Respetado Sr.
Muñoz, ¡mire que ha tenido usted que irse lejos para descubrir o confirmar la
gentileza de los demás! He leído lo que le pasó en la Memphis esa y me ha
gustado mucho. La parejica que le ofreció de comer parece muy maja. Ahora, le
digo que en mi pueblo hacemos eso y mucho más. Yo soy de Junquera del
Juquíllar, que quizá no lo conozca. El Juquíllar se llega hasta el Júcar, pero
jamás lleva agua, ni en verano ni en invierno; ni ahora, ni antes, ni nunca. Es
como si dijéramos un falso río. Seguimos llamándolo así por tradición y porque,
a pesar de no llevar agua jamás, a veces hay por aquí inundaciones y desastres, lo que nadie acaba de explicarse.
Le extrañará,
pero es así. Eso ocurre cuando sopla el dichoso apenfón, como lo llamamos nosotros —por
lo visto el nombre correcto es Alpenföhn, con dos puntillos muy parejos encima
de la ‘o’, que ni el médico ni el cura del pueblo saben para qué sirven—, un
viento de unas montañas que les dicen los Alpes y que están lejísimos. Nadie
entiende cómo llega este viento aquí, que no es de los nuestros, ni por dónde
se cuela. El caso es que cuando sopla se arman unas tormentas que son la de
Dios y se producen inundaciones que lo joden todo. Pero no vienen del Juquíllar,
que el cauce sigue seco y bien seco. De hecho, pásmese, el agua jamás llega
allí y allí es donde corremos todos a refugiarnos, sabiendo que estamos a
cubierto y es el sitio más seguro para protegerse del temporal. Qué tendrá ese
río que repele al agua. Nunca hay víctimas humanas; eso no.
Bueno, salvo
una vez, cuando murió el tío Cuesco, que estaba el pobre muy viejo y muy mal y
siempre andaba pidiendo a Dios que se lo llevara pronto. Pues vaya si se lo
llevó, que apareció a los seis días y a doce kilómetros del pueblo, en lo alto
de un monte. Tan raro todo, que la gente empezó a hablar con razón de milagro.
Hasta que llegó nuestro cura y dijo que no, que no era milagro. Nos está
siempre hablando de milagros, que ocurrieron en donde San Pedro perdió el
flequillo, y ahora que tiene uno tan a mano, pues dice que no, que ese no, y
empezó con muchos requilorios y formalidades y se lo celó al obispo. Y el caso es que desde el pueblo
hasta donde apareció el tío Cuesco hay un desnivel de seiscientos metros y el
agua nunca pudo llegar hasta allí. Lo que pasa es que el tío Cuesco, a pesar de
ser cristiano y creyente a su manera, no pisaba nunca la iglesia, ni con frío
ni con calor, y por eso el cura no quiere meterlo en milagrerías.
Volviendo a lo
nuestro, le diré que en mi pueblo andamos aviados casi siempre con nuestra
ristra de chorizos, su buen cacho de pan y la bota de vino. Incluso cuando
vamos de paseo o a ver a la novia. Por lo que pueda pasar, que nunca se sabe y
el hambre es traicionera y se presenta cuando quiere. Y si nos encontramos con
alguien, siempre le ofrecemos. Y si es forastero, más. Sobre todo a los
extranjeros, que alguna vez se ven por aquí y casi nunca saben manejar la bota.
Yo no sé qué les enseñan a esas gentes en sus escuelas. Pues los tenemos dándole
tientos al cuero hasta que aprenden, que algunos son mañosos. Otros no, y
acaban borrachos y sin haber aprendido.
Estos
extranjeros son muy distintos unos de otros, pero muchos tienen su gracia, en
particular las extranjeras. Uno de aquí, Tiburcio el de la Tomasa, estuvo una
noche con dos de ellas, de un sitio que le dicen Finlandia o algo así, y cuenta
y no acaba; entre los tres se bebieron cinco litros de vino. Explica todo tan a lo
vivo, que los mozos están soliviantados desde entonces y andan más que nunca
preparados, con las vituallas y la bota al hombro, avizorando constantemente el
horizonte para ver si encuentran alguna hembra de las de por ahí, de Finlandia
si pudiera ser. Uno de ellos hasta se ha mercado unos ‘primáticos’, de esos que
hay para poder ver en lo invisible.
¡Qué palabra
esa de avizorar! Yo tengo la inteligencia justa para ir a comprar el pan, como
me decía mi pobre padre, pero pienso que esas palabras tan raras que usan en otras
partes del mundo, no pueden ser tan bonicas. De todas maneras, cómo cambian los
tiempos. Cuando yo era joven y veíamos forasteros, hombres o mujeres, lo único
que se nos ocurría era echarlos del pueblo a pedradas. Era muy gracioso verlos
desparramarse por los campos, chillando y maldiciéndonos, pero sin parar de
correr ni un momento.
Esos del
Misipipi, que usted se encontró, juraría que no le ofrecieron vino. Yo no he
salido jamás de Junquera del Juquíllar y sus alrededores, pero creo que muchas
gentes no saben vivir y Dios los ha puesto en el mundo, ni se sabe para qué. Bueno, Él lo sabrá.
En fin, Sr.
Muñoz, cuando deje el río ese, que dicen que es una barbaridad de grande, aunque
menos curioso, caprichoso y original que el Juquíllar, véngase por aquí y
olvídese de esa gente que seguramente es buena, pero no es de la nuestra. Ya
verá cómo lo tratamos. Eso sí, no vaya a venir cuando el apenfón; aunque eso
ocurre de higos a brevas.