Un madrileño inteligente,
excelente escritor —muy capaz de embaucar a veces, por puro exceso de recursos
y facultades—, escribió en 1929 un ensayo, La
rebelión de las masas, que resulta ahora de imprescindible lectura o relectura.
Mucho más que cuando salió a la luz, porque la situación que lúcidamente se
denuncia en él no ha hecho más que empeorar desde entonces.
Los avisos y alertas que da
Ortega en esta obra son constantes. Las masas tienden a actuar directamente y
creen tener derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café.
Lo característico del momento, escribe, es que el alma vulgar tiene el denuedo
de afirmar su derecho a la vulgaridad, a intervenir en todo y a imponer su
opinión, sin ningún miramiento. El hombre vulgar ha resuelto gobernar el mundo,
porque lo encuentra abordable y fácil —la abundancia de información crea esta
impresión— y estima suficiente su bagaje moral e intelectual. Es lo que Walter
Rathenau llamaba la ‘invasión vertical de los bárbaros’. El vulgo actual ha
sido mimado, le está permitido todo y a nada está obligado. Se trataría de una
auténtica patología de la democracia, que Ortega llama hiperdemocracia (quizá mejor disdemocracia).
La masa se
siente depositaria del derecho a tener una opinión, sin necesidad de un previo
esfuerzo para formársela. Los individuos que la integran se consideran
completos intelectualmente y entienden que ya no es sazón de escuchar, sino de
juzgar, sentenciar y decidir. Ejercitan su derecho a marginar a la razón, a
imponer la razón de la sinrazón (sic). Juguetean con la tragedia porque están
íntimamente convencidos de que ya no es posible en nuestro mundo civilizado y
se creen inmunes frente a los tártagos de la vida. Ignoran toda obligación;
sólo cuentan sus ilimitados derechos. Todo esto es Ortega.
A estas masas no les asustan los
cambios, por radicales y profundos que puedan ser, aunque se trate de modificar
estructuras de siglos. Desdeñan las posibles ventajas de la continuidad.
Ignoran lo que el socialista francés del siglo XIX, Charles Brook
Dupont-White, escribió en su prólogo a la traducción de On liberty, de su amigo John Stuart Mill: la continuité est un droit de l’homme: elle est un
hommage à tout ce qui le distingue de la bête (la continuidad es un derecho del hombre: es
un homenaje a todo lo que le distingue de la bestia).
Ahora se
celebra la Diada en Cataluña y querría recordar lo que escribí en este blog el
día veinticinco de marzo, sobre la violencia en general: “No quiero olvidar una
violencia heroica, igualmente condenable, porque conviene saber que hay héroes
que pueden arruinar a los pueblos. Rafael Casanova, al final del sitio de
Barcelona era Conseller en Cap y en
un último bando ‘amonesta y manda a todos
generalmente, a partir de los 14 años, sin ningún pretexto, ni excepción de
persona alguna, que tomen las armas, y asistan a la defensa de esta
Excelentísima Ciudad’. En este episodio bélico hubo unos veinte mil muertos
y heridos, entre los dos oponentes.
Poco después Casanova fue herido de bala en un
muslo, rescatado y puesto a salvo. En el libro de entradas del Hospital General
de la Santa Creu, figura como muerto el día once de septiembre de 1714.
Afortunadamente no fue así y vivió hasta los ochenta y tres años. En algún
documento leo la expresión “tots els bons catalans”. Cuando veo cosas
así, en cualquier contexto, me echo a temblar. Alguien se arroga el derecho de
distinguir los buenos de los malos. Pésima materia siempre”.
Quiero terminar
esta carta, señor Mas, con alguno de mis numerosos recuerdos amables de
Cataluña. No los redacto ahora, ad hoc,
están en una carta que envié a un buen amigo, profesor de Filosofía en mi ciudad
natal, hace ya años: “Acabo de llegar del Sur de Francia y Cataluña, de un
viaje delicioso, pero algo cansado. Lo mejor de todo: una chica muy joven, un
ángel —más de Botticelli que de los della Robbia—, sentada en la escalinata del
templo romano de Vich. Iba yo con amigos extranjeros, le pregunté algo y me
contestó en italiano. Seguí en italiano, hasta que noté que era española y
utilicé el castellano. No me secundó y siguió hablando en italiano. Lo
estudiaba, había estado una semana en Italia y quería practicarlo, me dijo.
Quizá había sido su primer viaje fuera de España. La vida, la ilusión, la
felicidad surgiendo pujantes, allí mismo, delante de mí. ¡Qué indefensión, qué
amable derrota! Tengo que sacarla en un relato.
En Barcelona,
un joven israelí tocaba en la puerta de la catedral, al atardecer, un hang, ese instrumento musical moderno
creado por unos suizos, inspirado en los steel
drums de Trinidad y desconocido por mí hasta entonces. Sonidos
reverberantes y bellos; tengo un CD del joven músico callejero. Esas dos
experiencias han sido lo más hermoso del viaje. A estas alturas, desgraciadamente, me
resulta difícil encontrar un claustro, catedral o palacio, que me vaya a
impresionar demasiado. Con las gentes es distinto, siempre hay cosas nuevas”.
Una última
cogitación, señor Mas. He vivido en algunos países; uno de ellos era muy grande
y sus ciudadanos hablaban tal cual vez de this great country of ours (este gran país nuestro);
otro era pequeño y próspero y sus gentes hablaban a menudo de notre
petit pays (nuestro pequeño país). Aunque reconozco que esto es un
sentimiento personal, creo que los países pequeños producen y conforman
almas pequeñas. FIN