Palabras clave (key words): fandango, Frederick Marvin,
Padre Antonio Soler.
Repasando, y repensando, mis últimas entradas, en las que
me referí a médicos e investigadores, cavilo que tal vez me excedí en asuntos
demasiado técnicos o aburridos. No era, ciertamente, mi intención. Mencioné
científicos con los que tuve algún leve contacto y que se me aparecen en cuanto
trato de memorar mi vida. Hoy pretendo ser ameno y hablaré de música, aunque
también mi relato irá trufado con recuerdos personales, con algún jirón de mi
pasado.
La primera vez que oí entero el Fandango en D minor (re menor), del padre Antonio Soler, fue hace muchos años, al
pianista Frederick Marvin, en un disco del sello Decca, que aún conservo. Nunca he encontrado otra versión que me gustara más,
aunque estoy dispuesto a admitir que eso podría deberse al especial fulgor de
nuestras primeras experiencias en los más diversos terrenos. También en el amor
se proclama esta gran ventaja de las primicias. Un refrán español dice que “no
hay luna como la de enero, ni amor como el primero”. Può darsi, es posible, que diría un italiano.
De todas maneras, Marvin, nacido en Los Angeles, pianista
y musicólogo, cobra especial relieve en este caso. Debutó con gran éxito en el
Carnegie Hall y recibió el premio que otorga la institución al mejor debutante
de cada temporada... Pero, además, contribuyó al renacimiento de ese olvidado
músico español del siglo XVIII, que fue Antonio Soler (1729-1783). Estudió más
de dos años su obra, la presentó en Nueva York, en 1957, y atrajo poderosamente la
atención sobre el compositor. Marvin recibió, entre otros muchos honores, el
título español de Comendador de la Orden del Mérito Civil. Vivió algún tiempo en España, fue amigo de Salvador Dalí, etc.
Mervin recogió los manuscritos de más de ciento cincuenta
sonatas del buen fraile, que con 23 años fue nombrado organista y maestro de
capilla del monasterio de El Escorial y vivió allí hasta su muerte. Soler
también escribió minuetos, rondós, polacas, etc. En el caso del fandango,
sorprende la gracia, frescura y ritmo de la composición y cuesta trabajo pensar
que surgiera en el ambiente frío y austero del sombrío edificio. Para mí —otra
vez recuerdos personales— fue especialmente emotivo oírlo una noche de verano en el bello
auditorio barroco situado enfrente del monasterio.
Hay diferentes preferencias en cuanto a escuchar la obra
en piano o en clavecín. Meterse en los detalles de estos instrumentos sería un
dislate. A mí, quizá por esa devoción hacia las primicias, me gusta mucho la
interpretación de Marvin para piano. Cuando Soler llegó al monasterio, en el
1752, ya había ya allí un pianoforte (antiguo nombre del piano) y luego llegaron
más. Soler lo conocía bien y escribió muchas de sus sonatas para piano. Ni
puedo entrar en todo esto. La diferencia esencial entre el piano y el clavecín
y análogos es que en aquél las cuerdas son percutidas, mientras que en estos son
punteadas. Los sonidos de ambos tipos de instrumentos son parecidos, aunque perfectamente
diferenciables. Entiendo que alguien pueda preferir uno de ellos.
Me alegró comprobar, curioseando en Internet, que
Frederick Marvin sigue vivo, a sus 95 años, y felizmente casado. Se casó hace
apenas cuatro años con Ernst Schuh, de 89, sobreviviente de la batalla de Stalingrado, cuando las leyes lo permitieron,—eran
hombres los dos—. Llevaban
52 años juntos, desde que se encontraron en la abadía de San Florián, en Austria,
a donde llegaron para acercarse a la tumba de Anton Bruckner. Se pelean a
veces, confiesan, como todos los matrimonios.
El fandango de Soler es una delicia, en el que, para mí,
destaca ese crescendo del ostinato de la mano izquierda, cada vez
más rápido, hasta la apoteosis final. No diré una palabra más. En YouTube hay
otras muchas versiones, para piano, harpsichord,
etc. Lector, ojalá te guste esta de Frederick Marvin que te ofrezco, para
piano. Ahí va el vínculo: https://youtu.be/_hzlfKJmeyU
(el sonido no es óptimo). Encontrarás muchas más.