11 de septiembre de 2014

Molt honorable senyor Artur Mas: no, nequáquam (fin)


Un madrileño inteligente, excelente escritor —muy capaz de embaucar a veces, por puro exceso de recursos y facultades—, escribió en 1929 un ensayo, La rebelión de las masas, que resulta ahora de imprescindible lectura o relectura. Mucho más que cuando salió a la luz, porque la situación que lúcidamente se denuncia en él no ha hecho más que empeorar desde entonces.

Los avisos y alertas que da Ortega en esta obra son constantes. Las masas tienden a actuar directamente y creen tener derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Lo característico del momento, escribe, es que el alma vulgar tiene el denuedo de afirmar su derecho a la vulgaridad, a intervenir en todo y a imponer su opinión, sin ningún miramiento. El hombre vulgar ha resuelto gobernar el mundo, porque lo encuentra abordable y fácil —la abundancia de información crea esta impresión— y estima suficiente su bagaje moral e intelectual. Es lo que Walter Rathenau llamaba la ‘invasión vertical de los bárbaros’. El vulgo actual ha sido mimado, le está permitido todo y a nada está obligado. Se trataría de una auténtica patología de la democracia, que Ortega llama hiperdemocracia (quizá mejor disdemocracia).

La masa se siente depositaria del derecho a tener una opinión, sin necesidad de un previo esfuerzo para formársela. Los individuos que la integran se consideran completos intelectualmente y entienden que ya no es sazón de escuchar, sino de juzgar, sentenciar y decidir. Ejercitan su derecho a marginar a la razón, a imponer la razón de la sinrazón (sic). Juguetean con la tragedia porque están íntimamente convencidos de que ya no es posible en nuestro mundo civilizado y se creen inmunes frente a los tártagos de la vida. Ignoran toda obligación; sólo cuentan sus ilimitados derechos. Todo esto es Ortega.  

A estas masas no les asustan los cambios, por radicales y profundos que puedan ser, aunque se trate de modificar estructuras de siglos. Desdeñan las posibles ventajas de la continuidad. Ignoran lo que el socialista francés del siglo XIX, Charles Brook Dupont-White, escribió en su prólogo a la traducción de On liberty, de su amigo John Stuart Mill: la continuité est un droit de l’homme: elle est un hommage à tout ce qui le distingue de la bête (la continuidad es un derecho del hombre: es un homenaje a todo lo que le distingue de la bestia).

Ahora se celebra la Diada en Cataluña y querría recordar lo que escribí en este blog el día veinticinco de marzo, sobre la violencia en general: “No quiero olvidar una violencia heroica, igualmente condenable, porque conviene saber que hay héroes que pueden arruinar a los pueblos. Rafael Casanova, al final del sitio de Barcelona era Conseller en Cap y en un último bando ‘amonesta y manda a todos generalmente, a partir de los 14 años, sin ningún pretexto, ni excepción de persona alguna, que tomen las armas, y asistan a la defensa de esta Excelentísima Ciudad’. En este episodio bélico hubo unos veinte mil muertos y heridos, entre los dos oponentes.

 Poco después Casanova fue herido de bala en un muslo, rescatado y puesto a salvo. En el libro de entradas del Hospital General de la Santa Creu, figura como muerto el día once de septiembre de 1714. Afortunadamente no fue así y vivió hasta los ochenta y tres años. En algún documento leo la expresión “tots els bons catalans”. Cuando veo cosas así, en cualquier contexto, me echo a temblar. Alguien se arroga el derecho de distinguir los buenos de los malos. Pésima materia siempre”.

Quiero terminar esta carta, señor Mas, con alguno de mis numerosos recuerdos amables de Cataluña. No los redacto ahora, ad hoc, están en una carta que envié a un buen amigo, profesor de Filosofía en mi ciudad natal, hace ya años: “Acabo de llegar del Sur de Francia y Cataluña, de un viaje delicioso, pero algo cansado. Lo mejor de todo: una chica muy joven, un ángel —más de Botticelli que de los della Robbia—, sentada en la escalinata del templo romano de Vich. Iba yo con amigos extranjeros, le pregunté algo y me contestó en italiano. Seguí en italiano, hasta que noté que era española y utilicé el castellano. No me secundó y siguió hablando en italiano. Lo estudiaba, había estado una semana en Italia y quería practicarlo, me dijo. Quizá había sido su primer viaje fuera de España. La vida, la ilusión, la felicidad surgiendo pujantes, allí mismo, delante de mí. ¡Qué indefensión, qué amable derrota! Tengo que sacarla en un relato.

En Barcelona, un joven israelí tocaba en la puerta de la catedral, al atardecer, un hang, ese instrumento musical moderno creado por unos suizos, inspirado en los steel drums de Trinidad y desconocido por mí hasta entonces. Sonidos reverberantes y bellos; tengo un CD del joven músico callejero. Esas dos experiencias han sido lo más hermoso del viaje. A estas alturas, desgraciadamente, me resulta difícil encontrar un claustro, catedral o palacio, que me vaya a impresionar demasiado. Con las gentes es distinto, siempre hay cosas nuevas”.

Una última cogitación, señor Mas. He vivido en algunos países; uno de ellos era muy grande y sus ciudadanos hablaban tal cual vez de this great country of ours (este gran país nuestro); otro era pequeño y próspero y sus gentes hablaban a menudo de notre petit pays (nuestro pequeño país). Aunque reconozco que esto es un sentimiento personal, creo que los países pequeños producen y conforman almas pequeñas. FIN

10 de septiembre de 2014

Molt honorable senyor Artur Mas: no, nequáquam (I)


Este blog no nació para tratar temas de actualidad. La trascendencia de algunos problemas me obliga, a mi pesar, a traerlos aquí y escribir esta carta.

Molt honorable senyor Artur Mas: no, nequáquam. Ha dicho usted que es el momento de que los catalanes muestren su fortaleza psicológica y no me parece lo importante ahora. Lo urgente, para los catalanes y para el resto de los españoles, es que se preocupen y luchen por labrarse una gran fortaleza moral. Las virtudes cardinales son cuatro, como recordará. Andan algo entreveradas y no resulta fácil separarlas con total certeza. Fisgando un poco en viejos recursos catequísticos, podría decirse que la fortaleza da vigor para vencer las pasiones; la prudencia conduce a actuar de acuerdo con la verdad; la justicia orienta hacia el bien mayor y la templanza ayuda a superar los instintos y ser fieles al honor, la palabra y los juramentos. Eso nos hace mucha falta a todos. Somos un pueblo difícil, señor Mas.

Soy suave en mis calificativos. Un inteligente andaluz, rondeño, pensador y soñador, era mucho más tajante y mordaz. Se llamaba Francisco Giner de los Ríos y usted —y cualquiera que se preocupe en serio por España y su cultura— sabe de él. Pues, don Francisco Giner, fundador de la famosa Institución Libre de Enseñanza, escribió al notable historiador don Eduardo de Hinojosa, nacido en Alhama, un pueblo granadino —acababa este de ser nombrado gobernador, justamente de Barcelona—, y le espetó: ¿Cómo no le da a usted pena… por esta querida horda salvaje? Se refería al pueblo español entero, no a ninguna región particular, y al hecho de que Hinojosa abandonara sus interesantes trabajos históricos. Eso, querida horda salvaje.

No voy a hablar de Giner o de su maestro Sanz del Río o de tantos otros. Lo que sí le digo, señor Mas, es que ha habido y hay bastante inteligencia en nuestra España, incluida Cataluña, naturalmente. No somos los más sabios o geniales del mundo, pero, juntos, contamos algo; en ciertos ámbitos de la cultura, la historia o la navegación, hasta bastante. Cuando menciono cosas así, siempre recuerdo un discurso de fin de año del presidente francés Georges Pompidou. Vivía yo entonces en Suiza, en Lausanne, y lo escuché en la televisión. Era refrescante, después de aquel singular Charles de Gaulle grandilocuente y megalómano, oír las palabras sencillas del nuevo presidente de Francia: “Nous ne sommes pas le plus grandes, mais nous comptons. Igual pasa con los españoles, creo yo sinceramente; no somos los más grandes, pero contamos.

Por hablar de algo concreto —y con Mario Vargas Llosa, de Arequipa, Perú, pero también ciudadano español—, hemos tenido ocho premios Nobel; más bien en literatura, aunque dos son de ciencias. Vicente Aleixandre era de Sevilla; Jacinto Benavente, de Madrid; Camilo José Cela, de Padrón; José Echegaray, de Madrid; Juan Ramón Jiménez, de Moguer; Severo Ochoa, de Luarca y Santiago Ramón y Cajal, de Petilla de Aragón, un pueblo de un enclave navarro en plena comunidad aragonesa.

Un político no tiene por qué ser una persona extraordinariamente inteligente o culta, aunque eso tampoco hace daño. Pero sí ha de ser honrado, poseedor de un alto sentido ético, moderado, prudente y alejado de cualquier demagogia o falsedad. En los seres humanos, la serenidad siempre es conveniente, pero mucho más en los que detentan cargos de responsabilidad y poder, cuya imprudencia puede irrogar daños muy importantes e irreparables. Thomas Macaulay, un poeta y político inglés del siglo XIX, escribió que “en todos los siglos, los ejemplos más viles de la naturaleza humana se han encontrado entre los demagogos”.

Nadie debería empeñarse en ‘sostenella’ y no ‘enmendalla’. Esa actitud en un político puede originar calamidades sin cuento e infinitas desgracias. Usted aludió hace poco a que estábamos abocando a una situación de “ver quien los tiene más grandes”. Fue una vulgaridad, si me permite. Y además no se trata de eso. No se están enfrentando órganos o volúmenes, sino unos presuntos e inconcretos derechos contra unas leyes aprobadas y ratificadas de manera rigurosamente democrática.

La apelación constante a las masas es muchas veces errónea y peligrosa. Los castells —yo estuve en la base de alguno cuando joven, en Altafulla—, las cadenas humanas, con niños saltando y jugando, las proclamas ardientes, las músicas del terruño, las historias sesgadas, todo eso no tiene nada que ver con ningún problema real ni con su solución. Ese ambiente lúdico lo único que logra es enmarañarlo y ocultarlo, dificultando el enfoque racional del mismo, que debiera ser la tarea propia del político, y convirtiendo en un juego amable e inofensivo lo que es todo menos eso. 

Esta carta se ha hecho ya algo larga. La continuaré mañana, citando a un conocido filósofo español y una de sus obras, de plena actualidad.
(continuará)

8 de septiembre de 2014

Revisita a los Cuentos de Hoffmann


Conté en mi entrada anterior historias enredadas en el silencio, ese don divino, esa paz repleta de sentido —“sólo sé decirte mi silencio”, escribió un poeta—, que debería extinguirse únicamente cuando lo reemplazaran palabras cargadas de belleza, de razón o de bondad. Cada vez me seduce más esta última cualidad en los seres humanos. Beethoven dijo o escribió que solamente reconocía un índice de superioridad: la bondad.

Hablo de literatura, claro. En la vida corriente hay que emplear palabras, que a veces pueden ser duras y cortantes. Incluso entonces, se ha de evitar el lenguaje desarrapado o sucio. Por no hablar de la violencia física, siempre odiosa. En la tertulia de Gómez de la Serna, un día, alguien ofendido pidió a otro contertulio salir a la calle para arreglar cuentas. Y Ramón pontificó: “Aquí de insultar todo, de pegarse nada”. Para mí, ni siquiera insultar. Queda mucho mejor, y es más hiriente, la ironía.

No sé si hay un tutorial para los que escribimos un blog. Si lo hubiera, tampoco lo consultaría; ya he insinuado, y dicho abiertamente también, que en literatura prefiero la espontaneidad y la libertad a cualquier otra cualidad. No niego que se dé también en ella el oficio, pero pienso, como Neruda, que “la parafernalia de la literatura, con todos sus méritos, no debe sustituir a la desnuda creación”. Quizá todo viene de mi modo personal de abordarla. Menciono lo del tutorial porque no sé si es buena práctica reincidir en entradas pretéritas. Lo voy a hacer, para volver a la del veintisiete de agosto, en pleno verano, y con alguna recomendación que no me importa repetir.

Allí explicaba yo muy sinceramente lo que busco en cualquier arte y daba el vínculo para una película de mi juventud, Cuentos de Hoffmann, de 1951, que me impresionó muy vivamente. El cine podría haberse convertido en ese arte o espectáculo total que buscaron hace tiempo los artistas. Por desgracia, no está siendo así y muchas películas de hoy son una colección de efectos especiales, disparatados a veces. Doy de nuevo el vínculo, http://youtu.be/t6zcAzZGUjQ, y añado la letra de la célebre barcarola, en su original francés. Con una excelente traducción, que encuentro ya hecha:
 
Le temps fuit
et sans retour emporte nos tendresses!
Loin de cet heureux séjour,
le temps fuit sans retour.
Zéphyrs embrasés,
versez-nous vos caresses;
zéphyrs embrasés,
versez-nous vos baisers, Ah!
Belle nuit, ô nuit d'amour,
souris à nos ivresses,
nuit plus douce que le jour,
ô belle nuit d'amour!

¡El tiempo huye sin cesar
y se lleva nuestras ternuras!
Lejos de esta feliz morada,
el tiempo huye sin cesar.
Céfiros ardientes,
dadnos vuestras caricias;
céfiros ardientes,
dadnos vuestros besos, ¡ah!
Bella noche, oh, noche de amor,
sonríe a nuestra embriaguez,
noche más dulce que el día,
¡oh, bella noche de amor!

7 de septiembre de 2014

De las palabras, de los silencios


He hablado ya muchas veces de las palabras, de su poder, de la justeza y concierto con que han de ser empleadas; hoy querría decir algo sobre los silencios. Los pensadores jónicos sostenían que en un principio fueron el silencio y el mar. Quizá es verdad. Con el silencio se dice mucho a quien sabe entender. Me ampararé en un texto propio y luego contaré dos casos de prolongados y claros silencios, henchidos de amistad o amor y soledad. Uno, poblado de voces desconocidas, salvadoras. Otro, continuado, hasta que pudieron nacer las necesarias y pertinentes palabras.

Tomo el texto de mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos: Cuando Roberto salió, los dos hombres permanecieron en silencio algunos minutos. Se conocían desde hacía tanto tiempo, se habían visto tantas veces, se habían contado tantas cosas que en ocasiones, estando juntos, se refugiaban en sus pensamientos, como si estuviesen solos. La naturaleza es sabia y encuentra la ocasión de derramar el más preciado de los bálsamos, el silencio, entre los seres humanos, cuando es la mejor alternativa. El médico solía decir que uno de sus dioses preferidos era Harpócrates, al que los griegos tuvieron como el dios del silencio. Hay, además, muchas clases de silencios y ser un buen connaisseur de silencios constituye uno de los más altos grados de la sabiduría humana. Porque el silencio es un producto de la cultura, como la soledad.

 En el primero de los dos casos de silencio, el protagonista fue un poeta español, Pedro Garfias, que tras nuestra guerra civil vivió parte de su destierro en un perdido castillo de Escocia. Siempre solo, iba cada día a la taberna para tomar calladamente una cerveza, porque no hablaba ni una palabra de inglés. Una noche el tabernero le rogó que se quedase y bebieron en silencio junto al fuego. Este sencillo recogimiento se convirtió en un rito. Poco a poco sus lenguas se desataron y surgieron las palabras. Garfias contaba la guerra de España, con sus terribles recuerdos, y el tabernero le escuchaba en silencio. Luego el escocés contaba sus desventuras, la historia de la mujer que lo abandonó y las hazañas de sus hijos, combatientes en otra guerra, que estaban vestidos de militares en las fotos sobre la chimenea. Ni Garfias ni el tabernero entendieron jamás una sola palabra del otro. Sin embargo, la amistad de los dos se fue acrecentando y verse cada noche y hablarse hasta casi el amanecer se hizo una necesidad. Cuando Garfias se fue a Méjico se abrazaron y lloraron. Pedro confesó después que, cuando escuchaba a su amigo, siempre tuvo la sensación de que lo comprendía. Y lo mismo podría decir, con toda seguridad, el escocés de esta historia.

El segundo caso lo resumo de un excelente relato, El pequeño Heidelberg, de Isabel Allende: “Un capitán de barco, elegante y extraño, llegó una vez a cierto lugar y pasó allí cuarenta años, bailando todos los sábados, en un sencillo salón de baile, con Niña Eloísa, una dama local, diminuta, blanda y suave, sin que se cruzaran una sola palabra en algún idioma conocido. Hasta que un día llegó una pareja de extranjeros y el capitán oyó que hablaban su idioma, las palabras de su niñez, que no había oído durante tantos años. Se dirigió a ellos y les pidió con premura algo. Los extranjeros tradujeron su recado en un pasable inglés, que el dueño del local repitió en español a la frágil anciana: Niña Eloísa, pregunta el capitán que si quiere casarse con él. ¿No es un poco precipitado?, musitó ella. El capitán, explicaron los extranjeros, dice que ha esperado cuarenta años para decírselo y que no podría esperar hasta que se presente de nuevo alguien que hable su idioma. Dice que, por favor, le conteste ahora”.

El capitán pensó, sin duda, que no podía declararse a nadie, si no era en su idioma materno, aunque fuera a través de intérpretes, y esperó pacientemente la ocasión. Luego no quiso perder la oportunidad, cuando al fin se presentó. Lógico, ¿no?

Lector, te he mostrado tres ejemplos, de irrealidad progresiva, de mundos en los que habitaba el silencio. Mundos tiernos, teñidos de soledad, candor e inocencia. Mundos que quizá no todos hayan existido en realidad. Pero, ¿a quién le importa eso? A mí, no. ¿Te importa a ti?