17 de septiembre de 2015

Sobre el monólogo interior


Palabras clave (key words): estilos directo e indirecto, monólogo interior, Édouard Dujardin.

Prometí hablar del monólogo interior en la narración literaria y quiero cumplir. Intentaré hacerlo brevemente, partiendo de la idea de que todo se puede simplificar, si uno logra zafarse de los filólogos y narratólogos, con sus analepsis, prolepsis, etc.

En toda narración hay un narrador, indefectiblemente. Podemos narrar mediante una secuencia de imágenes, un cuadro, etc., pero la narración literaria se basa en palabras y ordinariamente refiere algo que ocurre en un cierto tiempo, aunque aquí ya cabrían matices y distingos. Si alguien grita ¡Socorro!, expresa muy claramente, con la palabra, una situación o circunstancia, pero ese grito no se considera una narración.

El narrador puede ser uno de los personajes que intervienen en la acción y esto constituye la llamada narración en primera persona, perfectamente válida y típica de las memorias, de los diarios personales y de los blogs. Algunos críticos piensan que, en otros casos, es una forma ‘facilona’ de narrar y he visto cómo desdeñan a un cierto autor español, tan desdeñable por otras razones, porque dicen que siempre escribe así.

Otras veces existe un narrador, que no es un personaje: un narrador ajeno. El narrador puede dejar hablar a los personajes con sus propias palabras, y entonces es importante que señale claramente quien habla, para no desorientar al lector. Es lo que se llama estilo narrativo directo. También puede escoger relatar él mismo lo que los personajes dicen, con la misma obligación de que el lector no se pierda; es el estilo indirecto. No se pueden expresar así algunas emociones de los personajes de manera inmediata y vívida, como ocurre con el estilo directo. Esto es debatible, porque el narrador puede describir brillantemente las emociones que agitan a los personajes…

El narrador no sólo sabe lo que está ocurriendo y es capaz de transmitirlo al lector, sino que sabe también, y esto sí que tiene miga, lo que piensan todos los personajes y las emociones que los embargan. Por ello se habla del narrador omnisciente, que lo sabe todo. Lo que piensan o sienten ocultamente los personajes es, si el narrador lo transmite, monólogo interior. No se refiere, claro está, al discurso verbal abierto que pueda hacer uno de ellos dirigiéndose a los otros o a un público real o imaginario.

Es imposible tratar los detalles aquí. Cuando pensamos, utilizamos palabras y muchos se preguntan si el hombre pudo pensar antes de haber adquirido el lenguaje. Nuestro pensamiento discurre con una libertad que no se da en la comunicación oral y tiene una estructura sintáctica peculiar. No siempre, porque muchas veces pensamos muy ordenadamente. Algunos sostienen que el primero que utilizó el monólogo interior fue Édouard Dujardin, en Les lauriers sont coupés, de 1888. Ya mostré en mi entrada anterior cómo se da también en Nuestra Señora de Paris, de 1831, y está presente en muchas otras obras.

Lo novedoso en Dujardin es el uso intensivo de este recurso narrativo, el plantear la narración como la transcripción continuada de lo que piensa y siente un personaje o varios y que estos pensamientos y sentimientos resulten difícilmente traducibles a la escritura normal, exigiendo técnicas narrativas nuevas, supresión de signos ortográficos, etc. No todos los monólogos interiores son así, una mezcla confusa y desordenada de vivencias, fomentada por esa especie de culto simplón al inconsciente y Freud, de moda mucho tiempo entre los escribas. El análisis del Ulises de Joyce quizá haya contribuido a esto; se trata de una forma peculiar de estilo indirecto en el que el discurso del narrador se funde con el monólogo interior del protagonista, Leopold Bloom.

Yo creo que también sería lícito hablar de un ‘diálogo interior’, cuando en la mente de un personaje se entrecruzan ideas o emociones opuestas, o cuando el narrador externo se dirige a un personaje, aislándolo como en un close-up, un primer plano cinematográfico, y le advierte o pregunta, y espera su respuesta. Es este un recurso que yo utilizo a veces y que me gusta y me parece estéticamente satisfactorio. Me referiré a él en la próxima entrada.

14 de septiembre de 2015

Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo


Palabras clave (key words): Víctor Hugo, narrador omnisciente, monólogo interior.

Ya conté que muchas de las cogitaciones de este blog surgen de mis lecturas, pero que hay un cierto plan, un cierto orden en las mismas. Hace tiempo que decidí dedicar una entrada al tema del monólogo interior, tan presente en las disquisiciones sobre literatura al hablar de la figura del narrador que existe siempre, en todo relato. Muy brevemente, porque el asunto está tratado en mil sitios, y sólo en lo pertinente a dos aspectos: su aparición directa ante el lector y el monólogo interior. La relectura de la novela de Víctor Hugo, Nuestra Señora de París, me invita a empezar por ella.

Hugo es un escritor romántico, aunque peculiar, y el tiempo ha pasado ciertamente por sus obras; no en la misma medida en todas, bastante en la mencionada. La novela no está escrita en primera persona y hay por lo tanto eso que se llama un narrador omnisciente. Este tipo de narrador suele permanecer invisible, salvo alguna aparición esporádica en el texto, en ocasiones por un descuido del escritor. Otras veces aparece resueltamente y se dirige directamente al lector.

Este tipo de aparición —casi se podría tildar de intromisión— se da con frecuencia en esta novela y empobrece el estilo. Citaré alguna de sus expresiones: Si el lector nos lo permite, probaremos [...] Queremos evitar al lector la molestia [...] Dificilísimo de explicar a los lectores de ahora [...] Debemos referir a nuestros lectores [...] Acabamos de indicar a nuestros lectores [...] Inútil advertir a nuestros lectores...

No haré un análisis de la novela, pero sí adelanto que en ella hay ejemplos de monólogo interior, que trataré en otro momento. Lo que quiero resaltar ahora son sus rasgos más típicamente románticos, correspondientes a su tiempo.

Hay amores malignos, de esos capaces de aniquilar a un ser humano y arrebatarle su libertad. Esmeralda, al entregarse al capitán Febo, le dice: ¡Que yo no te amo!... Haz de mí lo que quieras; tómame, soy tuya.... Seré tu querida, tu juguete, tu pasatiempo... todo lo demás nada me importa... y si llego a vieja, cuando no sirva para que me ames, entonces te serviré como una esclava... Ámame, ámame por compasión...

El arcediano suplica a la gitana: Tú no sabes aún lo que es el infortunio. Amar a una mujer con todos los furores del alma, sentirnos capaces de dar por la menor de sus sonrisas la sangre y las entrañas, la fama, la salvación y la eternidad, esta vida y la otra... Si vienes del infierno, yo iré a él contigo... el infierno donde tú estés será el cielo.

Y qué decir de Quasimodo. Al final de la novela desaparece y cuando desentierran unos cadáveres en el foso de Montfaucon, encuentran dos abrazados: el de la gitana condenada a la horca, que había sido arrojado allí, y el del monstruo enamorado, que se aferró a él y murió, se dejó morir, así. Al separarlo, se convirtió en polvo. Muchas desgracias encadenadas. Mueren el arcediano, su díscolo hermano, la gitana Esmeralda, su pobre madre y Quasimodo. Y, escribe Hugo, el capitán Febo también tuvo un final trágico: se casó. Algo de humor entre tantísima muerte.

Víctor Hugo demuestra gran conocimiento de la historia de París y a veces hasta fatiga con una excesiva prolijidad. Como con todo gran escritor culto, se espigan en la obra detalles interesantes que abren horizontes al lector. Menciona a Agustin Nipho, el doctor italiano que tenía un demonio que le enseñaba todo; a Guillet Soulart y su cerda, quemados vivos los dos por brujería en Corbeil, en 1465. Y revela el secreto del cuervo esculpido en la compuerta izquierda de la catedral, que mira un punto misterioso de su interior donde está escondida la piedra filosofal, que recuerda al Aleph borgiano que estaba en un ángulo del sótano, en la casa del poeta Carlos Argentino Daneri.

No es una obra de pensamiento, aunque hay ideas, algunas bien acedas. Se cuenta del arcediano: pensó en la locura de los votos eternos, en la vanidad de la castidad, de la ciencia, de la religión, de la virtud, en la inutilidad de Dios. Y ya revela este párrafo un ejemplo de monólogo interior. Pero de esto hablaremos en otra entrada.