22 de marzo de 2014

Inagotable crueldad de los seres humanos (I)


En mi anterior entrada, califiqué la corte del emir de Sevilla al-Mútamid como paraíso terrestre, a pesar de que León Felipe advirtió: Sabemos que no hay tierra / ni estrellas prometidas. El dolor, el infortunio, la crueldad estaban también atrincherados en los reinos de Al-Andalus. Al hermano mayor del emir, su padre, al-Mutadid, lo hizo matar por una supuesta conspiración; un hijo del emir ya vimos que murió en Córdoba, en guerra; Zaida murió probablemente de parto a los treinta y ocho años; su hijo Sancho Alfónsez, en una batalla, sin cumplir los quince…

Siempre me ha sorprendido y angustiado la inagotable e incomprensible crueldad humana, a lo largo de toda la historia. En un relato mío, El misterio de los editores, un extraño personaje tuerto pide a alguien que se aproxime a su ojo vacío. Este cuenta:

Acerqué mi ojo derecho al suyo ausente y a medida que lo hacía la yerma cuenca se dilataba y adquiría un aspecto grandioso. La órbita era del color del marfil blanco y reflejaba una luz cenital, quieta y suave. La superficie no tenía la menor irregularidad y era de una lisura perfecta. Me sentía como a la entrada de una enorme caverna hecha de material nobilísimo. Al fondo, empezaron a surgir figuras que fueron adoptando la forma de seres humanos, aunque, por lo que vi después, debiera resultar inapropiado ese nombre. Comencé a distinguir confusamente lo que parecía un campo de batalla, el campo en el que se había dado una batalla. Entre los muertos y heridos, avanzaban hombres que buscaban algo con el mayor interés y hablaban un lenguaje extraño en el que distinguí palabras de dialecto genovés, mezcladas con alguna francesa. Pronto pude ver que seleccionaban, entre los cuerpos desparramados en el suelo, a los que tenían vestiduras y armas turcas, les abrían con urgencia el vientre y les sacaban las entrañas, incluso a los que estaban todavía vivos. Con los intestinos fuera, les palpaban las tripas, con meticulosidad y método. El olor, los gritos y lamentos eran insoportables.

Después hubo unos momentos de oscuridad total. Sobre el escenario, ahora vacío, se abatió de repente una luz cegadora y empezó un nuevo espectáculo, atroz y deslumbrante. Era la plaza llena de sol y de público de una gran ciudad, y se conducía a un muchacho joven hacia un alto patíbulo allí instalado. Dos verdugos, evidentemente inexpertos, trataban de decapitar al reo, de la manera más torpe, intentando los golpes una y otra vez, mientras este aparecía acuchillado y chorreando sangre, pero todavía no decapitado. Tuvieron que darle hasta veintinueve hachazos para lograr arrancarle la cabeza, que levantaron entonces, destrozada, irreconocible, inolvidable para cualquiera que la viera, sobre el extremo de una pica. Estaba a punto de desmayarme, cuando noté la mano de mi interlocutor que me empujaba suavemente y me retiraba del ojo muerto.

— Por Dios, ¿qué es lo que he visto?, exclamé todavía aterrado.

— No se preocupe, ya ha pasado todo, me tranquilizó su voz. Ha visto algunas tropas, especialmente genovesas, del ejército de Balduino I, tras la batalla de Cesarea. Buscaban las esmeraldas y besantes de oro que se decía que los turcos tragaban antes de entrar en combate para llevarlas escondidas en sus cuerpos para tratar de rescatarse si eran hechos prisioneros. Se creía que era una práctica común, al menos ese era el rumor que circulaba. Luego ha contemplado la ejecución del desgraciado Henri de Talleyrand, marqués de Chalais, en la ciudad francesa de Nantes. Dos presos comunes, sin experiencia como verdugos, se ofrecieron a cortarle la cabeza, a cambio de la libertad. ¿Quiere ver alguna otra terrible crueldad antigua?

Abandono mi relato, pero de mis lecturas me quedan otros episodios atroces, que contaré en otra ocasión, para hacer ver ese lado oscuro y aterrador de los seres humanos. El escritor Dino Segre (Pitigrilli), el gran pesimista, cuando alguien se preguntaba cómo había sido posible la violencia entre los propios italianos, en la segunda guerra mundial, surgida en personas de ordinario pacíficas, se extrañaba a su vez de que esas personas hubieran logrado ser pacíficas en los tiempos de paz.

20 de marzo de 2014

La bella Zaida y el rey Alfonso VI


Tengo que hablar, sin falta, de Zaida, que tuvo amores con el rey Alfonso VI. Por ella empezó lo de traer aquí este asunto, porque su historia se parece algo a la del joven Carlomagno y la Galiana. Me cuesta trabajo abandonar la corte del emir de Sevilla al-Mútamid, aquel paraíso terrestre en donde “los poetas se balanceaban entre los reyes como los céfiros en los jardines”. Todo tan distinto de ahora, excepto quizá en los políticos. Abú Saíd, alfaquí cordobés de la época, los maldecía: “¡Raza de víboras! ¿Hasta cuándo van a chupar vuestra sangre, hijos de Al-Ándalus? Todo el que gobierna es peor que un salteador de caminos. Alá les ha dado el poder para vuestro bien y os sorben el tuétano. No se les ve en las mezquitas, pero podéis siempre verlos borrachos”.

Lector, no sé quién era este Abú Saíd; hay muchos con ese nombre en la historia. Hay uno en Granada, el sabio predicador Abu Said Faray b. Qasim, pero es del siglo XIV, según cuenta el viajero tangerino Ibn Battuta. A lo mejor se lo inventó todo don Claudio, en su novela. En ella se recoge también una de las citas más conocidas, la del califa Abd al-Rahman al-Nasir, que al morir dejó un billete que decía: “He vivido setenta años, he reinado cincuenta… he sido feliz catorce días”. Si alguien no conoce esta sentencia, me encantará que lo haga ahora por mí. O lo que le dijo Rumaykiya a su marido al-Mútamid, ya de mayores: “Te amo aún más que en nuestra juventud”. ¡Qué cosas, Dios mío, qué ternezas! ¿Se lo oiría esto don Claudio o se lo inventó también?

Ya dije que Zaida no era hija de al-Mútamid, sino su nuera; se había casado con el hijo de este, Abu Nasr Al Fath Al’Ma’mun, emir de Córdoba. La habían prometido, cuando tenía doce años, al rey Alfonso VI, pero a quien fuera se le olvidó este detalle. Zaida era inteligente, había gozado de una educación exquisita y pertenecía al grupo de los poderosos en la sociedad andalusí. Y era de una belleza extrema, que a lo mejor es lo más importante en el fondo; esto no lo afirmo. Yo sé, lector, que tú la has visto ya, pero te muestro una imagen suya, para ver si la reconoces. Una monada, ¿no?

En una de las invasiones de los almorávides, estos atacaron a sus hermanos de religión y tomaron Córdoba. Cortaron la cabeza al marido de Zaida, la pusieron en una pica y la pasearon por las calles de la ciudad. El pobre rey había dispuesto antes la huida de Zaida con otros cortesanos al muy fortificado castillo de Almodóvar del Río y pedido ayuda a Alfonso VI. Este envió tropas, al mando de Álvar Fáñez, que fueron vencidas. Zaida siguió al ejército cristiano en la retirada y fue llevada a la corte de Toledo. No tenía ya doce años; tenía veintiocho, que tampoco es mala edad.

Zaida estaba viuda —era hacia el año 1091— y el rey castellano estaba casado con Constanza de Borgoña, tratando de tener un hijo varón que le sucediera. La reina murió en 1093 y el rey se casó entonces con Berta, que no le dio descendencia y murió en 1099. ¿Se veía secretamente el rey con la bella mora en el castillo de La Adrada? Si no se veían allí, se veían en otra parte, porque tuvieron tres hijos y para eso hay que verse o, al menos, estar juntos. El primero fue el ansiado varón, Sancho Alfónsez, que murió en la batalla de Uclés, sin cumplir los quince años. Zaida había muerto en 1101, en su tercer parto —los dos últimos después de haber muerto la reina Berta—. ¿Se casó con el rey Alfonso? No está claro, pero seguramente sí. Se convirtió al cristianismo y tomó el nombre de Isabel. Está enterrada en el monasterio de benedictinas de Sahagún, junto con el rey y sus otras esposas.

La historia de Zaida y Alfonso no se parece demasiado a la del joven Carlomagno y Galiana. Sin embargo, como ya apunté, algunos críticos pensaron que pudiera haber influido en el autor del poema del siglo XII, Mainet. Sobre nuestra Zaida también hubo un poema en la época, que cantó sus amores con Alfonso VI. Está hoy perdido, aunque quizá queden vestigios. Voy a buscar y si hay algo lo cuento.

19 de marzo de 2014

Al-Mútamid, Ben Ammar y Rumaykiya


Lector amigo, ¿qué hace uno cuando se halla frente a dos caminos distintos, igualmente sugestivos y amables, y es forzoso escoger? Decidirse por uno es dejar escapar el otro, tal vez para siempre. Decía Ortega que, hasta cuando renunciamos a tomar una decisión, es que hemos decidido no decidir. La vida para los mortales es una renuncia constante, punzados por lo que los franceses llaman l’embarras du choix (la molestia de escoger). Para algunos, no para todos, habría que añadir inmediatamente. Para otros, para muchos, puede ser una derrota sin alternativas, sin esperanza.

La decisión que debo tomar ahora, al escribir sobre la bellísima Zaida, como prometí en una entrada anterior, es si quiero seguir estrechamente los datos históricos o perderme discretamente por los caminos de la leyenda. Quizá tampoco sea necesaria una separación estricta de los dos mundos. En este caso, el corazón me lleva por el sendero de los sueños y las leyendas. Dejemos para el historiador la tarea de ajustarse a los hechos reales. Hablé yo de Zaida, porque algunos comparaban su romance con Alfonso VI, con el de Carlomagno y la Galiana. Y de Zaida me remonté al rey poeta de Sevilla Al-Mútamid, su amada Rumaykiya y el visir Ben Ammar. Y a la novela de don Claudio Sánchez Albornoz, Ben Ammar de Sevilla.

¿Cómo conoció Al-Mútamid —era un joven príncipe entonces— a Rumaykiya? De eso se sabe todo, hasta las primeras palabras que se cruzaron. El príncipe iba con su amigo del alma (algunos piensan que eran hasta demasiado amigos) Ben Ammar, paseando por las orillas del Guadalquivir e improvisando poemas. El príncipe declamó: El viento transforma el río / en una cota de malla, y pidió a Ben Ammar que siguiera. Bueno, pues este, con lo gran poeta que era, aquí anduvo un poco lento y una muchacha que pasaba por allí fue la que continuó: Mejor cota no se halla / como la congele el frío. Quizá estos dos versos no te entusiasmen demasiado, lector. Los del príncipe tampoco eran como para desmayarse. La que sí estaba que tiraba de espaldas era la muchacha; su nombre era Itimad, pero la llamaban Rumaykiya, porque era esclava de un tal Rumayk.

¿Y qué tiene esto que ver con Zaida? Pues que el príncipe compró a Rumayk su bella esclava y se casó con ella y Zaida fue hija de ambos. Eso no es verdad, lector, pero ya te dije que me iba a ir por el sendero de la leyenda. Por otra parte, en la realidad histórica era su nuera y es bien sabido que hay nueras que se quieren como si fueran hijas. Especialmente si son como Zaida, que era una belleza más allá de toda ponderación, y culta y cantaba y bailaba como las huríes del paraíso. Si no estás viendo ya a Zaida, querido amigo, no sé yo si vas a seguir bien mis pobres relatos, que cuentan siempre contigo. Piensa que yo trato de anovelar (no viene en mi DRAE, 21ª ed.) aunque viene anovelado), pero la imaginación tienes que ponerla también tú.

Ben Ammar en algún momento tuvo una esclava llamada Zaida, que no tiene nada que ver con la otra. Ben Ammar estaba mucho menos interesado en el amor que Al-Mútamid y un día dijo, que lo oyó don Claudio y lo puso en su novela, que “por cima del amor está la gloria”. La gente es como es. Pero era un buen poeta, en un momento de grandes poetas: Ben Suhayd, Ben Házam, Ben Zaydún, Ben al-Labbana, Abi Ishak, Sumaisir, etc. Y jugaba al ajedrez de manera extraordinaria, lo que le sirvió para evitar una guerra con Alfonso VI y salvar a Sevilla. Lo apostaron en una partida y Ben Ammar la ganó. Y paro, que de quién he de hablar es de Zaida. Lo haré en una próxima ocasión.

17 de marzo de 2014

Un estadounidense y un catalán


No, no es uno de esos chistes en que hay personajes de varios países. En un breve circuito turístico por España, he coincidido con un matrimonio de Estados Unidos, que no hablaba nada de español. Aunque el guía se dirigía a ellos en inglés, mi esposa y yo tuvimos ocasión de ayudarles con el idioma y se inició así una relación.

El marido, ya jubilado, fue profesor en una Universidad americana —no daré datos innecesarios— y es experto en Software Architecture, un concepto desconocido hasta ahora por mí y no inmediatamente entendible. Se refiere a las estructuras de más alto nivel en un sistema de software, a la disciplina para crear dichas estructuras. Su experiencia docente le permitió exponer el tema y hacerlo medianamente comprensible. Cuando ya empezó a hablar de niveles de abstracción la comunicación se hizo más fluida y, finalmente, pudimos charlar ampliamente sobre la utilización inconsciente por parte de los médicos de algoritmos numéricos en el proceso diagnóstico, idea en la que he insistido en algunas publicaciones mías.

Al despedirnos ocurrió el normal intercambio de direcciones y los deseos y casi promesas de vernos en el futuro, con invitaciones sinceras a los hogares respectivos. Todo muy agradable, muy educado y muy internacional; muy propio del mundo en que nos ha tocado vivir, que tiene también sus aspectos positivos.

También había en el grupo una pareja de catalanes; él era abierto y algo lenguaraz. Durante una comida, compartiendo mesa, le pregunté, con una sonrisa: ¿Y qué, se van a independizar ustedes? Contestó, también sonriendo, que era imposible la independencia para un país pequeño y habló de Andorra, que vive, dijo, sólo gracias al turismo de esquí. Estas fueron sus palabras y no entraré en la ligazón lógica o el carácter rebatible de su pensamiento; trato únicamente de describir un personaje, unas escenas. Lector, en esta narración no hay ni una sola palabra que no sea verdad.

Sin embargo, afirmó que en el referéndum, cuya celebración daba por segura, votaría que sí, para cargarse de razón frente a Madrid. No utilizó la expresión “Madrid nos roba”, pero dejó claro que en lo de las cuentas salían perdiendo. Lo traté con guante de seda, utilizando ese rincón del cerebro que uno guarda para las conversaciones mundanas o vulgares y al que no se debe renunciar jamás. Como era simpático, le conté que algunas personas divertidas que yo había conocido eran catalanas. Me dio la razón con entusiasmo y expuso su idea de que los mejores cómicos que se podían ver —en la tele, por ejemplo— eran catalanes. No hablo de payasos, para eso están los andaluces, aclaró con indisimulable desdén. Con esa parte del cerebro de la que hablé antes, mencioné a Albert Boadella, lo que no le hizo gracia. Ese se vende al mejor postor, sentenció. Yo creo que es inteligente, me atreví a decir. Para venderse hace falta ser inteligente, me ilustró, con la convicción de haber dicho algo memorable y profundo. También ironizó  sobre la mirada de Oriol Junqueras, que no se sabía a dónde la dirigía. O algo así, no le entendí bien esto.

Estuvo, dicho en castizo, sobradísimo, casi como el señor Artur Mas. Estaba claro que me consideraba un privilegiado por poder charlar con él. Menos mal que no le dije que yo era andaluz; a veces ni me acuerdo de este detalle importantísimo. La esposa escuchaba en silencio, con ese aire de mártir de las mujeres que llevan una vida entera oyendo desvariar al cónyuge. Yo adopté alborozado el apropiado papel de discente. Fue todo absolutamente divertido e inocuo. No nos intercambiamos direcciones, eso no.

Estos son el norteamericano y el catalán de mi historia, conocidos en un viaje de turismo, en un ambiente relajado y proclive a la comprensión y al perdón. ¿De dónde han surgido estos nuevos catalanes? Antes no eran así. Seguramente, la culpa será de Madrid. ¿Y cuántos son? Eso no se sabrá con el referéndum que se planea, si se celebra, sesgado y metodológicamente inválido desde el principio.