10 de febrero de 2017

Viaje a las Batuecas (1 de 6)

Ya dije que sería improcedente cortar el blog para siempre. También conté que tenía textos ya escritos, como el de mi viaje de hace casi un año a las Batuecas, una muy bella y desconocida región de España. Es algo largo y recoge y resume con fidelidad lo leído en otros trabajos, mucho más extensos todavía. Ahí va ahora, en seis entradas.

He estado unos días por una región más nombrada que conocida: las Batuecas, en la Sierra de Francia. Hace algún tiempo solía yo escribir pequeñas crónicas de mis viajes, pero curé ya de eso. En este caso haré una excepción, por razones que se irán descubriendo en mi relato. Adelanto una: se trata de un trozo de España que yace en nuestro imaginario colectivo. Constituye una entrada independiente del DRAE, como ‘valle de la provincia de Salamanca’, y allí figura la expresión ‘estar en las Batuecas’, con significado equiparable al de ‘estar en Babia’: estar distraído y como ajeno a lo que se trata. Quizá perciba yo una sutil diferencia semántica: estar en Babia es estar ‘apartado de la realidad’, estar en las Batuecas es ‘estar en otra realidad’.
El viaje fue en mayo, de este año más bien lluvioso. El campo estaba ubérrimo y glorioso y no diré más porque no tengo tanto tiempo y porque no soy nada bueno en describir cualquier cosa que sea. Omnipresente el verde, aunque en la paleta no hubiera demasiadas gradaciones o matices. Había sobre todo árboles, robles y castaños, con abundante sotobosque y las inevitables jaras de diversos colores. Claramente un locus amoenus, de los muchos que se refieren en las historias antiguas y en las literaturas; un sitio poco poblado, en el que apenas se ven alquerías o casas de labranza y en el que bien podría haber estado el Paraíso terrenal. Ya se verá por qué escribo esto.
Nos hospedábamos en la localidad de Mogarraz, declarada Conjunto Histórico Artístico, una de las pocas juderías que se cristianaron totalmente. Empiezo mi relato por aquí, porque se trata de lo más fácil. El lugar tiene hoy menos de cuatrocientos habitantes de derecho y estuvo más poblado, hasta que muchos vecinos empezaron a emigrar. El trazado de sus calles mantiene su estructura medieval y las casas tienen la arquitectura típica de la zona, como ocurre en otros núcleos de población cercanos. El pueblo está limpio y aseado, aunque algunas casas desocupadas y ruinosas dan a unos pocos rincones un aspecto peculiar que a mí me recordó, no sé bien por qué, otro lugar muy distante que visité hace tiempo, el Nepal. El entramado de madera en las paredes y los balcones y terrazas volados, quizá me causaron esta impresión.
Hay poco turismo y poca gente en las calles. El silencio es casi total, interrumpido ocasionalmente por el ruido siempre amable del agua corriendo en las numerosas fuentes y albercas públicas, con fechas grabadas en la piedra, alguna del año 1600. El país entero es abundante en aguas y hay muchos manantiales y veneros. La fuente más legendaria de toda la zona es la de San Juan, que está en el pueblo de Santibáñez de la Sierra, en el lugar en que hubo una antiquísima ermita homónima —citada por el historiador español del siglo XVI Ambrosio de Morales—, en la que, según cierta tradición, vino a refugiarse el vencido rey godo don Rodrigo, huyendo de los moros invasores. Muchos nombres de las fuentes en los pueblos de esta sierra son curiosos, evocadores: Fuente Grande, del Médico, de los Frailes, del Obispo, de la Gitana, etc.
La paz es perfecta. Al caer la tarde el pueblo entero parece vacío y dormido, desierto, como existente en una dimensión distinta, no la habitual. Hay un detalle que quizá contribuya a esa sensación. En el año 1967, hace cincuenta años, un fotógrafo local, Alejandro Martín Criado, fotografió para el trámite de obtención del carnet de identidad, a todos los mayores de la localidad; se han conservado 388 fotos. La mayoría de estos habitantes permanecieron en el pueblo y no emigraron, como hicieron otros. Con este archivo icónico, un pintor, Florencio Maillo, natural del mismo Mogarraz, ha realizado pinturas encáusticas, sobre chapa metálica, de buen tamaño, prendidas en las fachadas de las casas en que habitaron los retratados. Nada está exento de polémica, tampoco esta iniciativa. En casos aislados, los familiares han borrado las imágenes.
Dada la fecha de las fotos, es obvio que la mayoría de estas personas ya no están vivas. Pero están allí, en las casas que habitaron, más allá del tiempo, impasibles y resignadas, como avisándonos de la futilidad y brevedad de la vida. Todo ello, con la luz difusa del anochecer en las angostas calles, se traduce en una ambiente especial, que deja lugar para la reflexión y hasta un poco para el azoramiento. Se ve uno allí, solitario, compartiendo la soledad y el silencio con los que ya no están, rodeado de muertos, que parecen avisarnos de que al final nos encontraremos otra vez con ellos en alguna parte, alejados definitivamente del ruido del mundo.

(continuará)