Amigos lectores, yo sé que no todos habréis tenido el tiempo
y la paciencia de leer regularmente mis entradas; eso lo entiendo. Pero el
hecho de publicarlas, sabiendo que unos pocos de mis amigos las esperaban y las
encontraban distraídas, me compensaba el muy razonable esfuerzo de escribirlas.
Hay miles de escritores en busca desesperada de lector, pero creo que no soy de
los más contumaces.
Esta es una carta de despedida, de adiós. En la
literatura y también en la historia hay muchos adioses y partidas. Como el
discurso de despedida de Hattusilis I, el rey hitita del siglo XVII a. de C.,
exhortando a su pueblo a la virtud y la moderación. Como el adiós y bendición de Moisés a los
hijos de Israel (Deuteronomio, 33,
1-29), antes de que estos entraran en la
tierra de Canaán, tierra que Moisés pudo ver pero no hollar con su pie, porque
Yahvéh, desde la cumbre del Pisga, frente a Jericó, se la había mostrado y le
había dicho: Esta es la tierra que bajo juramento prometí... Te la dejo ver con
tus ojos, pero no pasarás a ella (Deuteronomio,
34, 1-4). En cambio, le había permitido vivir ciento veinte años. Muchos de los
dioses de los que tengo noticia fueron caprichosos.
Quizá el más popular de los Leader de Goethe lleva por título Willkommen und Abschied (Bienvenida y adiós). Simone de Beauvoir
escribió La ceremonia de los adioses,
en 1981. El pobre José Rizal escribió en la víspera de su ejecución el
estremecedor Último adiós. Está el Adiós a las armas, de Hemingway. El Adiós al mar, del cubano Reinaldo Arenas,
que se suicidó, enfermo de sida. Goodbye,
Mr. Chips, es del novelista inglés James Hilton —el creador del utópico
Shangri-La—, que fue llevada al cine. La novela Goodbye, de William Sansom; el Adiós
a María, del polaco Tadeusz Borowski. Raymond Chandler, el creador del
detective privado Philip Marlowe, escribió The
long goodbye. Hace ya casi un siglo que el portugués Antonio Nobre escribió
Despedidas. Milán Kundera escribió,
en checo, lo que se tradujo al inglés como Farewell
Waltz. Philip Roth escribió Goodbye,
Columbus, en 1959. Adiós al nido del
pájaro es de un novelista finlandés, Joel Lehtonen, que la escribió en
1934, un poco antes de suicidarse.
Leif Panduro, danés, escribió Adiós, Tomás, y Sarah Millin, la novelista sudafricana, publicó Adiós, querida Inglaterra. El novelista
japonés Dazai Osamu dejó sin terminar,
porque se suicidó, la novela titulada escuetamente Adiós. Kathleen Raine escribió Adiós,
campos felices. Y Christopher Isherwood fue el autor de Adiós a Berlín. Otro dramaturgo,
director y actor, el sudafricano Athol Fugard, escribió algo casi con el mismo
título que Goethe, Hello and Goodbye.
Por no hablar del Adiós, cordera; del
Adiós, de Luis de Castresana; del Adios ríos, adios montes, de Rosalía de
Castro. Hay una revista bimestral, editada en Brooklyn, que se llama
precisamente Goodbye, en donde se
recogen con exquisito cuidado las crónicas de los fallecidos recientes.
Dejo para el final a Jean Bodel, un juglar y dramaturgo
francés de finales del XII, que quería ir a la Cuarta Cruzada y no pudo, porque
enfermó de lepra y murió en un lazareto. Escribió Les congés (Las despedidas), en 1202. Y también al famoso escritor
judío de principios del XII, Jehudah ben Shemuel ha-Levi, que trabajó de médico
en Toledo. Escribió una colección de poemas alabando a Sión, y el Sefer ha-Kuzari, cuyo epílogo es una
larga despedida de España.
Porque, en efecto, al final de su vida, Jehudah ha-Levi
sintió la necesidad de marchar a Jerusalén. Partió de España en 1140 y el tres
de mayo de ese año llegó a Alejandría y después a El Cairo. Jamás pudo arribar
a Sión; murió al año siguiente, en Egipto. La leyenda, sin embargo, dice que sí
llegó y que fue asesinado allí por un musulmán, cuando recitaba sus sentidos cantos
a Jerusalén. Quizá algunos recordéis que dicha leyenda fue recogida, entre
otros, por el poeta alemán Heinrich Heine, en 1851. Como tantas veces, no se
sabe qué es más triste, si la realidad o la leyenda. Bueno, es bello morir
cantando. Sí, pero desolador percibir que se muere por la mano de otro.
Dejadme que os cuente otra historia tangencialmente
relacionada, extraña, tal vez inexplicable. El poeta provenzal Jaufré Rudel se
enamoró tan perdidamente de la princesa siria de Trípoli —y sólo por las alabanzas
que de ella habían hecho otros poetas—que se metió a cruzado, atravesó la mar y
murió al contemplarla. Moisés no llegó; Jehudah ha-Levi, tampoco. Rudel alcanzó
a ver lo deseado y cayó fulminado por su belleza. El mundo está lleno de
historias tristes.
En fin, adiós, ma
non troppo, porque seguiré por aquí. Queridos lectores, que viváis los años
de Moisés, por lo menos. Y que lleguéis siempre a las tierras que ya amáis o a las que podáis amar todavía.