26 de octubre de 2013

Otoño y Muerte en Venecia


Hablaba yo en la anterior entrada de este blog de las frases hechas. Una de ellas dice que “comparar el otoño con la primavera es como comparar el coñac con la menta”. Así, sin más, tampoco quiere decir mucho, si se fija uno bien. Normal.

En cualquier caso, para mí, que habré tomado una o dos copas de coñac en toda mi vida, el otoño es la estación más bella del año. En una obra de teatro mía, Don Juan de Bergerac, don Juan dice: “¡Qué bella estación! Sobre todo, cuando se es joven, cuando no se percibe como una cierta e inquietante sintonía entre la desolación del exterior y la de nuestra propia vida”. Y sigue Doña Inés: “Huyó la gracia de la primavera, la plenitud del verano, pero es el tiempo de la vendimia, de las cosechas... También los jóvenes, Don Juan, tenemos nuestras angustias y nuestras tristezas y podemos andar completamente perdidos”. Lector, me tendrás que perdonar. Cuando se han escrito ya miles de páginas, es una tentación constante recurrir a ellas, para decir cualquier cosa. Lo hago por pura pereza, no como propaganda, créeme.

Al llegar el otoño, uno de mis involuntarios ritos es ver una vez más Muerte en Venecia, de Visconti. Ayer la disfruté de nuevo y siempre encuentro algo distinto, algo que se me escapó en las visiones anteriores. Destacan en ella el refinamiento, la elegancia, el esplendor de una época, de una clase social privilegiada, en una Venecia amenazada por la epidemia, por la muerte, y en la que el propio protagonista muere.

Una noche, llega a la suntuosa terraza del hotel una cuadrilla de músicos callejeros, que son tolerados por un tiempo. El contraste entre estos y los clientes es marcado, aunque no con la misma intensidad en todos los casos. En un momento, el cantante se acerca a un adolescente polaco, vestido con una fantasía apenas concebible hoy, y este se echa hacia atrás como incapaz de sufrir esa proximidad, de estar en contacto con un mundo y una gente que no ha visto jamás y cuya vida y circunstancias no puede ni imaginar.

Pero es Visconti el director. Hasta en esa escena tan diferente del resto del film, la música —nada comparable a la de Gustav Mahler que llena toda la película—, conserva una cierta gracia. Quise saber algo más de esa música y en el omnisciente Internet encuentro que se trata de una canción napolitana. La melodía es pegadiza, las palabras son sencillas, inocentes: Chi vuole con le donne aver fortuna / non deve mai mostrarsi innamorato, / dica alla bionda che ama più la bruna, dica alla bruna che dall'altra è amato [...] e poi vedrà / come otterrà / tutto quello che vuole. Todo es muy fácil. En el sencillo mundo popular enseguida se consigue todo, a veces. Con unas pocas palabras, con un simple truco, el hombre puede obtener de la mujer “tutto quello che vuole”.

El compositor de la canción fue Michele Testa (1887-1945), de nombre artístico Armando Gill, nacido en Nápoles, a quien se considera el primer cantautor italiano y al que por algún tiempo se dio por muerto durante la guerra, militarizado y hundido en un barco. Un mes después, cuando todo Napoles seguía llorando su pérdida, apareció en la ciudad, en el Trianon, con la revista Gill l’affondato (Gill el hundido). Personaje muy curioso, autodidacta, de familia acomodada, bizco, que utilizaba un monóculo para disimular su defecto y que escribía las palabras, la música y cantaba sus canciones. Las anunciaba así: Versi di Armando, musica di Gill, cantati da sé medesimo.

Lector, si recuedas la escena de la película, si quieres oír otra vez esa cancioncilla, te doy el vínculo correspondiente: http://youtu.be/8a4s02Up_U0. La canta un tal Sergio Bruni, a quien yo no conocía hasta ayer. Es música napolitana hasta el mismo meollo.

 

24 de octubre de 2013

Colores de Otoño


En la entrada anterior hablaba del otoño y ahora, para que entendáis lo que quiero decir —para que me entendáis de verdad—, querría añadir unas fotos. Si sé hacerlo, que estoy muy empezando.

El otoño ha ejercido sobre mí una fascinación especial. Desde siempre, pero sobre todo desde mis años de Nueva York. En buena parte de la costa este de los EE. UU. y Canadá los colores de esa estación son bellísimos. Abundan mucho allí los arces; una variedad de los mismos (Acer rubrum), que, como su nombre indica, se torna rojo en los otoños. Las combinaciones cromáticas son indescriptibles.

Como haré otras veces, tomo de un relato mío unas líneas: “Sé que te gustan las historias sutiles y con artificio, querido Pancho, y te voy a contar una desde esta ciudad inmensa, a miles de kilómetros de ti, en la que viví un tiempo, con mi carrera recién terminada, cuando tenía sólo unos pocos años más que tú ahora. Estoy aquí otra vez, a punto de empezar octubre, porque desde entonces tengo que volver, aunque sea de tarde en tarde, para rever el cambiante rojo de los arces en otoño —los pigmentos son sensibles a la temperatura ambiente y el color varía con las horas y con los días— y comprobar que, al menos, ese milagro perdura, renovado e idéntico, aunque todo lo demás haya mudado tanto. Los mundos que uno descubre de joven, como los sueños primeros que uno teje, están destinados a durar toda la vida”.

Otra cita es de un viaje: “Hemos estado en algunas de las viejas ciudades universitarias: Ulm, Heidelberg, Freiburg. Alegres y un poco bohemias, pero todo con mesura germánica. También en la Selva Negra y en el lago de Constanza, junto a los ríos Rhin (en sus cataratas). El otoño, ya digo, triunfante. Con bastantes arces y ese rojo que me arrebató una vez y sigo buscándolo incansablemente desde entonces (os mando una foto). Nunca ha vuelto a ser el mismo, pero esta es otra historia. El añorado rojo de los arces, si llego a escribir una novela, este creo que podría ser su título”.

Perdonad mi palabras ahora, cuando quizá no hacen falta, a la vista de las fotos. Pero es que tengo que explicar por qué amo las cosas que amo; las que amo apasionadamente, quiero decir. Si los dioses son benévolos, todo lo que tendremos que hacer será eso: contar nuestros amores, aquellos a los que no pudimos renunciar en nuestra vida y son por tanto puros, inocentes, perdonables.

Ahí van las fotos: