Abandono estas elucubraciones. He hablado
casi únicamente de palabras, aunque haya hecho alguna excursioncilla por otros
ámbitos de la realidad. Lector, quizá te haya hecho pensar en todo y en nada,
como pretendía el mismísimo Goethe —lo conté al principio—, en su discurso a
los compañeros, en una fiesta campestre.
La realidad no se puede compartir —o lo que
es lo mismo, no existe— sin la palabra. No
sé con qué decirlo / porque aún no está hecha / mi palabra, cantó Juan
Ramón Jiménez, en Eternidades, en
1917. Para todo hacen falta las palabras. En un relato de esos que considero
del todo inalcanzables, El pequeño
Heidelberg, de Isabel Allende, se cuenta de un capitán de barco, extraño y
viajero, elegante y pacífico, que había llegado al lugar hacía mucho tiempo y
había pasado allí cuarenta años bailando todos los sábados, en un sencillo
salón de baile, con Niña Eloísa, una dama local, diminuta, blanda y suave, sin
que se cruzaran una sola palabra, ni en español ni en ningún idioma conocido.
Un día, llegó una pareja de extranjeros y el
capitán oyó que hablaban sus palabras, las de su niñez, las que no había oído
durante décadas. Se dirigió a ellos, les pidió con premura algo y los
extranjeros tradujeron su recado en un pasable inglés, que el dueño del local
repitió en español, ante la frágil anciana. Niña Eloísa, pregunta el capitán
que si quiere casarse con él. ¿No es un poco precipitado?, musitó Niña Eloísa.
El capitán, respondieron los extranjeros, dice que ha esperado cuarenta años
para decírselo y que no podría esperar hasta que se presente de nuevo alguien
que hable su idioma. Dice que, por favor, le conteste ahora. El capitán pensó,
sin duda, que no podía declararse a nadie, si no era en su idioma materno, con
sus viejas palabras, aunque lo tuviera que hacer a través de intérprete. Y
esperó pacientemente hasta que llegó la ocasión, el milagro. Pero luego no
quiso, como es lógico, perder la oportunidad, cuando al fin se presentó.
En ese mundo tierno, alocado, extravagante,
imprevisible y teñido de candor e inocencia, me gustaría vivir. Y como eso no
es posible, es el que quiero para la literatura: la gracia, la belleza,
gloriosamente despreocupadas por la verosimilitud y forjando sueños sin tregua.
Una literatura casi nunca ajena a los sentimientos. Hay que atreverse a sentir,
recomendó Stendhal. Con lo que, además, se hace fácil escribir, que ya
sentenció Cervantes, en El amante liberal,
que “lo que se sabe sentir, se sabe decir”. Así querría que fuera la mía: literatura
que sólo se pueda continuar y combinar adecuadamente con el silencio. “En ese
momento de su narración, Scherezada vio aparecer la mañana y se calló”.
Siempre he pensado que sólo hay unos pocos
temas realmente importantes. Junto a las palabras están, sin duda, los sueños.
Y también el tiempo. Ese tiempo que, lo digo en otro relato, deshace las vidas
y nos abate e iguala a todos, que huye asolando y descomponiendo
despiadadamente las cosas, haciéndolas cambiar bajo su soplo terrible y
constante. Incluso los astros, imperturbables y ajenos, aparentemente situados
fuera de su dominio, se alteran con su transcurso, porque hasta los cielos se
transforman y las constelaciones modifican su apariencia. El tiempo, que se une
viciosamente a la vida, que se confunde con la esencia misma de la vida, y la
envenena y destroza, y la hace pobre e ingrata. El tiempo es la limitación, la
opresión, el recuerdo constante de nuestra finitud y de nuestra impotencia. El
espacio crea perspectivas insólitas y descubre nueva belleza; el paso del
tiempo, en cambio, aniquila todo lo creado, destruye la hermosura del mundo y
es la fuente última de toda la melancolía, de toda la tristeza y de toda la
angustia humanas.
Lector, ha pasado el tiempo y he de terminar.
Cuenta González Ruano, en su Madrid
entrevisto, que al final de su vida, el pobre Ramón de Basterra, que murió
sin cumplir los cuarenta años, con tanto inacabado, decía a sus amigos: Decidme que mis versos son muy buenos... A
vosotros no os cuesta nada y a mí me hace muy feliz. A mí, esos halagos me
dejan relativamente indiferente. No porque sea más ascético que Ramón de
Basterra, sino porque he vivido muchos más años. Pero sí querría, y lo digo con
franqueza, que se conocieran y leyeran mis libros. Porque los hice con cariño,
con cuidado, con personajes limpios y tiernos. No he sabido nunca crear
personajes malvados. Y he rechazado siempre la agresividad gratuita, el mal
gusto y la coprolalia (el hablar sucio). En literatura, o se cuenta algo con
claridad o se describe algo con precisión o hay que emborrachar con belleza.
Vivimos una época de gustos vulgares. Muchos sólo quieren historias de acción,
tipos que lleven una pistola en el sobaquillo. Y sexo, turbia y burdamente
expuesto. Don Quijote, hoy, tendría que revolcar a Dulcinea en el tercer
capítulo, sin quitarse la armadura, ha sugerido con gracia Andrés Trapiello,
uno de nuestros buenos escritores contemporáneos.
Empecé hablando de Goethe y de palabras, y
así querría terminar. El maestro alemán afirmó: Soy enemigo mortal de las palabras bajo cuya cáscara no encuentro nada.
Ojalá haya logrado yo poner algo dentro de las mías, en estas entradas.