13 de junio de 2015

La sociedad mediocre


Palabras clave (key words): país mediocre, televisión, escuela, políticos, hábitos.

¿Cómo calificar esa sociedad que lo exige todo y no parece dispuesta a aceptar los ineludibles deberes? Un inteligente humorista español, Forges, ha escogido el término mediocre y dice que “España se ha convertido en un país mediocre”. Se podrían utilizar adjetivos más duros, pero este ya lo es bastante. Me fijaré en el principio de la frase: se ha convertido. Implica que ha habido una transformación, que antes no éramos así. Creo que no hemos sido así durante una buena parte de nuestra historia, pero dejo esto a los historiadores. No éramos así en mi juventud, hace unas décadas.

Soy consciente de que podría empezar aquí una serie de ‘batallitas del abuelo’; aun así, lo voy a hacer. Empiezo admitiendo que, en esa juventud mía a la que me refiero, tampoco todo era perfecto y muchos de los males actuales ya estaban allí, incubándose. Pero asistimos ahora a su eclosión, a su auge. Hasta, si me apuran mucho, a la revelación sin tapujos de lo que ya existía, pero estaba oculto.

La televisión es la culpable, de nada y de todo. De nada, porque se limita a ofrecer los programas que parecen entusiasmar al público. De todo, porque no se advierte en ella ningún impulso serio por modificar el estado de cosas. Uno se pregunta, por poner un ejemplo, cómo se puede extasiar alguien viendo cocinar un soufflé o cualquier otro alimento. Y no entiende que los niños sueñen con ser chefs.

Ya en las escuelas empiezan las liviandades y blandezas. Se descartan las labores pesadas, se privilegian las leves y se recargan tareas deportivas, gimnasio, etc. En la universidad las cosas no van mejor, según informes de todo tipo. Al menestral que logra que su hijo vaya a la universidad, el nivel de educación español le parecerá inmejorable. No es así, aunque ya es bueno que los hijos de los menos favorecidos estudien.

De los políticos no hay ni que hablar, si bien defiendo que son una muestra, poco sesgada, de la población general. Las campañas son colecciones de insultos. Los nuevos políticos no son mejores. Veo el currículum de uno de ellos: está hecho para deslumbrar y enmarañar. Se dice en él que lee, escribe y habla correctamente cierto idioma y vimos en TV una pequeña muestra, que mejor no comentar. De otro idioma, afirma que lo lee bien y lo escribe correctamente, lo que no es entendible. Por no hablar de sus avíos, de sus modos, de su imagen. Los separatismos, no me hacen gracia, pero es que algunos de sus apóstoles parecen salidos directamente del villorrio. Otra dirigente política dice que cumplirá las leyes, si le parecen bien y está de humor. Lector, ¿les comprarías un coche de segunda mano? Esa pregunta se la hacen en algunos países al ir a votar.

Dos políticos han cenado juntos. Los asesores de imagen están en todo y se sabe lo que tomaron: ensalada a compartir y, uno de ellos, una tortilla francesa (eso comía, dicen, Adolfo Suárez). El manual más elemental recomienda comidas así para este tipo de reuniones —hasta se sugiere comer antes, a solas—. ¡Todo tan artificial, tan antiguo! ¿Quién pagó la cena? Lector, con un poco de mala suerte, la pagaremos los españoles.

No son sólo los políticos. Aquí la brillantez produce repelús, lleva al aislamiento. Un jefe mediocre se rodeará, fatalmente, de colaboradores peor dotados aún y eludirá a los mejor preparados. En Argentina, al nombrar ministro del ejército a un oficial, los de rango superior pasan automáticamente a la reserva. Pues igual en otras áreas.

Los hábitos de nuestra sociedad dejan mucho que desear. La necesidad imperiosa de los jóvenes de divertirse sin mesura, recurriendo al alcohol, las drogas, etc., en fines de semana que empiezan ya el jueves; no era así en mi juventud. Leo que España está a la cabeza de Europa en el consumo de cannabis y cocaína y con muy pobres índices en fracaso escolar, lectura, comprensión de textos, entendimiento de las matemáticas. El consumismo implacable, los malos modales, el vandalismo en el mobiliario urbano, el atontarse con la música, los festivales, los deportes, los juegos, los móviles… Algo está fallando gravemente en la sociedad entera.

 

10 de junio de 2015

La sociedad de la queja


Palabras clave (key words): Robert Hughes, cultura de la queja, recursos necesarios.

En la cabecera de este blog se explicita que no me preocuparé demasiado por la actualidad. Y ha sido así en la mayor parte de los casos, pero hay ocasiones en que a uno no le queda más remedio que hilvanar algún comentario. Sin recurrir a innecesarias referencias intelectuales, tomaré prestado el término ‘cultura de la queja’, de la obra de Robert Hughes, Culture of Complaint, de 1993, que trata de temas de multiculturalismo, separatismo, provincialismo intelectual, etc. Copio también: Echar la culpa a otro es uno de los trucos más viejos del arsenal demagógico. Para añadir que hay quienes echan la culpa a la propia sociedad, en su conjunto. Tiendo a ir en esa dirección.

En los primeros años setenta, mucho antes de la aparición de ese libro, en un estudio sobre la sanidad sueca, leí una predicción irónica sobre su futuro. Analizando estadísticas y gráficos, en los que se constataba el colosal aumento de trabajadores y gastos en el sector, el autor concluía: De seguir esta tendencia, en unos treinta años la mitad de la población de Suecia estará cuidando a la otra mitad.

Por el lugar central que ocupa la salud en las preocupaciones de los ciudadanos, en ese campo empezaron algunas exigencias a las autoridades y las correspondientes quejas. Obviamente, con ser el tema de la salud de fundamental importancia, otros no le van a la zaga. Comenzó así una interminable acumulación de problemas a los que se demandaba solución. ¿No hemos llegado ya a la sociedad de la abundancia y del bienestar? Pues a acometer los cambios necesarios para lograrlos inmediatamente.

Se inició la petición insistente del paraíso, que continuó y se multiplicó después. Había que luchar contra el hambre, la contaminación, la corrupción, la falta de viviendas, el cambio climático, la inseguridad ciudadana, el racismo, el maltrato animal, la falta de hospitales, el sistema de recogida de basuras, el acoso escolar, el acoso laboral, el acoso sexual, la centralización excesiva, la falta de libertades, la lentitud de la justicia, el hacinamiento en las cárceles, el servicio de correos, el estado defectuoso de las carreteras, el malfuncionamiento de los trenes, los accidentes de tráfico, la pobreza, la violencia de género, la desigualdad de hombres y mujeres, la energía nuclear, las técnicas de fracking… Lector, es una lista extensa, pero tú sabes bien que es incompleta, insuficiente. Añade las demandas que se te vayan ocurriendo; sobre cada una se podría escribir un largo ensayo.

Sucede que muchas de las medidas que se pueden arbitrar para arreglar estos males son de naturaleza puramente moral. Pero otras muchas reclaman ineludiblemente ingentes recursos, lo que no parece calmar las reclamaciones. Según la percepción de la masa, son peticiones justas, a las que se tiene derecho, y por tanto es misión del gobierno el encontrar los medios para su satisfacción. Si requieren aportes económicos enormes, que se busquen. Eso sí, sin lesionar los legítimos intereses de los ciudadanos con impuestos excesivamente gravosos.

Lo anterior es tan obvio, que lo recojo aquí sólo para insinuar lo que desarrollaré después. Frente a la percepción universal de estas necesidades, pocos piensan que buena parte de estas disfunciones son consecuencia de que vivimos en una sociedad enferma y mediocre, en la que valores esenciales se han olvidado y en la que las obligaciones, los deberes, que también han de tener sus miembros, apenas se mencionan o consideran. Nos hemos instalado en una especie de país de Jauja, pays de la Cocagne, Land of plenty, Schlaraffenland (el término existe en todas las culturas), donde todo es posible y exigible, con ningún o muy poco esfuerzo por parte de los demandantes. Frente a dos recientes casos de acoso escolar, se han pedido más psicólogos, más policías… Quizá se olvida que lo importante y urgente es formar jóvenes que sean incapaces de atentar frente a otros, de gozar con el sufrimiento ocasionado a otros. Algo que es factible, nada imposible.

7 de junio de 2015

Cuidado con las cenas, señor Sánchez


Palabras clave /key words): Domiciano, Frate Alberigo, Abul Abbas, Simón el Mago.

¡Vuelta otra vez con la actualidad! A veces la realidad es tan acuciante que no hay más remedio que referirse a ella. Escribo esto por la cena que ha reunido hace poco a dos jóvenes líderes políticos españoles, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias el Mozo (para distinguirlo del otro). Con las cenas, con los banquetes en general, hay que ser cuidadoso, como demuestra la evidencia acumulada en la historia. Me explico.

El emperador Domiciano invitó a varios senadores principales y otras personas nobles de Roma a una cena. La sala estaba completamente revestida de negro, suelo, paredes y techo, y llena de columnas funerarias en las que se habían grabado los nombres de los comensales. Aparecieron jóvenes, pintados también de negro, con espadas desnudas en sus manos, que se colocaron en torno a los triclinios de los invitados. La comida no estuvo mal, aunque se comprende que esto no tranquilizó mucho a ninguno de los presentes. Para hacer aún más tétrico el ambiente, el propio Domiciano contaba matanzas que había organizado otras veces sólo para distraerse. Se acabó la cena, el emperador despidió a aquellos infelices que estaban más muertos que vivos y en eso quedó todo, una broma quizá algo pesada. Lo cuenta Lucio Casio Dion, según refiere Jean Baptiste Crevier en su Historia de los emperadores romanos.

Peor fue la cena de Alberigo dei Manfredi, señor de Faenza, el dos de mayo de 1285. A este fraile ya se lo encontró Dante en el infierno, en la tercera zona del círculo noveno, a pesar de que aún no había muerto, porque imaginó que, en algunos casos, los pecadores iban al infierno recién cometido el pecado y un demonio se encarnaba en su cuerpo hasta el final asignado a su vida. Este pobre fraile invitó, para reconciliarse, a algunos compañeros a un banquete suntuosísimo y al final dijo aquello de “fuera la fruta”, que era la señal convenida. Los sicarios entraron entonces en el refectorio y asesinaron a los que previamente les había indicado el anfitrión. Bueno, pues resulta que este fraile no podía llorar en el infierno, porque se le había formado hielo en los ojos y no se lo podía quitar y le pide a Dante que lo haga. El poeta no accede, porque piensa que la justicia divina debe proseguir su curso e intervenir sería ir contra Dios. Bien.

Tampoco estuvo mal el banquete que organizó el califa Abul Abbas, para celebrar la amnistía que había proclamado. Setenta omeyas estaban allí, cuando un poeta empezó a recitar versos exaltando a los abasíes y pidiendo matar a los omeyas. Educadamente, el califa dejó al poeta terminar su poema, que lo había escrito con mucho cariño. Acabó el rapsoda y entraron de pronto hombres armados con palos de lanza, que mataron a los comensales. Se tapó con alfombras a los muertos y moribundos y se continuó la fiesta, que no era cosa de pararla, una vez empezada y con los músicos pagados.

Nada de eso tiene que ver, por supuesto, con la cena entre nuestros dos políticos. Pero sí pudo ocurrir allí, o podrá ocurrir en el futuro, lo que le pasó a Simón el Mago con San Pedro. Este Simón había querido comprar a Pedro los dones del mismísimo Espíritu Santo —de ahí viene la palabra simonía—, para hacer milagros, que le parecía muy divertido. Como no hubo trato, quiso hacerlos por vía de magia. Pedro, para darle una lección, se remontó en el aire grácilmente. Simón lo imitó con sus artes y ascendió un buen trecho. Estaba, ya se puede comprender, contentísimo y sus correligionarios no paraban de jalearlo, talmente como en los mítines de ahora. Cuando Pedro vio que estaba ya bastante alto hizo que Simón cayese y se rompió varias costillas.

Es que los hay muy aviesos, señor Sánchez. Tenga usted cuidado a la hora de juntarse a cenar. Y encima, pagando, que fue usted quien pagó y por eso se pidió algo barato, una tortilla francesa. Al final, y esta es la razón y urgencia de mi escrito, estoy convencido de que los que pagaremos el asunto seremos los españoles, con el PSOE en cabeza. Y si no, al tiempo.