabbí Abraham
Aben-Hiyáh ha-Barkeloní (nacido en 1070), surgieron dos rabinos a finales del
XIII, en Ávila y Ayllón, cuyos nombres no se mencionan, que profetizaron la
inminente venida del Mesías y el fin del cautiverio para el pueblo escogido. Los
dos, muy respetados en ambas aljamas por la austeridad de sus costumbres y la
poderosa e invencible dulzura de sus palabras, habían obtenido fama de profetas
y tenían prestigio de santos. Con tal aureola, el efecto de su predicación en
las sinagogas rurales de Castilla fue espectacular. Estos profetas anunciaban
con la mayor firmeza que la venida del Mesías tendría cumplimiento al expirar
el cuarto mes de aquel año, el 30 de Abril de 1295. Los judíos, “aceptado el pronóstico, resolvíanse a esperar con
penitencias, oraciones, ayunos, limosnas, restituciones de haciendas y otras
obras piadosas, al suspirado Redentor, de manera pacífica”.
Con esta esperanza, en la madrugada de ese día, con las
primeras luces del alba, los judíos, hombres y mujeres con vestidos blancos, como
prescriben los preceptos talmúdicos, se dirigieron a sus sinagogas en los
campos de Castilla, esperando oír pronto el shofar,
el cuerno de animal puro y limpio de su liturgia, que habría de oírse en todos
los confines del mundo y sería la señal de la anhelada venida del Mesías. Sin
embargo, en lugar de escucharse estos clamores celestiales, lo que apareció en Ayllón, en
el aire y ante todos los tabernáculos mosaicos, fue la figura de la cruz cristiana
redentora, reflejándose multiplicada en los muros de las sinagogas y sobre las propias
vestiduras blancas de los judíos, atónitos y desconcertados con tan estupendo
milagro. Estas cruces se grabaron incluso en las ropas que habían quedado guardadas
en las arcas.
(continuará)