Palabras
clave (key words): Estela canto, manuscrito de El Aleph, Hugo Beccacece.
Tras algunas interrupciones, más o menos razonadas y
justificables, prosigo con los amores y desamores de Borges; todavía quedan
unos cuantos, y consiguientemente unas entradas, para terminar. Esto se alarga:
por culpa mía y sobre todo de Borges.
La tercera de las mujeres de Borges fue Estela Canto
(1916-94), de la que estuvo perdidamente enamorado, que escribió un libro, Borges a contraluz, en 1989, muerto ya
el escritor. Se conocieron en el año 1944, en casa de los Bioy Casares, en
donde un grupo de intelectuales discutían sobre la necesidad de frenar el
avance del peronismo. Se sabe que a Estela le gustaban los tipos aventureros,
rozando casi la marginalidad. Cuando conoció a Borges, tenía una relación con
alguien de nombre Dicke, un espía británico que viajaba sin descanso por Brasil
y Argentina. Ella era inconstante y podía tener amores efímeros. Llegó a
trabajar en unos locales que existían entonces en Buenos Aires —en Madrid los
había también en mis tiempos de estudiante y están presentes en La colmena de Cela— en los que los
hombres iban para aprender a bailar, por utilizar un eufemismo, que seguramente
era real sólo en una pequeña proporción de ellos.
Estela era atractiva, de grandes ojos pardos e
inteligente. Salieron los dos juntos de
casa de los Bioy y él se ofreció a acompañarla. Caminaron casi hasta el
amanecer y eso bastó para que él se enamorara. Ella se sintió halagada, como
cualquier mujer en su caso, por el interés de un hombre tan excepcional como
Borges. Era una mujer vanidosa y siempre se ufanó de haber conquistado a Borges
y de recibir sus cartas de amor. “La actitud
de Borges me conmovía. Me gustaba lo que yo era para él, lo que él veía en mí.
Sexualmente me era indiferente; sus besos torpes, bruscos, a destiempo, eran
aceptados condescendientemente. Nunca pretendí sentir lo que no sentía”, dice la Canto en su libro. Y también: “El amor de Borges era romántico, exaltado, tenía una
especie de pureza juvenil. Se entregaba completamente, suplicando no ser
rechazado, convirtiendo a la mujer en un ídolo inalcanzable al cual no se
atrevía a aspirar”.
Estela era escritora y con su novela El muro de mármol había ganado ya un premio. Su libertad de
costumbres asustaba a doña Leonor, la madre de Borges, pero en esta ocasión él
estaba dispuesto a porfiar y la pidió en matrimonio. Estela consintió, pero
exigió relaciones íntimas previas para probar
su compatibilidad sexual. Ante esta propuesta, que casi nadie se
atrevería a juzgar disparatada o desagradable, Borges por primera vez recurrió
a un psicoanalista, en vez de acercarse a una farmacia a comprar una razonable
provisión de profilácticos. “Venceré mis inhibiciones, si me ayudas”, le dijo a
la dudosa. Tras dos años de terapia psicológica, en la que ella también
participó, y aunque en sus abrazos “la virilidad de Borges era perceptible”,
los resultados no fueron buenos. Aquí, como en el final de otras historias
similares del escritor, se insinúa el tema de su presunta inhibición sexual. Si
su virilidad era perceptible, también eran bien normales sus atributos
masculinos, si hemos de creer a Victoria Ocampo, la hermana de Silvina y
fundadora de la revista Sur, porque
en 1964, ya ciego, Borges se desnudó en una playa de Mar del Plata creyendo que
lo cubría una carpa. Victoria, al verlo, le dijo a un amigo: “Está bien
provisto Georgie, che”. Es que de Borges se sabe todo.
Poco después del fracaso, Estela se casa con otro, del
que se separa tres años más tarde. Hacia 1955 intenta reconquistar a Borges,
sin éxito, y empieza a beber. Por las razones que fueran, o hasta sin ninguna
razón, el amor se volatilizó, como sucede tantas veces. El antiguo enamorado
evitaba encontrarse con Estela. Si ella lo buscaba, él se escabullía como
podía. Al final, en los años ochenta, volvieron a frecuentarse, cuando, ya
viejos, se perdonan los desdenes, uno trata de perseguir ansiosamente el pasado
y busca los amigos con los que vivió la gloria, más o menos real, de la
juventud. Antes de partir Borges definitivamente para Ginebra, Estela le pidió
su autorización para vender el manuscrito de El Aleph, que el autor le había regalado. Lo vendió en 1985,
subastándolo en Sotheby’s, donde alcanzó los 25700 dólares. Murió en la
madrugada de un sábado frío y lluvioso de agosto de 1994. Murió como había
vivido, escribe el periodista y escritor Hugo Beccacece: “Se tendió en su cama y, distraídamente, dejó de comer.
Día y noche, en el duro invierno, dejaba abierta la ventana de su cuarto.
Apenas cubierta por un ligero camisón, exponía su cuerpo delgadísimo al frío.
Era como si se entregara en un último gesto de libertad, casi desnuda, al ciclo
de la naturaleza”.