19 de agosto de 2014

Sobre gentes que ofrecen de comer


Respetado Sr. Muñoz, ¡mire que ha tenido usted que irse lejos para descubrir o confirmar la gentileza de los demás! He leído lo que le pasó en la Memphis esa y me ha gustado mucho. La parejica que le ofreció de comer parece muy maja. Ahora, le digo que en mi pueblo hacemos eso y mucho más. Yo soy de Junquera del Juquíllar, que quizá no lo conozca. El Juquíllar se llega hasta el Júcar, pero jamás lleva agua, ni en verano ni en invierno; ni ahora, ni antes, ni nunca. Es como si dijéramos un falso río. Seguimos llamándolo así por tradición y porque, a pesar de no llevar agua jamás, a veces hay por aquí inundaciones y desastres, lo que nadie acaba de explicarse.

Le extrañará, pero es así. Eso ocurre cuando sopla el dichoso apenfón, como lo llamamos nosotros —por lo visto el nombre correcto es Alpenföhn, con dos puntillos muy parejos encima de la ‘o’, que ni el médico ni el cura del pueblo saben para qué sirven—, un viento de unas montañas que les dicen los Alpes y que están lejísimos. Nadie entiende cómo llega este viento aquí, que no es de los nuestros, ni por dónde se cuela. El caso es que cuando sopla se arman unas tormentas que son la de Dios y se producen inundaciones que lo joden todo. Pero no vienen del Juquíllar, que el cauce sigue seco y bien seco. De hecho, pásmese, el agua jamás llega allí y allí es donde corremos todos a refugiarnos, sabiendo que estamos a cubierto y es el sitio más seguro para protegerse del temporal. Qué tendrá ese río que repele al agua. Nunca hay víctimas humanas; eso no.

Bueno, salvo una vez, cuando murió el tío Cuesco, que estaba el pobre muy viejo y muy mal y siempre andaba pidiendo a Dios que se lo llevara pronto. Pues vaya si se lo llevó, que apareció a los seis días y a doce kilómetros del pueblo, en lo alto de un monte. Tan raro todo, que la gente empezó a hablar con razón de milagro. Hasta que llegó nuestro cura y dijo que no, que no era milagro. Nos está siempre hablando de milagros, que ocurrieron en donde San Pedro perdió el flequillo, y ahora que tiene uno tan a mano, pues dice que no, que ese no, y empezó con muchos requilorios y formalidades y se lo celó al obispo. Y el caso es que desde el pueblo hasta donde apareció el tío Cuesco hay un desnivel de seiscientos metros y el agua nunca pudo llegar hasta allí. Lo que pasa es que el tío Cuesco, a pesar de ser cristiano y creyente a su manera, no pisaba nunca la iglesia, ni con frío ni con calor, y por eso el cura no quiere meterlo en milagrerías.

Volviendo a lo nuestro, le diré que en mi pueblo andamos aviados casi siempre con nuestra ristra de chorizos, su buen cacho de pan y la bota de vino. Incluso cuando vamos de paseo o a ver a la novia. Por lo que pueda pasar, que nunca se sabe y el hambre es traicionera y se presenta cuando quiere. Y si nos encontramos con alguien, siempre le ofrecemos. Y si es forastero, más. Sobre todo a los extranjeros, que alguna vez se ven por aquí y casi nunca saben manejar la bota. Yo no sé qué les enseñan a esas gentes en sus escuelas. Pues los tenemos dándole tientos al cuero hasta que aprenden, que algunos son mañosos. Otros no, y acaban borrachos y sin haber aprendido.

Estos extranjeros son muy distintos unos de otros, pero muchos tienen su gracia, en particular las extranjeras. Uno de aquí, Tiburcio el de la Tomasa, estuvo una noche con dos de ellas, de un sitio que le dicen Finlandia o algo así, y cuenta y no acaba; entre los tres se bebieron cinco litros de vino. Explica todo tan a lo vivo, que los mozos están soliviantados desde entonces y andan más que nunca preparados, con las vituallas y la bota al hombro, avizorando constantemente el horizonte para ver si encuentran alguna hembra de las de por ahí, de Finlandia si pudiera ser. Uno de ellos hasta se ha mercado unos ‘primáticos’, de esos que hay para poder ver en lo invisible.

¡Qué palabra esa de avizorar! Yo tengo la inteligencia justa para ir a comprar el pan, como me decía mi pobre padre, pero pienso que esas palabras tan raras que usan en otras partes del mundo, no pueden ser tan bonicas. De todas maneras, cómo cambian los tiempos. Cuando yo era joven y veíamos forasteros, hombres o mujeres, lo único que se nos ocurría era echarlos del pueblo a pedradas. Era muy gracioso verlos desparramarse por los campos, chillando y maldiciéndonos, pero sin parar de correr ni un momento.

Esos del Misipipi, que usted se encontró, juraría que no le ofrecieron vino. Yo no he salido jamás de Junquera del Juquíllar y sus alrededores, pero creo que muchas gentes no saben vivir y Dios los ha puesto en el mundo, ni se sabe para qué. Bueno, Él lo sabrá.

En fin, Sr. Muñoz, cuando deje el río ese, que dicen que es una barbaridad de grande, aunque menos curioso, caprichoso y original que el Juquíllar, véngase por aquí y olvídese de esa gente que seguramente es buena, pero no es de la nuestra. Ya verá cómo lo tratamos. Eso sí, no vaya a venir cuando el apenfón; aunque eso ocurre de higos a brevas.

18 de agosto de 2014

De cómo son las gentes (final)


No conté mi aventura irlandesa por presunción. Cualquiera que tenga mi edad, más de cien años, y recuerde complacido su juventud, me comprenderá perfectamente. A mi edad uno ya no presume, simplemente recuerda, añora y se deja acunar dulcemente por la melancolía. Hasta a los pueblos les sucede lo mismo. Escribe Sánchez Albornoz que “cuando alcanzan la madurez, empiezan a mirar con frecuencia hacia el ayer y en el otoño de su alentar, viven más de recuerdos que de proyectos y de apetitos”. Seguramente, hermoseamos sin querer el pasado, que se nos aparece como un paraíso perdido; quizá el único paraíso que nos será dable disfrutar en nuestras vidas. Porque el del más allá, el prometido, podría resultarnos inasequible por falta de alguno de los requisitos exigidos. O podría, simplemente, no existir, ser un fruto imaginario del lógico anhelo de felicidad de los seres humanos.

Aun así, he dudado algo en incluir este episodio por si alguien lo considerara atrevido o procaz. Pero el azar —tantas veces el azar— ha hecho que lea, precisamente ahora, lo que escribe Fernán Pérez de Guzmán, el autor de Generaciones y semblanzas, de su tío, el canciller D. Pero López de Ayala, y tranquiliza ver que uno no es el único: “Amó muchas mugeres, más que á tan sabio caballero como á él le convenía”. Y qué sabía el sobrino de lo que convenía a su tío; eso quien lo sabía era el tío, ¿no? Además, yo no he sido nunca un caballero sabio, a mí no me afecta.

Sigo leyendo historias y resulta que ahora es el propio canciller Ayala quien se mete en la vida privada del Rey don Pedro (Pedro I el Cruel). Para contar que fue “asaz grande é blanco é rubio, é ceceaba un poco en la fabla. [...] Dormía poco, é amó muchas mugeres”. Claro que dormía poco, no se puede estar en misa y repicando. También el historiador Sánchez Albornoz, en Jovellanos y la Historia, habla del mausoleo, obra de Domenico Fancelli, del príncipe don Juan, único hijo varón de los Reyes Católicos, en la iglesia de Santo Tomás, en Ávila, y dice que murió prematuramente “por haber amado mucho y muy temprano” (sic). Esto sí que es grave, ¿verdad? No cita don Claudio sus fuentes y está equivocado el diagnóstico. Don Juan murió con diecinueve años, seis meses después de su boda con Margarita de Austria, de tuberculosis. Su sepulcro fue profanado en la Guerra de la Independencia y no se sabe en la actualidad dónde se encuentran los restos del desgraciado príncipe.

Dios mío, cómo son estos nobles y reyes y príncipes; todos con el mismo defecto. ¿Y los demás mortales? Pues, quizá más o menos igual, si pudieran. La sabiduría popular proclama que hay cosas que no tienen enmienda. Lector, un breve receso. A veces me gusta puntualizar y te confesaré que en mis textos siempre van algunas facecias y así hay que tomarlos. Porque también hay hombres de una sola mujer. Don Miguel de Unamuno sentía una profunda repulsión por el donjuanismo y la lujuria. En cambio, el muy ortodoxo don Marcelino, que se conservó soltero, parece que con la pertinente frecuencia enseñaba Humanidades, privadamente, a algunas de las busconas del barrio. Sabe Dios cuantas historias guardará el noble edificio de la Real Academia de la Historia, en el que vivía don Marcelino, que fue Director de la misma. Creo que fue Ortega el que cuenta la siguiente anécdota suya: Una vez, en el teatro, el ilustre polígrafo vio en un palco a una antigua novieta, con su marido y la prole, y parece que comentó con alguien: Dios mío, de qué felicidad me he librado.

He contado casos en que diferentes grupos humanos se comportan de manera parecida. Si me pusiera a escribir sobre situaciones en las que se revelan características típicas y diferenciales de los distintos pueblos del mundo, podría eternizarme y aburrir a cualquiera. Porque es obvio que también muchas colectividades humanas ofrecen rasgos de carácter distintivos y peculiares. En definitiva, que la gente también es muy suya y muy variada, incluso dentro del mismo país, de la misma ciudad, del mismo barrio, de la misma casa y de la misma familia.

Volviendo a Muñoz Molina, es evidente que no hace falta ir a Memphis para encontrar esa gentileza que él alaba, con justicia, en el texto mencionado. Leyendo algunos de los innumerables comentarios que le hacen sus lectores, encontré uno que me hizo gracia. Está escrito por un español de un pequeño pueblo levantino, Junquera del Juquíllar, de formación sencilla, pero que expone bien sus ideas. Viene a decirle que gestos como el que cuenta son absolutamente normales en su tierra y le invita a que la visite un día para convencerle. Mostraré ese escrito, pero será en mi próxima entrada, porque esta se ha hecho ya larga. Lo firma un tal Pascasio, el de la Engracia.

17 de agosto de 2014

De cómo son las gentes


Hay personas que piensan que las gentes son iguales en todas partes. Quizá esta es una de esas 'grandes verdades', que tienen la peculiaridad de ser ciertas ellas mismas y sus opuestas, a las que ya me referí en este blog. El inteligente y misántropo humorista italiano Dino Segre (Pitigrilli) dejó escrito, por poner un ejemplo, que no hay nada en la vida que merezca llegar media hora antes. Y eso es verdad, con tal de que se reconozca inmediatamente que hay miles de circunstancias en las que es muy importante y decisivo llegar a tiempo, no perder un minuto. En fin, todo esto revela el titánico y tantas veces fallido intento de la razón, en su lucha por entender y ordenar el mundo. Pitigrilli también dijo algo en lo que me amparo: La ironía nunca es inmoral.

Mi blog aparece citado en otro —excelente, sobre fotografía— de Miguel Ángel Lechuga, en el que también puede seguirse uno de Muñoz Molina. Por puro azar, a veces están los dos juntos allí, lo que me produce el incómodo sentimiento de quien tuviera un puesto de 'perritos calientes' justamente al lado de un restaurante de Adrià Ferran. Pero esto ha hecho que lea alguna de sus entradas, como la del veintitrés de mayo del 2014, en la que habla de la gentileza de unos norteamericanos sureños, de Memphis concretamente, que incluso le ofrecieron compartir algo de comida, sin conocerlo. Esto nos parece a los lectores españoles absolutamente normal y reforzaría la tesis de los que abogan por la radical igualdad en los usos y costumbres de los seres humanos.

Porque, en efecto, algo hay de eso. Yo tenía la idea de que los ingleses eran educados, discretos, intachables en su trato social, etc. Sin embargo, en una visita a Inglaterra, un profesor universitario me dijo, hablándome de otro: “Sí, se hace notar mucho. Los vasos vacíos son los que más suenan al golpearlos”. Me quedé estupefacto por la imprevista maledicencia. Como en España, me dije, ¿cómo es posible?

En Toronto, visitando un hospital, sin haber preparado ninguna cita previa, pregunté por cierto médico canadiense, al llegar a su Servicio, y una enfermera del mismo trató de buscarlo, sin conseguirlo al principio. Está perdido, me dijo, “He's very good at that” (es muy bueno en eso). No me creía lo que estaba oyendo. Era la primera vez que iba a ese hospital y la primera vez en mi vida que veía a esa enfermera.

El gesto que refiere Muñoz sobre la pareja de Memphis no me parece demasiado sorprendente. Los americanos suelen ser francos, amistosos y comunicativos, incluso en Nueva York, y uno se contagia de esa camaradería espontánea. Hace infinitos años, conducía yo mi coche por Park Avenue, una de las más céntricas de la ciudad, cuando tres jóvenes, alrededor de los treinta años, un hombre y dos mujeres, me hicieron una leve, tímida, como en broma, seña de autostop. Paré, los monté y enseguida empezaron todos a recomendarme insistentemente que no volviera a hacer eso jamás en Nueva York. Era el día de San Patricio, eran americanos de ascendencia irlandesa, estaban  algo alegres, yo iba solo, tenía tiempo... Iban a una fiesta y me invitaron. Estuve con ellos y al final llevé a su casa a una de las chicas, que agradeció mi acción como ella juzgó que me resultaría más agradable. Acertó. ¡Ay, aquella tierna americano-irlandesa! Desde entonces siento yo un especial afecto por San Patricio, patrón de Irlanda.

Mais où sont les neiges d'antan? (¿dónde están las nieves de antaño?), se preguntaba François Villon, ese granuja impenitente, en el estribillo de su célebre Ballade des dames du temps jadis (Balada de las damas del tiempo pasado); un estribillo que me ha acompañado en mis momentos de desánimo desde que era un adolescente. Porque muchas veces, ya de jóvenes, pensamos que hubo un tiempo mejor que se fue. El infortunio, las ausencias, empiezan a golpearnos muy pronto. Tendría yo unos ocho años, cuando mi mejor amiguillo, Manuel Ángel, que era hijo del director del Banco Hispano Americano y vivía enfrente de mi casa, se marchó nada menos que a Cataluña, a donde habían destinado a su padre. Aquella Cataluña no era la de ahora y cuando los visitaba el Caudillo lo vitoreaban como posesos. ¿Por la policía? No, hubiera hecho falta un agente junto a cada catalán para explicar tal frenesí. Lo he visto, lo veo todavía, en documentales del No-Do. Es un simple dato, no tiene más trascendencia.

(continuará)