10 de marzo de 2018

Para el escritor Jaime Salom Vidal in memoriam


Amigos lectores, interrumpí este blog en la entrada 400, porque creció demasiado (más de mil páginas). Hice una excepción, la entrada 401, para la necrológica de una querida amiga de la infancia. Haré  hoy otra, para la del dramaturgo Jaime Salom, de quien fui también muy amigo. La leí hace ya cinco años en un homenaje póstumo que le dedicamos en Madrid, aunque no la traje entonces al blog; aquí viene ahora.
Pero no quiero romper mi silencio sólo con tristes noticias. En esta primavera, en mi  añorado Nueva York, publican un libro mío, Relatos con Nueva York al fondo. Para ello he contado con la inapreciable ayuda de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE, hay casi cincuenta millones de hispanoparlantes en Estados Unidos), que ha auspiciado el proyecto y con la que voy teniendo una colaboración cada vez más estrecha. Encuentro entre sus miembros una acogida que me recuerda los años de mi juventud en aquella ciudad, inolvidables por tantas razones.

Para el escritor Jaime Salom Vidal, in memoriam

Podría empezar con un “Decíamos ayer”, porque voy a hablar del ayer, de lo que dije o escribí en el pasado sobre Jaime Salom, hace entre diez y doce años. Me alegra haberlo hecho entonces; a la gente hay que decirle las cosas, las cosas buenas y quizá hasta las malas, cuando están vivas. En mis palabras Jaime aparecerá vivo y hurgaré poco en la tristeza de su desaparición. Y como él fue sobre todo un autor teatral, dotaré a mi discurso de una leve arquitectura escénica. Atención, porque tendrán ustedes que imaginar.
1) Primer acto: Un noble anfiteatro de un vetusto edificio, que fue facultad de Medicina y hospital, en una calle cerca de aquí. Un médico presenta, ante los jubilados de su Colegio, una Historia de Asemeya, recién publicada, y les dice: Me apasiona lo que piensan los mayores. Cuando ya se han cansado de pelear, cuando han aquietado las ansias de triunfo, cuando han aprendido lo que es realmente importante. Cuanto más hacia atrás se mira, más hacia adelante se ve. Por eso, es a los mayores a los que me encanta preguntar: ¿Es una futesa la vida? Contadme. ¿Es verdad lo que dice Macbeth?: La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena y después no se le oye más; un cuento narrado por un idiota, con gran aparato y que nada significa.
Todo eso, sigue diciendo el presentador, se lo podría preguntar a nuestro presidente de Asemeya, que es hombre inteligente y sensible, y tiene una impresionante obra ya hecha. Y prometo hacerlo, en cuanto se haga mayor. Porque Jaime Salom no es ni siquiera un mayor joven, de los que hablé antes; es un mayor adolescente. Eugenio D'Ors escribió que la adolescencia más que un período temporal es un estado. Nuestro presidente está en ese estado de adolescencia, de gracia, y, para que lo sepan, le están estrenando ahora en muchas ciudades del mundo, quizá más que nunca.
La cita de Shakespeare es de las más repetidas de la literatura. Como aquella otra del Hamlet, cuando Polonio pregunta: ¿Qué lee mi señor? y Hamlet responde: Palabras, palabras, palabras. Sobre las palabras, me permitiré una muy corta digresión, ya que estamos todos aquí, hermanados por el cariño y la admiración a Jaime, y también por el amor irrenunciable a las palabras. Goethe, en un escrito de sus años estudiantiles de Strasbourg, cuenta: Una hermosa serpiente se tragó unas monedas de oro y se fue haciendo luminosa y transparente. Se metió luego en una cueva en la que había una estatua de un viejo rey. El rey, la estatua del rey, le preguntó: ¿De dónde vienes? De la sima donde habita el oro, contestó la serpiente (se sabe desde siempre que las serpientes pueden hablar y ser muy convincentes). ¿Qué es más precioso que el oro?, preguntó el rey. La luz, respondió la serpiente. ¿Qué es más bello que la luz?, preguntó el rey. La palabra, respondió la serpiente.
2) Segundo acto: Una bellísima ciudad de la Toscana. En una casa, cercana a la plaza donde se celebran las famosas carreras del Palio, un viejo profesor de su universidad, una de las más antiguas de Italia, lee una carta que viene de España: He leído tu nuevo libro y te felicito. También por tus cartas, inteligentes e inspiradoras. Ni siquiera falta el humor cariñoso y benévolo, cuando hablas de Jaime Salom, de lo que te contara sobre su escasa frecuentación de las modistillas (sartine) en su juventud, y añades que “ forse si è rifatto (desquitado) in seguito”. En cuanto al “rifacimento”, he tenido alguna confianza con Jaime y creo que “si è rifatto meno di quanto avrebbe potuto”, dada su fama, su inteligencia y su aspecto físico. Ha estado siempre trabajando mucho y no le ha quedado demasiado tiempo; esa es la verdad.
Yo escribí esa carta y el profesor era Arnaldo Cherubini, al que muchos de ustedes conocieron. En sus cartas, muerta su esposa Bruna, a veces me hacía el regalo de sus sentimientos y de sus tristezas. Quizá la lejanía nos hace menos pudorosos. En una de ellas, confesando el amor por su esposa, su soledad presente, decía: “Y ahora, claro, continúo viviendo, pero sin ninguna alegría; y trabajando, y mucho, hasta la náusea, sin alegría; a veces hasta riendo, sin alegría. Es el indiscutible y lógico reverso de la medalla: si has amado, debes sufrir por todo lo que has amado”. Traigo aquí estas palabras por las referencias a Jaime, en su carta y en la mía, y porque son de un muerto, pertinentes ahora, para ayudarnos a aceptar o soportar la muerte de otro muerto.
Amor y muerte, los dos grandes temas de la vida, tan entreverados a veces. Hemos sido diseñados para morir, no es algo surgido por azar. Cualquiera que conozca los procesos de envejecimiento celular lo sabe. Y nada sería tan insoportable como nuestra vida terrenal, prolongada en exceso. La inmortalidad nos llegaría a enloquecer por la eterna repetición de los aconteceres, por la insistente presencia de lo ya vivido, por el constante infortunio del mundo. Mejor esta humanidad nuestra, de dioses ínfimos, mortales, gozando de la impagable libertad de equivocarnos, de errar el camino y empezar de nuevo. Bendita, sobre todo, la posibilidad de olvidar. Olvidaremos el dolor hiriente de la muerte de Jaime y nos quedaremos con el esplendor de su amable imagen de eterno adolescente.
Otro de los grandes temas: el olvido. Hay quien no quiere olvidar. Quizá recuerden, de Tristán e Isolda, aquel perro fantástico, Petit Cru, que un hada entregara al rey de Gales, con un cascabel, cuyo sonido tenía la magia de borrar todos los recuerdos tristes. Tristán padeció los peligros de la guerra, sólo para conseguirlo y enviarlo a Isolda, para que olvidara. Pero Isolda quiso compartir su sufrimiento con Tristán y arrojó el cascabel al mar.
En cambio, la infantina Blanca Flor, en la deliciosa Farsa infantil de la cabeza del dragón, de Valle-Inclán, dice: Quiero olvidar. Y el Príncipe Verdemar le contesta: No se olvida cuando se quiere. Y la infantina insinúa: Dicen que hay una fuente… Y el príncipe añade: Esa fuente está siempre al otro extremo del mundo. Para llegar a ella hay que caminar muchos años. ¿Se olvida al beber sus aguas?, pregunta de nuevo la infantina. Se olvida sin beberlas, contesta tajante el príncipe. Es el tiempo quien hace el milagro y no la fuente. Cuando una peregrinación es larga, se olvida siempre.
3) Tercer acto: Una habitación llena de libros, en una calle rumorosa y alegre del centro de Madrid. Un hombre mayor, de aspecto agradable, distinguido, lee una carta.
Querido Jaime: Me alegró encontrarte el otro día en la Gran Peña y comprobar que estás en excelente forma. Si acabas de encontrar definitivamente el elixir de la inmortalidad, avísame. El emperador Shih huang-ti lo buscó desesperadamente en el siglo III a. de C., por la inmensa China y el mar de Japón y llamó sin descanso a los magos y a los alquimistas para que vinieran a su corte. Los sabios confucianos criticaron este torpe y absurdo anhelo de pervivir, y él ordenó ejecutar a 460 de ellos. Estas, Jaime, son mis inocentes florituras y casi todas están en las buenas enciclopedias. Nunca estoy más acompañado que cuando estoy solo en casa, con ellas.
Te despides como Presidente y habrá adhesiones de los no presentes. Te envío ya un muy cariñoso saludo, para ti y para todos. Y quiero que alguien diga que yo digo que, sinceramente, conociendo no mal la historia de Asemeya, nunca ha habido un presidente tan apropiado como tú, ni ha tenido ninguno tus méritos literarios; de eso estoy completamente convencido. Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace...
Un abrazo para ti y mis mejores saludos para Montse, Paco Redondo.
4) Epílogo: Salón de actos en una de las zonas más nobles de Madrid, frente al Palacio de las Cortes, con un público educado y paciente. Algunos médicos han hablado de ese excelente y fértil dramaturgo que fue Jaime Salom, cada uno como el buen Dios le dio a entender. El último dice: Se cuenta que Julio César Escalígero, un médico humanista del siglo XVI, no podía leer el relato de la muerte de Sócrates, en el Fedón platónico, porque se echaba a llorar. A mí me duele en lo más hondo sólo imaginar el regreso de Jaime a Sitges, en ese viaje final a Ítaca que hacemos todos los mortales, cuando el mundo se despuebla de caminos y sólo queda el que nos devuelve al punto de partida. Acompañado de su esposa Montse, pero ya vencido, sembrador involuntario de vastas soledades, memorando, como de un sueño ajeno, la huidiza juventud, la felicidad esquiva; buscando con urgencia esa palabra justa que uno quiere decir, y decirse, antes de morir. La vida, la de cualquiera, es la historia de una derrota. Hasta en casos como el de Jaime, favorecido casi siempre por la Fortuna y, desde hace muchos años hasta el final, por la feliz aparición de Montse.
No sé si nos damos cabal cuenta del privilegio que hemos tenido al compartir algo de nuestra vida con él. Yo no traté de analizar sus méritos y me limité a escuchar a mi memoria y sobre todo a mi corazón. Remembré al amigo ilusionado que disfrutamos los que le conocimos y quise mi charla adornada de palabras nobles y antiguas, alada, no demasiado triste. No lo logré, porque seguramente era imposible. Lleva razón esa profunda seguidilla popular que canta: “Dices que no son tristes / las despedidas. / Dile al que te lo ha dicho / que se despida”.
Cae el telón. Fin de la representación.