Pero el Sur puede ser también el desorden, el
exceso, la locura, le argumenté tímidamente al maestro. De Nápoles, un refrán
afirma que es un paraíso habitado por diablos. ¿No os llegó a cansar aquel
doloroso estado de pobreza, de banalidad; ese universo lleno de pifferari, de lazzaroni. Aun así, me contestó, esa fue la luz que yo busqué; os
lo digo ahora que regreso inocente y sabio de la muerte. Iba yo a contarle que,
en cierta manera, él había estado en España, que yo había escrito un relato titulado
Goethe en el Guadalquivir; pensaba
hablar con él de tantas cosas… Pero en ese momento el guía nos apremió para que
continuáramos el camino y pasáramos a la siguiente habitación y todo se
desvaneció. Comprendí entonces, mientras salía del dormitorio, que el maestro
llevaba razón.
Y recordé los encendidos párrafos que yo
mismo había escrito, en Madrid, hace ya muchos años, en una habitación perdida
en el remanso de la ciudad universitaria, con pensamientos y sentires que puse
en la cabeza de un médico, el doctor Fernández: “Cuando llegó, se asomó a la
terraza. Era ya casi de noche. El cielo tenía un hermoso color azul oscuro, con
ese brillo metálico del solsticio de estío y la ciudad aparecía como un inmenso
fuego a punto de extinguirse. Una brisa cálida llegaba agotada del Sur y
recreaba, intactos, los ensueños de los tiempos pasados, en los que se
multiplicaban espejismos imposibles. En los rincones del aire nacían adelfas y
nardos, mientras, en el horizonte inmediato, la sierra, de color violeta, imprimía
una apacible vibración al paisaje.
El doctor Fernández, poseído ya por un mundo
que conocía bien y sabía inevitable, pensó una vez más que jamás podría
abandonar un país en el que tantas cosas invitaban a la felicidad y en el que,
precisamente por ello, era imposible que la gente fuera excesivamente juiciosa.
No se es razonable en los paraísos, aunque sean elusivos y finalmente
inalcanzables. Se es razonable en las tierras inhóspitas, en los climas duros,
donde durante siglos los pueblos han tenido que luchar lúcidamente, y todos
juntos, para subsistir. En aquel país, en realidad, para ser feliz, se trataba
sólo de luchar contra el exceso de algunas locuras: la locura de las noches de
luna y los viejos cantos paganos, la locura de los limoneros y los naranjales,
la locura de los olivos de argento... la locura del sol. Un sol que llevaba
milenios castigando y adormeciendo, acunando y fermentando todos los ensueños y
todas las desganas. Un sol que llamaba a la vida, que cantaba a la vida y que
en el Sur, siempre presente en el médico, junto al mar, teñía de sangre las
ventanas de las casas blancas en cada atardecer, al ocultarse herido tras
cegadores horizontes de sal”.
Hay más presencia de Goethe en mi obra. En mi
libro Una noche en Nueva York, hay un
vagamundo, un ser tierno y vagaroso retirado en el Bowery, un barrio marginal y
perdido de la ciudad, que cita al autor alemán: “El vagamundo, escribo yo en mi
relato, empezó a recoger sus cosas, preparándose para dormir. De repente, se
dirigió de nuevo al extranjero:
— Eso que te he dicho sobre el mundo lo
escribió muy bien tu querido y admirado Goethe. Te voy a citar de memoria, pero
no me equivocaré mucho: Todas las cosas de este mundo vienen a parar en
bagatelas, y el que, por complacer a los demás, contra su gusto y necesidad, se
fatiga corriendo tras la fortuna, los honores u otra cosa cualquiera, es
siempre un loco. Es de Werther.”