28 de agosto de 2015

Sobre la actriz Alida Valli


Palabras clave (key words): Alida Valli, Wilma Montesi, Piero Piccione.

Mencioné hace poco en este blog a una actriz extraordinariamente seductora, con aires de diosa inalcanzable: Alida Valli. Vino a mi entrada en relación con la película El tercer hombre, en la que actuó. Yo no sé si a los más jóvenes les suena esta mujer, que muchos colocan en el grupo de las míticas de todos los tiempos, como Greta Garbo, Marlene Dietrich o Ingrid Bergman. La secuencia final, con la cámara fija, del film citado es de una belleza y melancolía arrebatadoras. Lector, te ofrezco el vínculo y sólo por eso deberías estarme eternamente agradecido: https://youtu.be/5icX835oyh4. Además te muestro un par de fotos de la diosa y verás que no cabe aquí la exageración. No era mi intención hablar más de ella, pero cambié de idea y lo voy a hacer.

Su nombre entero era baronesa Alida Maria Laura Altenburger von Marckenstein-Frauenberg del Sacro Romano Germánico y nació en el 1921, en la ciudad italiana (hoy croata) de Pola, en el seno de una familia noble. Su primera intervención en el cine fue en 1934, con trece años, y ya en 1942 obtuvo un premio a la mejor interpretación en el Festival de Venecia. En 1944 se casó con Óscar de Mejo, un compositor italiano, del que se divorció en 1952. Fue en 1949 cuando participó en El tercer hombre.

La belleza también trae sus problemas, aunque sean de naturaleza amable la inmensa mayoría de las veces. O sea, que no recomendaría yo a las jóvenes que la posean que anden escondiéndola o traten de destruirla, aunque viendo cómo visten algunas bellas podría pensarse esto, con toda razón. Quizá el principal incordio sea el derivado de la maledicencia de las gentes. Es lógico que las guapas estén más en peligro de pecar contra la modestia y castidad que las otras, pero también es cierto que, de ser verdaderos todos los deslices que se propalan, las pobres pecadoras sólo tendrían tiempo en su vida para comer algún pincho e ir saltando de cama en cama.

Alida Valli no era sólo bella, sino que era profundamente interesante, que es otra cosa, aunque al final pudiera resultar que es lo mismo —lector, estarás hecho un lío; a mí me pasa los mismo con estos temas—. Lo que quiero decir es que hay mujeres tan hermosas que, hagan lo que hagan o digan lo que digan, resultan interesantes. En los años treinta se rumoreaba que la Valli era amante simultánea de dos hijos de Mussolini, Vittorio y Bruno, y también del general nazi Paul Joseph Göbbels. Può darsi (puede ser), que diría un italiano. Cuánto ajetreo, ¿verdad?

Más en serio, sí fue una gran desgracia en su vida el caso de Wilma Montesi, en abril del 1953, una oscura muerte que conmocionó Italia y que quedó sin resolver. Una guapa joven romana de veintiún años, aparece muerta un amanecer en la playa de Torvaianica, a unos cuarenta kilómetros de Roma. La chica había salido de su casa dos días antes, al atardecer. Se dijo que había ido hasta el mar para un pediluvio, por un eczema en un pie. Se hace una autopsia rápida y se da la historia por concluida.

Un mes más tarde, un semanario satírico retoma el asunto e involucra en el mismo al hijo de un ministro del gobierno, Piero Piccione, compositor. En octubre, la revista Attualità critica la lentitud de la investigación y sugiere favores políticos. Finalmente, en enero del 1954, diversos testimonios desvelan orgías de sexo y droga en Capocotta, en la finca de un marqués, cerca de donde se encontró el cadáver. Una testigo, apodada el Cisne por su largo cuello, antigua amante del marqués, da detalles comprometedores. Piccione —de nombre artístico Piero Morgan, autor de la banda sonora de muchas películas de Alberto Sordi— es imputado. Pero tiene coartada: el testimonio de Alida Valli, que declara en el juicio, en 1957, haber estado con él todo el día de los hechos y esto le salva. La sombra del perjurio la seguirá ya siempre. Todos resultan absueltos.

Una mezcla de todo. La belleza, la riqueza, la mentira, lo frívolo, lo escabroso, la maldad, quizá el perjurio. Es la vida, la dolce vita. Años más tarde Fellini hará una película con ese título y ganará la Palma de Oro en Cannes. Todo está ya olvidado.


 
 

25 de agosto de 2015

Cumpleaños de Jorge Luis Borges


Palabras clave (key words): cumpleaños de Borges, Macedonio Fernández, Joaquín Soler.

Hoy, 24 de agosto de 2015 —lector, esto aparecerá en el blog mañana—, Jorge Luis Borges cumpliría 116 años, una longevidad extrema, pero no imposible para los seres humanos. Estoy seguro de que a él no le habría gustado llegar a tan viejo. Al cumplir los ochenta y cinco, ya decía que se ‘avergonzaba’ de haber llegado a esa edad, que estaba abusando. Ha sido tan estudiado que no diré aquí una sola palabra sobre su literatura y sólo dejaré constancia de que es uno de mis preferidísimos escritores, porque adoba su obra con los inestimables dones de la inteligencia y la cultura. La literatura puede, y en muchos casos debe, ser así. ¡Feliz cumpleaños, maestro!

Hay cosas que se pueden decir sólo cuando uno es Borges. Entonces se puede mentir, se puede falsear la realidad, porque es obvio que el lector entenderá, no se dejará engañar. Así, por ejemplo, cuando dice: “A mí personalmente no me gusta lo que escribo. Me he resignado, pero eso no quiere decir que lo apruebe”. Todo el mundo sabe cómo hay que interpretar eso. Pero lo traigo aquí para hacer una breve reflexión:

Pienso que el escritor —cualquiera, por insignificante que sea— cree en su obra, en su estilo, en su manera peculiar de escribir. Uno quiere hacer algo bello y lo intenta con esfuerzo y lo mejor de su arte y está convencido de que lo que escribe está bien, aunque, claro, puede estar equivocado. Por ello reclama con urgencia el juicio imparcial de sus lectores y de los críticos, para convencerse de que sus patrones estéticos son los adecuados, de que está en el camino correcto. Lo cual es perfectamente compatible con la conciencia de sus limitaciones, de que siempre habrá maestros inalcanzables. Sólo en algún escritor mercenario es pensable que pueda producir obras que no le satisfagan, por la imperiosa necesidad de cumplir compromisos editoriales.

Leer a Borges siempre fue para mí una verdadera fiesta, un paseo por el paraíso. Escucharle multiplicaba ese placer, porque era un conversador excelente, con una finísima ironía, con muy sutil retranca. Como Josep Pla, como Álvaro Cunqueiro. Todavía recuerdo la entrevista en TVE con aquel magnífico periodista, Joaquín Soler, en su programa A fondo.

He visto a Borges otras veces. Me viene a la memoria una entrevista en la que él contaba una conversación con el escritor Macedonio Fernández —amigo íntimo, inteligentísimo, que lo impresionó más que ningún otro, según confesó— y que ya mencioné en mi entrada del 14/12/2013, en este blog. Estaban oyendo tangos y Borges le preguntó: “¿Por qué no nos suicidamos para acabar con esta música?”. El entrevistador, también sagaz esta vez, replicó: “Pero por fin no se suicidaron”. A lo que respondió Borges, displicente: “No sé si nos suicidamos..., no me acuerdo”.

No recordaba. Hay muchas clases de muerte y algunas son irreconocibles; de manera que puede uno llevar años embarcado en una de estas defunciones silenciosas sin saberlo. Son vidas sin sorpresas, sin esperanzas, sin felicidad. Sí, esa felicidad humana incompleta, frágil, sin la que, a pesar de todo, es duro vivir. Una de las frases más repetidas de Borges es ese lamento: “He cometido el peor pecado que uno puede cometer; no he sido feliz”. Lector, estoy convencido de que era una pose, una ironía borgiana. Bastaba mirar su cara, ya de ciego, para comprender que no era verdad. Una vez dijo que se sentía más feliz de mayor que de joven. Los jóvenes pueden permitirse ciertos lujos, añado yo. Y también dijo: “He observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso. […] Uno debe ser feliz, no por uno mismo sino por las personas que lo quieren”.

Citaba yo en mi entrada anterior una cierta utopía: la posibilidad de un gobierno universal. A Borges le preguntaron una vez si creía que se podría lograr alguna vez la integración latinoamericana y respondió: “Y no solamente esa integración, sino la del planeta entero”. Se sentía ciudadano del mundo y en verdad lo era.

23 de agosto de 2015

De la omnipresente violencia


Palabras clave (key words): violencia, tragedias de Shakespeare, El tercer hombre.

Odio la violencia física en cualquiera de sus múltiples manifestaciones y también la violencia verbal. Tolero, hasta cierto punto y sólo en determinadas circunstancias, la de la palabra escrita, sobre todo si es sutil o contundente, bien adobada con humor o con justificado desdén. Y siempre que se dirija a algún entontecido, que hay bastantes.

Lector, sabes muy bien que no es lo mismo tonto que entontecido. Frente al tonto puro, que no es responsable de su falta, sólo cabe la compasión disimulada, para no herir su susceptibilidad, y la obligación de velar cuidadosamente por él. El entontecido, el tontivano, es algo muy diferente: es el engreído, el que se cree, por el motivo que sea, superior a los demás. Sucede, además, que muchas veces su encumbramiento deriva de logros discutibles o fraudulentos. La sabiduría popular distingue muy claramente entre esas dos tonteras: el tonto de la cabeza y el tonto del antifonario.

Viene este exordio sobre la violencia por lo que conté en mi anterior entrada, al hablar de las muertes en el Titus Andrónicus, de William Shakespeare. Es verdad que es quizá la más sangrienta de todas sus obras. Pero también es verdad que el teatro inglés de la época está plagado de violencia y sangre y que esto era absolutamente tolerado por el público. Ya dije que en esa obra había nueve muertes en escena, muertes que ocurrían ante los ojos del espectador. Pero no es sólo eso: hay otras cinco muertes más, una mujer violada a la que después le cortan las manos y la lengua, más amputaciones de miembros, un quemado vivo, un caso de locura (fingida) y otro de canibalismo, cuando Titus da a comer a Tamora un pastel hecho con la carne de sus propios hijos. Y crueldades parecidas hay en otras obras del genial dramaturgo inglés: Hamlet, Macbeth, Julius Caesar, King Lear, Coriolanus, etc.

En el cine actual la violencia se halla igual de presente. Cuando veo en TV los anuncios y argumentos de películas, me sorprende la presencia constante de armas, cada vez más letales e inverosímiles, y luchas cada vez más absurdas. Si por azar caigo en uno de estos filmes, al aparecer un arma, desconecto enseguida. Hice la promesa de no ver ninguna película en la que aparezcan armas. Inmediatamente comprendí que no podría ver entonces, por ejemplo, una de mis preferidas, El tercer hombre. Y me digo que hay que contemporizar, si quiero ver esa largo y maravilloso plano secuencia final, en el que la bellísima, interesantísima, Alida Valli (Anna), una pobre actriz secundaria expuesta a ser expulsada del país, abandona el cementerio y Joseph Cotten (Holly Martins), un autor de novelas baratas del Oeste sin un céntimo, se dispone a un último, seguramente infructuoso, intento de conquistarla. Son sólo dos perdedores perdidos, pero queda la esperanza. Todo eso con la deliciosa música de Anton Karas y su cítara.

Ya sé que esa violencia no se da únicamente en la ficción, sino que está afianzada en la realidad de todas las épocas. Y hasta en un grado difícil de transferir a cualquier representación, por tratarse de acciones masivas con miles o millones de víctimas. No me refiero sólo a las bajas en guerra, sino a los innúmeros genocidios, los asesinatos de comunidades enteras indefensas. El gusto por los espectáculos sangrientos también tuvo un comienzo temprano en la humanidad. El ser humano puede convertirse en un animal sediento de sangre, capaz de los actos más extremos de crueldad. La realidad actual no invita a desligarse de esa opinión pesimista. Los medios de comunicación ofrecen cada día noticias de una maldad casi infinita, no fácil de concebir.

También estoy presto a reconocer que la mayoría de las personas con las que nos encontramos en nuestras vidas son más bien pacíficas y hasta benevolentes y se siente horrorizada por estos actos, que somos incapaces de evitar. ¿Cómo es posible que se produzcan? Siempre he pensado que hay algo radicalmente enfermo en nuestra propia arquitectura social de siglos, que los hace posibles. ¿Habrá alguna vez un gobierno universal justo y pacífico?, ¿será posible esa utopía? Algunos creen que sí y que es la única solución posible.