En mi entrada anterior conté que había leído una novela, Endimión, de Verner von
Heidenstam, y pensaba escribir sobre el famoso mito de Endimión y Selene, tal
vez uno de los más bellos de la mitología griega, que, pese a sus diversas
variantes, no es de los más complejos. Me enzarcé luego en elucubraciones
políticas de actualidad y me desvié del tema. Resumiré ahora la historia.
Endimión era un pastor de Caria de origen divino, nieto
de Zeus, que había sido rey en Elida, pero fue destronado. Vivía en una cueva del
monte Latmos, realizando las faenas propias de su nuevo oficio durante el día y
contemplando los astros por la noche. Dormía mucho, eso sí, y hay varias
leyendas sobre esto. Unos cuentan que Zeus le ofreció cualquier cosa que
deseara —los dioses eran entonces así de espléndidos— y Endimión escogió un
sueño prolongado que lo mantuviera siempre joven. Otros afirman que esa
somnolencia persistente fue un castigo que le infligió Zeus, por haberse
enamorado de su esposa Hera. Nadie debería ser castigado por enamorarse, ¿no?
Latmos tenía, como tantos lugares pretenden hoy día, un
microclima mejor que el de ningún otro sitio del mundo y el tiempo era bueno,
en general, lo que permitía al joven dormir desnudo, in puribus, al aire libre, a la puerta de la cueva, bajo la suave
luz de la luna, cuando la había. En fin, aunque uno le eche lirismo al asunto,
vivía una vida tranquila y feliz, pero algo aburrida. Y era guapo el condenado hasta decir
basta.
Un buen día, la diosa lunar Selene, hermana de Helios, el
dios del Sol, en su infatigable recorrido por los cielos nocturnos, lo vio
durmiendo y tan ligero de equipaje. Selene era una diosa hermosísima, de pálido
rostro, que conducía un carro de plata tirado por un yugo de bueyes blancos y
vestía una túnica alba hasta los pies; llevaba una media luna sobre su cabeza,
como adorno y para que se supiera quién era, y portaba una antorcha con una
luz discreta, mitigada, dulce e íntima.
Selene, que hacía lo mismo todas las noches y quizá
estaba también ya un poco aburrida de la rutina, cuando vio al bellísimo
Endimión, repito que dormido y desnudo, fue gratamente sorprendida, para
decirlo fino. En realidad, a la diosa se le revolvieron todas las divinas hormonas
y, sin poder resistirse, se acercó al bello durmiente y lo besó, suavemente
primero y con creciente atrevimiento después, que es como se suelen hacer estas
cosas, si se tiene un poco de mundo y experiencia. Trabajó tan en firme la
diosa que Endimión se despertó y ella huyó, desapareció. De manera que el buen
pastor pensó que todo había sido un sueño y volvió a dedicarse a lo suyo, la
arrobada contemplación de los astros y en particular de la Luna.
Selene pensó en lo ocurrido y lo encontró muy
satisfactorio, como suele ocurrir. Tanto como para repetir al día siguiente y muchos días más, mientras
el pastor dormía. Endimión, al final, reconoció ya a su visitante nocturna, se
enamoró de ella y, respetando su deseo de acercarse a él sólo cuando dormía,
pidió al dios Hipnos que le otorgara la virtud de dormir con los ojos abiertos
para gozar de la visión de la diosa cruzando los cielos y, más importante aún,
para verla cuando se posara en tierra, junto a él. En otra variante del mito la
diosa visitante es Artemisa, que había jurado permanecer casta —hay que tener
cuidado con lo que se jura o promete— y es esta la que le pide a su padre,
Zeus, que mantenga dormido al pastor para “poder disfrutar de sus labios”, sólo
eso, sin pasar a mayores. Variante difícil de creer literalmente, ya que con estas visitas la diosa
tuvo cien hijos e hijas. Por ello, yo supongo que la amante fue Selene, que no
había prometido ninguna tontería.
Lo de dormir pudiendo ver es una fruslería
para cualquier dios griego. Lamia, hija de Poseidón, fue condenada a no poder
cerrar nunca los ojos, pero Zeus le otorgó el don de poder quitárselos y ponérselos,
como hace hoy día mucha gente con las lentillas. Las Grayas eran tres hermanas,
hijas de Forcis, que vivían en una cueva
situada muy lejos hacia el ocaso, en un lugar donde siempre era de noche. Tenían sólo un
ojo y un diente para las tres y se los pasaban de una a otra cuando querían
mirar algo o comer —esto ocurre también con ciertas brujas de las mitologías
germánicas y nórdicas—. Para colmo, Perseo les robó el ojo único, cuando
perseguía a Medusa para matarla.
Sobre los ojos es
que hay mucho que decir. Leo en alguna parte que, para los sirios, la mujer
ideal debe tener el porte de la palmera, el
color de la aurora, los ojos de la serpiente, la elasticidad del tigre y una
boca que sea un edén de pasión al reír y morder. Lector, tengo que fijarme más
en los ojos de las serpientes, que a lo mejor me estoy perdiendo algo. Más
cercano y entendible me parece a mí lo de Ekto, mujer de ficción amiga de Polixene,
la hermana de Paris, que era “de rara belleza, con largos cabellos rubios y
ojos de color cambiante, según el momento”. Esto lo comprendo mucho mejor. De
hecho, la señal inequívoca, patognomónica, del amor en todo su esplendor, es cuando
se percibe que los ojos de la persona amada cambian como en un calidoscopio y tienen un color
indefinible. Cuando esto acaba, el amor está a punto de huir, de marcharse,
como ocurre tantas veces.
Termino. Endymion es un bello poema de John Keats
—aquí la amante nocturna es Artemisa—, que empieza con el conocido verso: A thing of beauty is a joy for ever (una cosa bella
es un gozo para siempre). Está en Internet, claro, como todo, como casi todo.