14 de febrero de 2015

El cazador maldito, leyenda (fin)


Palabras clave (key words): Pergaud, Deubel, poetas suicidas, cazador salvaje, Conde Arnau.

Louis Pergaud nació en 1882, en la localidad francesa de Belmont, en el Franco-Condado y murió en Marcheville en 1915, con treinta y tres años. Lector, cuando encuentres un autor que muere tan joven, la causa bien puede ser esa locura que es la guerra. Como en este caso, porque Pergaud fue muerto en la primera Guerra Mundial, al atacar su regimiento las líneas alemanas, el siete de abril. Lo hirió una bala y cayó en las alambradas, de donde fue recogido por los soldados alemanes y llevado a un hospital de campaña. Al día siguiente murió allí, como resultado del bombardeo de las propias tropas, las francesas. La Muerte es a veces caprichosa e insistente.

No fue uno de esos triunfadores absolutos. Se hizo maestro, como su padre, se casó a los veintiún años y la felicidad, si llegó a mostrarse, lo acompañó poco más de tres años. Se separó entonces de su mujer y marchó a París, a la casa de otro escritor amigo, Léon Deubel, quizá el último de los poetas malditos. Este vivió treinta y cuatro años y se suicidó arrojándose al río Marne, en 1913, después de haber quemado muchos de sus escritos. Tiene una obra extensa para su corta vida y vivió y murió pobre. Pergaud escribió una muy bella introducción a su libro Régner. También fue uno de los que le identificaron en la morgue, después del suicidio. Eran poetas amigos a los que unió el destino, el infortunio, la inadaptabilidad y la desesperanza.

Deubel recibió en cierto momento una herencia de doce mil francos, una suma de cierta importancia en la época, pero se la gastó en poco tiempo. Parte en Italia, cuya luz lo embriagó y en donde quizá gozó esa pequeña parte de felicidad a la que se tiene siempre derecho. Lo sacaron del río a los seis días de su muerte y en sus bolsillos había seis francos. Cuando descolgaron el cadáver del poeta Gérard de Nerval, que se ahorcó en una farola de París una mañana del invierno de 1855, en su pantalón había dos francos, cantidad más o menos equivalente, considerando la depreciación de la moneda, según comentó Jean Mistler, Secretario perpetuo de la Academia Francesa.

Muestro también una emotiva declaración de otro poeta francés, Léon Bocquet, en la que menciona a Deubel y Pergaud, muertos ya ambos: Te nombro, Léon Deubel, como otras veces. Te llamo al país de las sombras en donde se te ha unido Pergaud. ¿Me oyes, reconoces mi voz? Escucha y sé feliz. Hay jóvenes […] que te prometen que mañana tus versos florecerán en los labios de mujeres hermosas.

¡Cuántos poetas tristes! ¡Cuántos escritores acabaron voluntariamente sus vidas! He citado a Nerval; hizo una traducción del Fausto, que entusiasmó a Goethe, que llegó a decir que la prefería al original alemán. O José Asunción Silva, el poeta colombiano que a los treinta años hizo que un médico, amigo de la infancia, le dibujara una cruz en el lugar exacto del corazón y se disparó un tiro al día siguiente. Su último cheque fue a un florista, para que enviaran un ramo de flores a su hermana menor. O Ángel Ganivet, que saltó al río Dvina desde el vapor que cada día lo llevaba al trabajo. Lo recogieron los viajeros y hubo de saltar una segunda vez, para pasar por fin a la otra orilla tenebrosa de la existencia, con treinta y dos años. O Vladimir Maiakovski, o Cesare Pavese, o Paul Celan, que se arrojó a otro río, al Sena, desde el puente Mirabeau, en 1970.

Quería haber dicho algo del libro de Pergaud, poco conocido —es infinitamente más popular su La guerra de los botones, de 1912, llevada al cine—. Y sobre la leyenda del cazador maldito, el mito europeo y universal del Wild Huntsman, seducido por el demonio, que cabalga en la noche y puede aparecerse a los mortales. En España, en la mitología catalana, el conde Arnau es condenado a montar eternamente durante la noche en un caballo negro que echa fuego por la boca y los ojos…

Quizá en alguna otra entrada...

13 de febrero de 2015

El cazador maldito, leyenda (I)


Palabras clave (key words): Louis Pergaud, Goncourt, leyenda del cazador maldito.

Ya dije que amo los libros antiguos. También los modernos, claro: amo los libros. Leo ahora uno que fue premio Goncourt hace más de cien años, en 1910. Lo compré sólo por eso, pero luego alguna razón más me ha hecho traerlo a este blog. Se titula De Goupil a Margot y su autor es Louis Pergaud. Como mis lectores gustan de leyendas, tomo una de él. C’était il y a des temps, des temps… Me encantan estas fórmulas algo alambicadas que se usan en muchos idiomas para empezar un cuento. Es un aviso del narrador para indicar que se parte hacia un mundo diferente, extraño y fantástico. Ahí va:

Una mujer muy mayor cuenta la historia a un grupo, en torno a la chimenea: Era Nochebuena y se acercaba la hora del oficio divino. En el castillo, cuyas ruinas todos conocéis, apareció un hombre al que nadie había visto jamás por estas tierras y preguntó por el conde. Habló con él y le dijo: Señor conde, hay cientos de jabalíes reunidos en el fondo del valle de los lobos y con el bello claro de luna será fácil darles caza.

En un momento, el conde, cazador apasionado, olvidó sus deberes religiosos, llamó a sus criados y mandó ensillar los caballos y preparar los perros. Sin embargo, su piadosa esposa lloró tanto y le rogó tanto, que el conde consintió por fin en ir al oficio y ocupar su puesto en la iglesia, en el sillón rojo, bajo el baldaquín dorado, que le estaba reservado por su dignidad.

Ya habían comenzado los cantos y el conde aún estaba con el ceño fruncido, a disgusto. En ese momento, el mismo misterioso desconocido entró en la iglesia y, sin persignarse ni tomar el agua bendita, se dirigió de nuevo al noble y le habló al oído. El débil conde ya no pudo aguantar más y, a pesar de las miradas suplicantes de su dama, salió de la iglesia, seguido de sus criados. Muy pronto se pudo oír el ladrido de los perros y durante la misa se percibían como una blasfemia los gritos de la lejana caza en el valle. Los asistentes a la misa tenían lágrimas en los ojos y rezaban con fervor.

El ajetreo duró la noche entera hasta que, de repente, cesaron los ruidos. Pero el señor conde no volvió al castillo y nunca más apareció de nuevo. Como si la tierra se lo hubiera tragado, junto a sus criados y la jauría. Es fama desde entonces que su impiedad fue condenada por Dios y que está en el infierno expiando su sacrilegio. Además está condenado a volver cada cien años, en Nochebuena, con sus perros y andar vagando de caza toda la noche. La pobre condesa murió poco después de tristeza en un convento y en cuanto al misterioso personaje que propuso la caza, nunca más se le vio por la comarca y todo el mundo quedó convencido de que era el Diablo.

La vieja que contaba la historia junto al fuego, rodeada por todos los miembros de la familia, añadió que ella no había oído jamás esa caza nocturna, pero su madre le contó que su abuela sí la había oído una vez. En ese mismo instante, unos gritos lúgubres se dejaron oír y atravesaron el pueblo dejando una estela de horror. Ante los quejidos desgarradores, los perros empezaron a ladrar desesperadamente. Los gritos crecían amenazadores y acababan  como en un llanto. Terminaban y volvían a empezar otra vez, el aquelarre no acababa nunca. Sus modulaciones eran siempre angustiosas y se prolongaban, siguiendo un ritmo monótono y horrendo.

Los hombres descolgaron sus fusiles y las mujeres y los niños se agolparon en torno al fuego, refugiándose en la claridad y el calor, y buscando protección frente al peligro desconocido que los amenazaba. Recemos, hijos míos, recomendó la abuela, por el alma del pobre conde. Por fin pasó todo, renació la calma y los presentes entendieron que nadie volvería a tener esta visión horrísona hasta pasados otra vez cien años.

He de contar cosas del autor y de la leyenda. Será en una próxima entrada.

(continuará)

8 de febrero de 2015

La sposa del re (La esposa del rey), leyenda (fin)


Palabras clave (key words): leyenda, sirenas, rescate de la reina, justicia.

La joven reina, sigue la leyenda, no merecía la muerte porque era “bella, buena y obediente”. En el fondo del mar fue acogida por una multitud de hermosas sirenas, que cantaban dulcemente, de un modo jamás oído. La condujeron a sus ricos alojamientos y allí pudo ver a muchos hombres y mujeres, a los que el canto fascinante y traidor de las sirenas había atraído y vencido para siempre durante siglos.

Mientras tanto, el cortejo llegó al palacio real, rebosante de damas y caballeros. El rey ofreció el brazo a la desposada y al mirarla quedó como fulminado. ¡Qué fea es la reina, pensó, y a mí me pareció la más bella del mundo! También los presentes estaban maravillados y se miraban en silencio. Sólo la madre de la reina rebosaba de gozo. El rey le preguntó la razón de aquel cambio súbito y ella respondió, con el desparpajo propio de estos casos: Maestà, passò la luna, e le tolse la fortuna; passò il sole, e le tolse lo splendore. Dejo el italiano y traduzco: Majestad, pasó la luna y le quitó la fortuna; pasó el sol y le quitó el esplendor.

Se suspendieron las fiestas, el rey se refugió en sus habitaciones y estuvo tres días y tres noches sin ver a nadie, sin tomar alimento, desahogando en llanto el dolor de su amarga desilusión. Pasado un tiempo, quiso tomar un poco de aire fresco y salió al campo, solo, sin acompañamiento. Sin darse cuenta llegó hasta el mar y lanzó un hondo suspiro. Le pareció entonces oír una voz melancólica que venía de lo profundo de las  aguas: Oh, tú, que vienes a esta playa, ve al rey y cuéntale mi historia. ¿Quién eres tú, gritó el monarca, y qué quieres del rey? Entonces la voz, que era la de la obediente e infortunada reina, le contó la historia de su viaje y de sus desgracias.

El rey estaba fuera de sí ante tanta maldad. ¿Qué debo hacer para sacarte del mar y conducirte a la corte?, preguntó. Es inútil cualquier remedio, pero preguntaré a la Madre de las Sirenas. Vuelve mañana a este mismo lugar y te diré su respuesta, contestó la voz. El rey volvió al día siguiente y la misma voz le dijo: La Madre de las Sirenas me ha dicho el remedio, pero es muy arduo y complicado. Además, pienso yo que el rey ya se habrá consolado de mi ausencia y me creerá muerta.

No, no, exclamó el rey. Lo conozco y sé que es el más infeliz de los hombres desde tu desaparición. Dime el medio para salvarte. Pues bien, para que vuelva a tierra es preciso echar al mar una gran carga de vino, de queso y de pan, para saciar a las sirenas y sus prisioneros que no han comido desde hace mucho tiempo y sobrepasan en número a todos los habitantes de la tierra. Así lo cumplieron todos los súbditos del reino y así pudo regresar la reina a tierra, en los amantes brazos del rey, que la tuvo escondida hasta la noche. Se anunció que habría una gran fiesta en palacio.

En la fiesta, llena de cortesanos, la reina auténtica estaba disfrazada con ropas de forastera. El rey se inclinó ante la falsa reina y dijo a todos: Señoras y señores, os he reunido para que cada uno de vosotros cuente una historia, de amor o tristeza, que aporte alguna distracción a mi desolado ánimo. Cada uno de los invitados contó su historia, provocando las lágrimas o sonrisas del auditorio. Hasta que llegó el turno de la bella desconocida, la forastera, que contó su historia, la verdadera, la ocurrida durante el viaje del cortejo real. Todos se horrorizaron por aquella crueldad incalificable.

Cuando terminó, el rey preguntó a sus nobles: ¿Qué pena merecen los que traicionaron a esta pobre mujer? Todos propugnaron que juzgara la reina. La falsa reina, pálida como la muerte, se vio obligada a decir: Merecerían la muerte. Sea tal, decretó el rey. Entraron entonces hombres armados, que quitaron todas sus joyas a la falsa reina y la sacaron fuera, con su madre. El rey presentó a sus cortesanos la reina verdadera. Tenía los ojos del color del mar y los cabellos del color del sol.

Es una leyenda sencilla, poco conocida y levemente disparatada, que fue traducida al inglés y francés. La  presento ahora en español. La reina era un encanto, aunque quizá un poco sorda.