Lector, esta es
la entrada ciento cincuenta del blog y te daré un descanso. Es verano y además
me voy de viaje. No me gusta demasiado volar. No es por miedo; es el medio de
transporte más seguro y yo soy una persona racional y me rijo por evidencias
como esa. Te cuento lo que me ocurre, en pocas palabras.
Hice la milicia
universitaria en Aviación, en Burgos, y mi primer vuelo fue en una Bücker, legendarias
avionetas de doble ala, que ya se utilizaron en nuestra guerra civil. El
primero en avión grande, fue en un Douglas DC-3, uno de los modelos más famosos
de la historia de la aviación, de Burgos a Madrid. Un coronel del Aire había
volado con él desde Cuatro Vientos, para asistir a nuestra jura de bandera, y nos
enteramos de que para la vuelta tenía alguna plaza libre. Las ordenanzas no
permitían que los pasajeros excedieran el número de paracaídas en el avión y los
aspirantes a viajar éramos alguno más. Echamos suertes y nos quedamos dos
fuera, plantados allí en la pista de despegue. Qué cara de desolación
tendríamos, que el buen coronel al final dijo: Arriba todos, que nos vamos a
Madrid. ¡Cuánta felicidad pueden traer a veces unas pocas palabras!
Volar era
entonces, en esas primeras experiencias, hacerlo al aire libre, entre compañeros,
no entre desconocidos, en un espacio cerrado. Ahí, tengo algo de claustrofobia,
me encuentro incómodo. A pesar de todo, he volado en ocasiones en aviones que quizá
no eran los más seguros del mundo, con compañías nepalíes o chinas de hace años.
No me importó demasiado. Sé que no cabe esconderse de Dios, Él sabe cómo
hallarnos y, como recoge la sentenciosidad (no está en el DRAE, en inglés se
dice sententiousness; qué cosas, ¿verdad?) árabe, “puede ver una
hormiga negra en una montaña negra en una noche negra”. El problema es que, si
al que busca Dios es al piloto, los pasajeros hacemos de comparsa, tontamente. Y
pienso yo que, si uno tiene que morir, que sea de la muerte que le corresponda
a uno, ¿no?
Dije que me
atrevería a contar cosas mías y lo voy haciendo. También critiqué ya a
escritores famosos, como Virginia Woolf y algún otro, español. Y lo haré alguna vez más. No causaré grandes perjuicios; será siempre a gentes buen
atrincheradas en sus puestos y yo soy sólo un ingenuo soñador, que lucha con
una espada de madera, sin lorigón o loriga, con un escudo de cartón. De loriga
me sirve un antiguo jersey de punto muy grueso, que me hizo mi abuela, que
guardo todavía y que pienso que me protegerá un poco de las posibles lanzadas. A
mi edad, todo eso me importa bien poco. Más imprudente fue aquel cura que se
empeñó en llevar la procesión por la vía del tren.
Cuando miro
hacia atrás, me doy cuenta de que dediqué una buena parte de mi vida a leer y
compruebo que esas lecturas no me instruyeron en cosas que den fama o riqueza,
pero me enseñaron a desdeñar a ambas. Al fin y al cabo, como escribió Sir
Thomas Browne, un sabio y erudito médico
inglés, a veces de difícil y oscura lectura —como debe ser en los médicos—, del siglo
XVII, en su obra Hydriotaphia, Urn-Burial (1658), la mayor parte de los hombres ha de contentarse con ser
como si no hubiera sido, con encontrarse en el registro de Dios, no en las
actas de los hombres. También en la tumba romana de John Keats está escrito,
según su deseo, el siguiente epitafio: Aquí yace alguien cuyo nombre fue
escrito en el agua. ¡Qué enorme alivio, qué alegría!, pasar
desapercibido. Fernando Pessoa incluye, en El
libro del desasosiego, unos versos muy sencillos: No soy nada. / Nunca seré
nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de esto, tengo en mí todos los
sueños del mundo.
He empezado a
contar algo de mi vida y espero no aburrir y que se me perdone. El relato más
autobiográfico que tengo es quizá Mis
antiguos encuentros con la Muerte y se me ha ocurrido que podría ofrecerlo
aquí, por entregas, en este tiempo estival. Empezaré a hacerlo a mi vuelta.
¡Feliz verano a todos, lectoras y lectores!