Palabras clave
(key words): Recuerdos, adolescencia, avisos de la Muerte
Nunca me preocupó demasiado el tema de la
muerte. Mis fundamentales ideas sobre la misma se forjaron cuando apenas había cumplido
los doce años. Yo tenía un tío abuelo que era médico y un día, cuando él ya
estaba enfermo de aquella enfermedad incurable, en su casa, en un elegante
salón con amplios sillones tapizados de un color azul suave, pude asistir
brevemente a una distendida, culta, casi susurrada charla con sus amigos,
algunos médicos también, sobre el tema universal y omnipresente de la muerte.
“Yo prefiero tener una muerte consciente, lúcida y tranquila, con las cosas
viéndolas venir, en su debido orden. Para irme acomodando, para poder
despedirme galantemente del mundo”, decía mi tío. “Ah, no, Ramón, yo no quiero
ni enterarme. Prefiero que me fulmine en un instante, que se presente sin
anunciarse, sin asustarme ni entristecerme”, replicaba alguien. Yo era todavía
un niño y ni repararon en mí. Pero los oía y me dio miedo de lo que hablaban. Y
al mismo tiempo no me podía marchar, estaba pendiente de sus palabras, de sus
gestos, hechizado por sus cuidados ademanes, por la manera en que desvelaban
sus pensamientos, asomado a un mundo que me trascendía y al que adivinaba que
un día tendría que llegar.
Durante muchos años ni recordaba
esa escena y ahora, cuando tengo la edad de los que estaban allí reunidos, me
doy cuenta de que algo de lo que se dijo entonces quedó sembrado en mi alma,
oculto, latente, indestructible, para surgir alguna vez, para hacerse presente
y exigir también mi respuesta de adulto, mi solución personal al infausto
dilema, mis preferencias respecto a la forma de morir. Y veo claramente que lo
que pienso al respecto es lo mismo que, confusamente, pensé entonces, a los
doce años, en un instante en que acerté a comprender lo que estaba oyendo y
tomé ya tímidamente partido para mis adentros. La verdad es —he aprendido
después— que la Muerte avisa casi siempre, si se sabe escuchar. Contaré una muy
vieja historia china:
Un mercader marcha hacia una feria
algo alejada de su casa. En el camino, se acerca a un río para refrescarse, y
en el agua, de pronto, ve la imagen de la Muerte y la reconoce horrorizado.
“¿Qué quieres de mí?, le preguntó. Soy joven y tengo todavía muchas cosas por
hacer”. La Muerte le contestó con las palabras más tranquilizadoras. “Cálmate,
no es por ti por quien vengo. Cuando llegue tu hora, no me llegaré hasta ti sin
prevenirte antes; te lo prometo y yo cumplo mis promesas”.
El mercader recobró inmediatamente la paz,
hizo sus negocios en la feria y volvió feliz a su casa. Pasaron muchos años, se
casó, tuvo hijos, tuvo su primer nieto. Todavía podía trabajar y un buen día
marchó a otra feria. Se llegó hasta la orilla de otro río y otra vez volvió a
ver a la Muerte. No es fácil verla sin asustarse, pero él recordó sus palabras
y su promesa y le dijo, con la más sincera convicción: “Tampoco esta vez puedes
venir por mí, porque prometiste que me avisarías y no lo has hecho. Todavía no
estoy preparado”. La Muerte le respondió entonces, fatigada por una explicación
que había tenido que dar tantas veces en circunstancias parecidas: “Te he
avisado de mil maneras. Cuando te mirabas al espejo y apenas podías reconocer
las facciones de tu juventud. Cuando te fatigabas al andar, cuando empezaste a
perder la vista, cuando ya no oías bien. ¿Cómo puedes decir que no te he
avisado? Es la hora ya, esta vez sí es a ti a quién busco. No has sido
prudente”. Y tomándole sin brusquedad, pero con determinación, lo arrastró
hasta el fondo del río. Estaban solos, nadie presenció el suceso.