Palabras clave
(key words): Abner de Burgos, Pablo de Santa María, Joaquín de Fiore.
El portentoso fenómeno dio origen entre los
judíos a dos actitudes bien opuestas. Unos pensaron que era magia demoníaca
promovida por los cristianos y otros lo interpretaron como señal inequívoca de
la verdadera religión y corrieron a las iglesias pidiendo el bautismo. Los
rabinos se alinearon, naturalmente, con los primeros y buscaron evitar la
masiva conversión, pero no pudieron impedir que muchos de los israelitas
“abrieran los ojos a la luz del evangelio”. Entre ellos, sigue contando Amador
de los Ríos, el reputado Rabbí Abner de Burgos, en el que me detendré un poco.
No está claro si este Abner, nacido en 1270,
tuvo el título de rabino, pero sí tuvo el de médico, obtenido en 1295. Ejercía en
Burgos y era muy apreciado en su aljama en la fecha del milagro. De hecho,
recibió entonces consultas de gentes que habían vivido la experiencia y pedían su
consejo, porque temían ser víctimas de alucinaciones. El propio Abner
tenía indecisiones y recelos respecto a su fe. Cuenta, en su obra Moré Sédec (Mostrador de Justicia), que años
después en la sinagoga soñó que un hombre grande le decía: “los iudios están desde tan grand tiempo en esta
captiuidad por su locura e por su nesçedad”.
Pese a ello, siguió estudiando la Torá, hasta que tres años más tarde el mismo
hombre se le apareció: ¿Hata quando pereçoso
dormirás? ¿Quando te levantarás de tu ssueño?
De repente vio Abner que su vestido estaba lleno de cruces pintadas “ssegund el sseello de Iehsu Nasareno”; esto fue en el año 1321. Hizo pública profesión de fe
cristiana en su Sefer Milhamot Adonay (Batallas de Dios),
bautizándose como Alfonso de Valladolid, tras luchar veinticinco años con sus
dudas, según el converso Pablo de Santa María (1351-1435), conocido entre los
hebreos como Solomon ha-Levi, en su Dialogus Pauli et Sauli contra Judæos, sive
Scrutinium scripturarum. Para
otros la conversión tuvo lugar poco después de su graduación en Medicina.
Abner de Burgos relató
la conmoción causada en las aljamas de Castilla por los profetas de Ávila y
Ayllón con su anuncio de la venida del Mesías. Leo
en History of Jews in Christian Spain,
de Litzhak Baer, que el rabí Shlomo ben Adret (1235-1310), en un responsum menciona un profeta de Ávila,
que “no sabía lo que era un libro”, pero escribió al dictado de un ángel “un
opúsculo de 23 folios de papel, El libro
de la sabiduría maravillosa”. El médico
Arnaldo de Vilanova (1242-1311) menciona igualmente
el hecho, en el 1300. Estos son testimonios de autores contemporáneos sobre el asunto que nos ocupa. Más
tarde el citado Pablo de Santa María también
refirió el milagro, así como fray Alonso de Espina en el libro III de su Fortalitium
fidei, escrito entre 1457 y 1564, en
donde es uno de los once portentos descritos. Antonio Benavides lo recoge igualmente en
las doctas ‘Ilustraciones’ de sus Memorias
de don Fernando IV de Castilla,
de 1860. Como se ve, el milagro está referenciado en distintas épocas con
las inevitables disparidades.
Quiero hacer notar que esta escenificación
del milagro no es única. Milagros muy parecidos se contaron durante las
predicaciones del fraile dominico Vicente Ferrer, en Guadalajara y Salamanca,
en 1411. No es sólo un tema castellano sino del Occidente medieval y aun anterior.
Jacobo de la Vorágine, arzobispo de Génova, a mediados del siglo XIII reunió
muchos relatos hagiográficos en su obra Leyenda
dorada, uno de los libros más copiados del Medioevo (se conservan más de
mil manuscritos). Algunos tratan de apariciones milagrosas de cruces: en el año
363, Juliano el Apóstata, en su empeño por restaurar las religiones paganas, encargó a Alipio de Antioquía la reconstrucción del templo de
Salomón, que se interrumpió, porque al comenzarla apareció una cruz
brillante en el cielo y las ropas de los obreros quedaron estampadas de
cruces negras. Otros autores hablan de unas temibles bolas de fuego que estallaron
cerca de las obras o de un terremoto o de un sabotaje. Para los historiadores
de la iglesia de la época, el fracaso se debió indudablemente a la intervención
divina.
Entre los cristianos de los siglos XIII y XIV
había una considerable difusión de escritos proféticos. En el mismo 1295,
el franciscano Pedro Juan de Olivi, teólogo y filósofo francés, tenido por santo y profeta al morir, daba ánimos a sus
discípulos con las profecías de Joaquín de Fiore (1135-1202), un monje napolitano
autor del Liber figurarum, en el que
predecía un nuevo diluvio. Según este monje, la historia de la humanidad es un
proceso espiritual, que pasa por tres fases: edad del Padre, edad del Hijo y edad
del Espíritu Santo, todas de igual duración, que se puede deducir por el número
de generaciones desde Adán hasta Cristo (42) y la media de años por generación
(30). Este cálculo daba el año de 1260 como el final de la edad del Hijo. Por ello,
los años anteriores hubo flagelantes y todo tipo de devotos que salían a la
calle temiendo la llegada del fin del mundo. Como no ocurrió nada, rehicieron el cómputo,
sumando a 1260 la propia edad de Cristo o ampliando el número de años por generación. Todo
tiene arreglo, con buena voluntad.
(continuará)