En mi anterior entrada, califiqué la corte del emir de Sevilla al-Mútamid
como paraíso terrestre, a pesar de que León Felipe advirtió: Sabemos que no hay tierra / ni estrellas prometidas. El dolor, el infortunio, la
crueldad estaban también atrincherados en los reinos de Al-Andalus. Al hermano
mayor del emir, su padre, al-Mutadid, lo hizo matar por una supuesta conspiración;
un hijo del emir ya vimos que murió en Córdoba, en guerra; Zaida murió
probablemente de parto a los treinta y ocho años; su hijo Sancho Alfónsez, en
una batalla, sin cumplir los quince…
Siempre me ha
sorprendido y angustiado la inagotable e incomprensible crueldad humana, a lo
largo de toda la historia. En un relato mío, El misterio de los editores, un extraño personaje tuerto pide a
alguien que se aproxime a su ojo vacío. Este cuenta:
Acerqué mi ojo derecho al suyo ausente y a medida que lo hacía la yerma
cuenca se dilataba y adquiría un aspecto grandioso. La órbita era del color del
marfil blanco y reflejaba una luz cenital, quieta y suave. La superficie no
tenía la menor irregularidad y era de una lisura perfecta. Me sentía como a la
entrada de una enorme caverna hecha de material nobilísimo. Al fondo, empezaron
a surgir figuras que fueron adoptando la forma de seres humanos, aunque, por lo
que vi después, debiera resultar inapropiado ese nombre. Comencé a distinguir
confusamente lo que parecía un campo de batalla, el campo en el que se había
dado una batalla. Entre los muertos y heridos, avanzaban hombres que buscaban
algo con el mayor interés y hablaban un lenguaje extraño en el que distinguí
palabras de dialecto genovés, mezcladas con alguna francesa. Pronto pude ver
que seleccionaban, entre los cuerpos desparramados en el suelo, a los que
tenían vestiduras y armas turcas, les abrían con urgencia el vientre y les
sacaban las entrañas, incluso a los que estaban todavía vivos. Con los
intestinos fuera, les palpaban las tripas, con meticulosidad y método. El olor,
los gritos y lamentos eran insoportables.
Después hubo unos momentos de oscuridad total. Sobre el escenario, ahora
vacío, se abatió de repente una luz cegadora y empezó un nuevo espectáculo,
atroz y deslumbrante. Era la plaza llena de sol y de público de una gran ciudad, y se
conducía a un muchacho joven hacia un alto patíbulo allí instalado. Dos
verdugos, evidentemente inexpertos, trataban de decapitar al reo, de la
manera más torpe, intentando los golpes una y otra vez, mientras este
aparecía acuchillado y chorreando sangre, pero todavía no decapitado. Tuvieron
que darle hasta veintinueve hachazos para lograr arrancarle la cabeza, que
levantaron entonces, destrozada, irreconocible, inolvidable para cualquiera que
la viera, sobre el extremo de una pica. Estaba a punto de desmayarme, cuando
noté la mano de mi interlocutor que me empujaba suavemente y me retiraba del
ojo muerto.
— Por Dios, ¿qué es lo que he visto?, exclamé todavía aterrado.
— No se preocupe, ya ha pasado todo, me tranquilizó su voz. Ha visto
algunas tropas, especialmente genovesas, del ejército de Balduino I, tras la
batalla de Cesarea. Buscaban las esmeraldas y besantes de oro que se
decía que los turcos tragaban antes de entrar en combate para llevarlas
escondidas en sus cuerpos para tratar de rescatarse si eran hechos prisioneros.
Se creía que era una práctica común, al menos ese era el rumor que circulaba.
Luego ha contemplado la ejecución del desgraciado Henri de Talleyrand, marqués
de Chalais, en la ciudad francesa de Nantes. Dos presos comunes, sin
experiencia como verdugos, se ofrecieron a cortarle la cabeza, a cambio de la
libertad. ¿Quiere ver alguna otra terrible crueldad antigua?
Abandono mi relato, pero de mis lecturas me quedan otros episodios atroces,
que contaré en otra ocasión, para hacer ver ese lado oscuro y aterrador de los
seres humanos. El escritor Dino Segre (Pitigrilli), el gran pesimista, cuando
alguien se preguntaba cómo había sido posible la violencia entre los propios
italianos, en la segunda guerra mundial, surgida en personas de ordinario pacíficas,
se extrañaba a su vez de que esas personas hubieran logrado ser pacíficas en
los tiempos de paz.