25 de abril de 2015

Adrian Kantrowitz, mecánico del corazón


Palabras clave (key words): cirugía experimental, balón intraaórtico, LVDA, Glick.

Ya conté que Adrian Kantrowitz trató de realizar un trasplante de corazón en junio de 1966, sin que finalmente se llevara a cabo. En noviembre de 1967 otro recién nacido, con malformaciones cardíacas incorregibles, fue considerado un buen candidato para trasplante y se comenzó a buscar un donante. Kantrowitz, que había hecho más de cuatrocientos trasplantes experimentales en cachorros de perros y gatos, cuenta que, en esta espera forzosa, su hija le despertó un tres de diciembre para anunciarle que Christiaan Barnard, con mucha menos preparación previa, había logrado el primer trasplante de corazón en el mundo, en Suráfrica. El cirujano del Maimónides se lo tomó con filosofía: “No se puede ser siempre el primero. Unas carreras se pierden, otras se ganan”.

En esa carrera también perdieron los doctores Lower, Shumway y algún otro. Kantrowitz, tres días después, cuando se encontró el donante, un recién nacido con anencefalia, realizó el segundo trasplante mundial, el primero en un niño y en Estados Unidos, tras aguardar a que el  corazón del donante cesara de latir, como era obligado en ese tiempo. La operación transcurrió sin incidencias y el corazón trasplantado empezó a funcionar. El receptor tenía diecinueve días y sobrevivió sólo seis horas y media.

A pesar del resultado de esta primera experiencia, Kantrowitz realizó dos meses más tarde, en enero de 1968, un nuevo trasplante —era ya el quinto en los Estados Unidos—, esta vez en un adulto, que sobrevivió también muy poco tiempo. No hizo ya más trasplantes y pensó que había que esperar a que surgieran fármacos anti-rechazo más efectivos. Se dedicó otra vez a las ayudas mecánicas al corazón de pacientes con insuficiencia intratable, que era su área de investigación de siempre y para lo quizá estaba mejor dotado. Ya en los primeros años cincuenta, trabajando con su hermano Arthur, un físico, empezaron a diseñar un balón intraaórtico para facilitar lo que se conoce como contrapulsación, que impele sangre en las coronarias durante la diástole y ha ayudado a salvar miles de vida; se han tratado así más de tres millones de pacientes desde los años ochenta. Desarrolló igualmente más de veinte artilugios electrónicos y mecánicos para ayudar a enfermos de corazón y también a parapléjicos. Quizá los más conocidos son los left ventricular assist devices (LVADs), prótesis implantables que bombean sangre del ventrículo izquierdo a la aorta y mejoran la función cardíaca.

Kantrowitz era capaz de trabajar dieciséis horas diarias y aún encontraba tiempo para montar en moto y pilotar su propio aeroplano. Tenía también sentido del humor. En una conferencia, discutiendo precisamente sobre los LVADs dijo: “Cuando empezamos a trabajar con ellos la gente pensó que era una estupidez. No se tiene realmente una buena idea hasta que la gente piensa que es estúpida”.

En 1970 decidió cambiar de hospital para potenciar sus investigaciones y marchó de Nueva York a Detroit. No era un simple cambio de barrio y, sin embargo, veinticinco miembros de su equipo, cirujanos, ingenieros y enfermeras, se trasladaron con él a Detroit. Esto da idea de su liderazgo, de su capacidad para entusiasmar a su gente. Dejo aquí dos fotos suyas.

No puedo extenderme más, es un tema árido. Volviendo a Seymour Glick —yo estaba bien atento a sus progresos en RIA—, diré que él era bastante joven cuando coincidimos en Nueva York. Miré hace días en Internet y veo que emigró a Israel, su nombre ahora es Shimon Glick, y tiene 45 nietos y 23 bisnietos. Ha recibido un Lifetime Achievement Award (premio por los logros de toda una vida). ¿Cómo pudo cambiar tanto el mundo? Leo que es opuesto a las huelgas de médicos. En el judaísmo, dice, el tratamiento a un paciente no es un contrato privado, sino una obligación religiosa, un mandato bíblico. Aunque por otras razones, estoy plenamente de acuerdo con él.


23 de abril de 2015

Portada del Quijote, tomo I, del año 1604.


Hoy, día de la Fiesta del Libro, se conmemora la muerte de Miguel de Cervantes, e interrumpo mi ciclo o serie sobre el cirujano americano Adrian Kantrowitz, del que queda sólo una entrada más —¡ánimo lector!—, para insertar una pequeña curiosidad, que me llegó hace ya unos años.

El primer tomo del Quijote fue impreso en la imprenta de Pedro de Madrigal, regentada desde su muerte por su viuda, María Rodríguez de Rivalde, aunque quien figuraba comercialmente como responsable fuera su yerno Juan de la Cuesta, el nombre que nos resulta familiar a casi todos. Se publicó en 1605, pero, naturalmente, los ochenta y tres pliegos de que constaba empezaron a imprimirse con anterioridad, en el verano de 1604, o quizá antes. La licencia es de septiembre y la impresión debió de terminarse hacia noviembre, porque el testimonio de erratas tiene fecha de uno de diciembre. Hubo que esperar, sin embargo, la Tassa, la fijación del precio, que se rubricó el veinte de ese mismo mes. La composición final todavía requirió algún tiempo y el libro apareció por fin a primeros del año 1605.

Antes se debieron de hacer algunas pruebas, de algún pliego o partes, y en una de ellas estaba la portada, con fecha todavía de 1604. Esa hoja, impresa sólo por una cara, se encontró envolviendo un legajo de manuscritos, que no tienen nada que ver con el Quijote. Estaba arrugada y con la tinta algo borrada, pero fue “amorosamente lavada, cuidadosamente planchada y orgullosamente reproducida”. Una de estas reproducciones, numeradas, me llego a mí y la ofrezco hoy como simple dato curioso a mis lectores. La fecha que aparece es 1604.

He obtenido estos datos de uno de los envíos periódicos, Aguinaldos, nº 8, de Gráficas Almeida, imprenta madrileña de más de sesenta años, situada en pleno barrio de las Letras, no lejos de donde vivió Cervantes y de donde se imprimió por primera vez el inmortal libro.

22 de abril de 2015

Fallido trasplante cardíaco de Kantrowitz (1966)


Palabras clave (key words): Medicina Nuclear, Adrian Kantrowitz, failed heart transplant.

Seymour M. Glick, uno de los primeros colaboradores de Berson y Yalow, trabajaba sobre hormona de crecimiento, oxitocina, etc. en el Maimonides Medical Center, Servicios de Coney Island Hospital. Resultó que el laboratorio de RIA formaba parte del departamento de Medicina, del que Glick era el Jefe, y yo llegué adscrito al de Medicina Nuclear. Pero también allí se hacían cosas nuevas, con las gamma cameras, que empezaban entonces para los estudios de imagen, investigaciones sobre la cinética de diversos procesos biológicos, etc. Y empezamos a buscar oro en la sangre —quiero decir que tratábamos de medir su concentración en pacientes de artritis reumatoide tratados con sales de oro— mediante una técnica de nombre arcano y magnífico, X-ray fluorescence, que demandaba aparatos que no existían en ningún hospital, pero sí en una gran empresa con la que colaborábamos.

 La cooperación con el núcleo central del Maimonides era intensa y a veces trasladábamos alguna ‘vaca’ —todos llamaban así, moly cow, a los generadores de 99mTecnecio a partir del 99molibdeno—, y lo hacíamos en una ambulancia, con la sirena funcionando sin necesidad. Yo,  nacido en una pequeña ciudad andaluza, no acababa de creerme que anduviera en estos trajines en la que era entonces, sin duda, la capital del mundo. La vaca se ‘ordeñaba’, haciendo una elución (ordeño) para obtener el 99mTecnecio.

El verde de indocianina era una buena sustancia para estudiar el funcionamiento hepático, pero resultaba demasiado cara. Llegó entonces al hospital un químico lleno de ilusiones, que podía producirla a bajo coste. “El procedimiento es algo explosivo, pero lo vamos a lograr”, decía divertido. Se formó en mí, ya para siempre, una idea del espíritu pionero y arriesgado de ciertos científicos, una imagen confiada y risueña de lo que podía ser la investigación, un sentimiento fáustico de que todo era posible, la optimista convicción de que el mundo era inmenso y ubérrimo, la vida casi eterna y había tiempo para todo. Sí, eso era lo que pensaba. Me pareció interesante conocer esa especialidad naciente, la Medicina Nuclear; de hecho, proseguí con ella luego en Suiza.

El mundo me parecía recién estrenado. Yo y todos mis amigos éramos jóvenes y en aquel orbe íntimo nunca tuve que asistir a un funeral; no existía la muerte. Sí apareció en la lejana España, hurgó con sus descarnados dedos los pulmones de mi padre y creció allí un tumor maligno, un cáncer ya intratable. Entendí por fin que el mundo no era un paraíso y que había que volver a la vieja tierra. Pero eso fue al final, el ensueño americano duró unos años.

Ya dije que en el Maimonides estaba Adrian Kantrowitz, el cirujano que hizo el segundo trasplante de corazón del mundo y pudo haber hecho el primero. En efecto, en mayo de 1966, dieciocho meses antes de la hazaña de Barnard, nació en ese hospital un niño con graves malformaciones cardíacas congénitas. Un mes después, en junio, se encontró en Oregon un donante apropiado, un niño anencefálico (sin cerebro), que fue trasladado en avión hasta Nueva York, y los dos niños fueron preparados para la cirugía. Según las normas de entonces hubo que esperar hasta que el corazón del donante dejara de latir, no bastaba el criterio de ‘muerte cerebral’, y cuando el corazón paró, los cirujanos comprobaron que estaba deteriorado y el trasplante y no se realizó.

Dejo una foto, tomada de la colección Profiles in Science, de la National Library of Medicine, para que se tenga una idea del tamaño del corazón de un niño de días; es como una castaña. En otra entrada contaré más sobre el primer trasplante de Kantrowitz y sus inventos en el campo de la cardiocirugía.

Volviendo a Solomon Berson, precisamente hoy, 22 de abril, habría cumplido 97 años, una edad no imposible. Murió con sólo 53. La Muerte se equivoca a menudo.

(continuará)


 
Corazón del donante, un niño de días

20 de abril de 2015

El pequeño laboratorio de Rosalyn Yalow y Solomon Berson


Palabras clave (key words): un pequeño laboratorio en el Veterans Hospital del Bronx.

He hablado de Rosalyn Yalow y Solomon Berson y dije que fueron científicos excelsos; eso lo sabe ya todo el mundo. Eran, además, de los que a mí me gustan más. Trabajaban en un pequeño equipo, sin apenas ayudas, sin grandes grants o fondos para investigación, con relativa calma, en un ambiente extraordinariamente grato, en un hospital no volcado especialmente a la investigación. Ros Yalow lo cuenta: “Ni Sol (Solomon) ni yo tuvimos un aprendizaje postdoctoral en investigación. Aprendimos y nos corregimos el uno al otro y éramos críticos muy severos con nosotros mismos”.

Berson estuvo en el Veterans de Bronx de 1950 a 1968, cuando marchó a la recién fundada Mount Sinai School of Medicine. En abril de 1972 fue elegido miembro de la National Academy of Sciences (NAS) y ese mismo mes murió de un infarto masivo. Yalow quiso que su servicio en el hospital llevara su nombre. La vida no se detuvo —no lo hace nunca— y de 1972 a 1976 el laboratorio publicó sesenta artículos. Yalow ingresó en la NAS en 1975 y fue premio Nobel en 1977. Se jubiló en 1991 y murió en el 2011.

En mis años de Nueva York, percibí lo que creo que es un rasgo típico de muchos científicos americanos: la espontaneidad y confianza en sus relaciones, estrechas en muchos casos, utilizando entre ellos los nombres familiares, etc. En 1947 Yalow conoció a Gioacchino Failla, nacido en Italia y un personaje entre los físicos médicos americanos. Tras charlar un rato, Failla telefoneó: “Bernie, si quieres montar un servicio de radioisótopos, tengo alguien aquí a quien tienes que contratar”. Así, sin más. Bernie era Bernard Roswith, Jefe de Radioterapia del Veterans de Bronx. Así se hizo.

Berson y Yalow tenían una dedicación llena de afecto hacia sus colaboradores. Sigue Ros: “Todos estos años, Sol y yo, hemos disfrutado del tiempo dedicado a los ‘hijos profesionales’ que se formaban en el laboratorio. Tratamos de que aprendieran, no sólo nuestras técnicas, sino nuestra filosofía”. En los primeros años sesenta, dos de ellos, médicos, fueron Jesse Roth y Seymour Glick. El cuarteto Yalow, Berson, Roth y Glick firmó un buen número de trabajos entonces. Más tarde Roth fue uno de los pioneros en el naciente campo de los receptores celulares de superficie, en los National Institutes of Health (NIH) y Glick marchó al Maimonides Medical Center.

Roth trabajó con Berson porque lo recomendó el profesor Irving London. Berson llamó a Roth y le dijo: “He recibido una carta del doctor London y me dice que debo contratarle. Ya está contratado. Dr. Glick llegó recomendado por el doctor Goldman. Advierto de que se trata de recomendaciones ‘americanas’, muy diferentes de las españolas. Como las cartas de recomendación, que son muy tenidas en cuenta. Allí, en general, se recomienda al que vale, no al sobrino, etc.

Roth cuenta que eran tratados like Pharaoh’s children (como hijos del faraón). El espacio era tan reducido que había que disputarlo a veces. Una mañana Glick y él llegaron a trabajar a las 5.30 y los jefes llegaron a las 6.30 y todo estaba ocupado por nuestras cosas, cuenta con humor. En un congreso, Glick presentó un trabajo común que tuvo un gran éxito. Muchos congresistas felicitaban a Berson: “Oh, Sol, qué gran trabajo has hecho.No, no, the boys did that(No, no, han sido los chicos), repetía él.

¡Qué delicia habría sido trabajar con ellos! Bueno, aún me quedaba Seymour Glick, en el Maimonides. Me reprocho no haber ido nunca, como en peregrinación, a visitar el pequeño laboratorio del Veterans y tratar de lustrarle los zapatos a alguien, al que se dejara. Habría sido fácil; un buen amigo mío, Ben Hadar, trabajaba allí como radiólogo. No lo hice, me lo perdí, como tantas cosas. Podría contar muchas más anécdotas, pero hay que parar. Enseguida hablaré de mi llegada al Maimonides y de Adrian Kantrowitz. No me pierdo, lector; sigo el hilo. Porque el hilo existe, créeme; me gusta enredarlo, enmarañarlo.

(continuará)
 
 
Rosalyn S. Yalow

 
Solomon A. Berson