He leído el
discurso de Antonio Muñoz Molina, pronunciado al recibir el premio Príncipe de
Asturias de las Letras. Como era esperable, contiene ideas y conceptos válidos
y compartibles. No lo son todos, y me referiré a algunos de ellos.
Repite la
palabra ‘oficio’, en singular o plural, veintiuna veces y no menciona la
palabra arte en ningún momento. Como contraste, el discurso de Michael Haneke,
premio de las Artes, más breve, alberga la palabra arte, o su adjetivo, catorce
veces. También señala certeramente carencias y pecados del cine y trata de ese
otro extremo imprescindible en cualquier arte que es el receptor. Reflexiones
básicas que rozan sabiamente aspectos nucleares de la creación artística.
El discurso de
Muñoz Molina, más sencillo, incide una y otra vez sobre el carácter artesanal
de la obra del escritor, en una homologación, a mi parecer forzada, de su labor
creadora y la de cualquier oficio. Sin duda, el orador quiso resaltar la
cotidianidad, la llaneza, del quehacer artístico. Yo tengo la convicción de que
el arte no es, sin más, un oficio, pero esto puede ser debatible. Más
insostenible me parece el aserto de que el escribir haya de convertirse por
fuerza en un oficio, exija de suyo esa transformación.
“Un oficio,
cualquier oficio, requiere una inclinación poderosa y un largo aprendizaje. Un
oficio es una tarea que a veces resulta agotadora o tediosa por la paciencia y
el esfuerzo sostenido que exige”, especula el orador. El oficio sólo se “logra
con aprendizaje y empeño”. Yo creo, sin embargo, que es perfectamente
concebible una manera de escribir que no sea una tarea agotadora o tediosa y
eso ocurre justamente en aquellos que no hacen del escribir un oficio. Jugando
un poco con las palabras —no me gusta jugar con ellas, porque son sagradas— se
diría que hay gentes que de su oficio hacen un arte, como las hay que de su
arte hacen un oficio.
Frente a esta
concepción ardua y casi dolorosa de la creación literaria, es obvio que existen
personas que escriben de manera espontánea y directa, sin artificio o con el
que se adquiere insensiblemente con las buenas lecturas. Muñoz reconoce la
radical necesidad humana de contar historias. Esa pulsión natural demanda su
libre satisfacción y así debieron de surgir los primeros narradores, apenas los
hombres adquirieron un dominio rudimentario del lenguaje; luego ese primitivo
candor narrativo se trasladó a la escritura cuando nació. Y desde entonces ha
sido así a lo largo de la historia, con escritores no profesionales escribiendo
con ingenuidad y fruición, a veces con éxito.
Para Muñoz
Molina el escritor “da una forma inteligible al mundo mediante las palabras”, y
añade que “del mismo modo actúa el científico”, insinuando un paralelismo entre
la actividad del científico y la del escritor. Para mí, cualquier pensamiento
contribuye a conocer, o conformar, el mundo y en la literatura puede darse la
reflexión. Pero no siempre, ni lo juzgo obligado. El objetivo más obvio e
irrenunciable de la misma es la belleza. En la ficción la literatura puede más
bien disfrazar el mundo, ocultarlo o suplantarlo. No, la literatura no tiene
por qué hacer inteligible el mundo, no tiene nada que ver con la ciencia ni con
sus métodos y puede ser, con todo derecho, el arte de la vaguedad, la
inexactitud, la indefinición. En la ficción la prosa puede ser distorsionada,
caprichosa, hasta incoherente. En la ciencia el lenguaje ha de ser minucioso,
preciso, ajustado, porque así lo requiere la materia. Cualquiera que
haya transitado brevemente por los dos campos reconocerá la justeza de esta
apreciación.
El trabajo de
Peter Higgs o François Englert, por citar a otros premiados, no tiene nada que
ver con la labor habitual de un escritor. Aquel sí se parece más a un verdadero
oficio. Es precisamente por eso por lo que algunos científicos han encontrado
siempre en el escribir una forma de ‘diversión’ —de verterse en un molde
diferente, explicaba Ortega—, de evasión. Se podría decir, resumiendo, que la
ciencia busca la verdad y la literatura busca la belleza. Para añadir enseguida
que hay una vertiente de belleza en la verdad y que la belleza sirve muchas
veces para desvelar una verdad oculta.
Sigue
argumentando Muñoz que “quien escribe sabe que ha de dedicar a su oficio tantas
horas y tantos años como un artesano al suyo, y que sin esa dedicación no
logrará completar nada de valor”. Nada de valor (sic). Tajante afirmación que no me parece defendible. Hay personas
que son capaces, por don natural, de agavillar la belleza de su entorno sin
gran esfuerzo aparente. No llegarán a la perfección formal de un escritor a
tiempo completo —un buen escritor, se entiende— y no alcanzarán las cimas a las
que podrían llegar con una dedicación más exclusiva. A cambio, casi nunca son
víctimas de la necesidad perentoria de escribir, de la estéril rutina de los
que hacen del escribir su profesión, su medio de vida, su oficio. En muchos
casos, esa devoción única del escritor es una bendición, porque está en el
origen de la ingente obra de grandes literatos. Pero no siempre es así. Cuando
se trata de un autor mediocre, esa ‘contumacia’ creativa produce trabajos de
mérito desigual, a veces pobre hasta lo incomprensible.
Pienso,
en definitiva, que la tarea de escribir se afronta de muy diversas maneras. Un controvertido escritor y crítico francés, inteligente,
atrabiliario y misántropo, Paul Léautaud, que escribió durante sesenta y tres años un Diario
literario de más de siete mil páginas en el que retrata con ironía y
apasionamiento la vida literaria de la Francia de su época, comentaba, hablando
de los autores: El que
dedica poco tiempo a su obra, critica: ¡Esos que tardan tres años en escribir
un libro! El que ha dedicado tres años, condena: ¡Esos chapuceros que escriben
un libro en tres meses!
Reconoce
Muñoz Molina que en la literatura “puede haber una divergencia escandalosa
entre el mérito y el reconocimiento”. Sería difícil o imposible argüir algo
para demostrar lo contrario. Ocurre también en otros ámbitos. Ernesto Sabato,
dijo que el triunfo es una
especie de vulgaridad, una suma de malentendidos. Podría tratarse a veces, sigo
yo, de un simple quid pro quo.
Excepcionalmente, el artista puede ser ungido de forma clara e inequívoca. A Luciano de Samosata una Musa le dijo: Je te marquerai d’un signe tellement
éclatant que partout où tu iras, on dira: c’est lui. Pero esto es
raro. No sé por qué la Musa habló francés en la ocasión. Sé que las sirenas que
conocía Cunqueiro, hablaban diferentes idiomas y eran caprichosas en esto. Una
entendía únicamente el portugués. Las diosas de Clodión cantan francés, las de Fidias son mudas, aseguró Darío. El mundo no es fácil.