16 de octubre de 2014

Despedida, temporal y parcial (fin)


Lector amigo, una confesión pertinente: nadie me ayudó a difundir mis obras. Quiero decir, alguien con posibilidades de hacerlo de manera efectiva. Mis amigos han hecho lo que han podido, con la mejor intención. Pero personas a las que, por diversas razones, pude dirigirme —del mundo editorial, escritores, agentes literarios, críticos—, de esas, ninguna. Hasta he creído notar en ellas una reacción común. Algo así cómo: ¿qué quiere este médico, metiéndose en el mundo de la literatura? ¿No tiene bastante con lo suyo? ¿A quién quiere epatar? Lo conté en clave de humor en la primera entrada de este blog y ahora lo desgranaré un poco más. Antes de seguir, diré, con el mayor candor, que todos los que han leído escritos míos los han encontrado más que dignos: profesores, médicos, catedráticos de literatura, etc. Eran más o menos conocidos míos, pero uno nota cuando la gente es sincera, cuando le ha gustado lo que ha leído.

¿Concursos? Mi novela la presenté a dos concursos, sucesivamente: el Nadal y el Ciudad de Tal (callo el nombre, una capital de provincia importante, con antigua Universidad). La obra ganadora del primero era un engendro, sin paliativos. La leí como una penitencia y ni tomé notas, en contra de mi costumbre. Quizá no soy imparcial, ¿verdad? Lector, te ofrezco retazos de otra obra de la misma autora, de la que sí tomé algún apunte. Casi sin comentarios, para ajustarme a la extensión normal de mis entradas: “lejanía de la botella, ¡qué buen título para un poema!”. [...] “a cambio de sentir y, sintiendo, sentir que antes sintieron”. ¿Es esto una aliteración, un quiasmo, un retruécano? No hay figura retórica que alcance a designar este monumento al mal gusto, a la cacofonía. [...] “El peligro real nunca te pareció realmente peligroso”. [...] “casi simultáneamente se produjo el prodigio, o se prodigió el producto”. [...] “Evita a los demás sin evitarte”. [...] “¿Cómo podéis seguir pudiendo?”. [...] “Su súbito arrebato les había arrebatado”.

De la obra ganadora del segundo concurso: “Apenas tenía un beso que llevarse a la boca”. […] “Corría un reguero de sangre coagulada”. Una sangre coagulada no puede correr. Todo faltas menores, te oigo decir, lector. Bueno, espera. En una reunión de amiguetes, ya metidos en años, deciden irse de farándula, de ‘putillas’. Y entonces, el que se supone más gracioso de ellos, hace notar, no sin cierta consternación: “Pero, amigos míos, ¿quién pondrá el vigor en nuestros miembros viriles?”. […] Ante la muerte de un violinista, el autor de la novela maquina que le pongan el violín en el ataúd, justamente entre los muslos. Para que así, su viuda, en el entierro, pueda lamentarse en presencia de todos, justificadamente: “Ay, marido mío. Lo que nos divertíamos con lo que tienes entre las piernas; con el placer que me producía tu instrumento”. La viuda no es procaz en absoluto; habla así, porque sabe que el violín va a ser enterrado con su pobre marido. De todo este embrollo surge la finísima, la sutil hilaridad del asunto.

Ínfima, pésima literatura. ¿Y cuál es el problema? Pues que se presentaron a estos concursos centenares de obras y esto podría arrojar las más ominosas sombras sobre nuestra producción literaria. No es así, porque veo otras obras, desconocidas, que están muy bien escritas y no se parecen en nada a las aquí mostradas. Apenas se venden, sus autores son ignotos. ¿Cómo es esto posible? Pues ahí tienes, lector, la fuente de todas mis zozobras y lo que me tiene permanente maravillado y asombrado de nuestro mundillo literario, en el que los zorroclocos son demasiados.

Concedo a todo esto ninguna importancia. A mí me queda ya un solo anhelo: tener otra vez veinticinco años y conducir mi coche por la Quinta Avenida y eso no es fácil de conseguir, aunque ando en negociaciones. ¿Que con quién? Con quién va a ser, lector. Pero otros muchos autores no sentirán lo mismo. Debe de ser muy triste, para un escritor joven que empiece y quiera abrirse camino, comprobar tanta zafiedad triunfante y tanto compadreo. Se le quitarán forzosamente las ganas de seguir. ¿Qué interés puede tener ganar, en un juego en el que se hacen tantas trampas?

Publicar es un problema soluble; cada vez más, porque los medios digitales acabarán imponiéndose. Lo realmente complejo, o imposible, es lograr la difusión de lo publicado. Uno puede dirigirse a las páginas culturales de los periódicos. En algún caso lo hice, sin respuesta alguna. Las reseñas literarias están copadas por las editoriales. Queda un recurso: la señora Trévins, solterona, escribió su primera novela con unos ochenta años. Harta de que no se la publicara nadie, hizo imprimir un ejemplar único y se lo dedicó a sí misma. Lo cuenta Georges Perec, al que mencioné.

A lo que vamos: tras mi ducentésima entrada, cambiará el blog. Trataré de organizarlo, para facilitar la consulta  retrospectiva de las entradas. Las nuevas serán menos frecuentes y más cortas…, si me contengo. ¿Y qué voy a hacer con el tiempo ganado? Leer, releer… tal vez soñar.

15 de octubre de 2014

Despedida, temporal y parcial


Ya dije que iba a dejar este blog, con su actual diseño, y que me reservaba las dos últimas entradas para explicar mi decisión. En esas estamos. Llamo la atención sobre lo de ‘con su actual diseño’, porque continuaré escribiendo entradas. Pero trataré de que sean más cortas y mucho más espaciadas en el tiempo.

Estoy convencido de que una característica nuclear, definitoria, del ser humano es su incurable propensión a hartarse de todo, a aburrirse con todo. De ahí nace su necesidad de cambiar, de anhelar y buscar cosas nuevas. No es una cualidad puramente negativa, sin más. No pretendo valorarla ahora, la reseño simplemente.

Empecé el blog con ilusión, que fue aumentando con el tiempo. En parte porque los resultados han sido aceptables. Cierta organización cuenta las visitas a su blog en relación con el aforo de la Ópera de Sydney (2.700 personas). La llenan once veces al año, dicen. Yo soy una persona sola, no estoy en ninguna de las redes sociales, llevo sólo un año y la habría llenado algo más de tres veces. La tercera parte de mis lectores son de USA y los hay de Alemania, Argentina, Méjico, Rusia, Canadá, hasta de China. Para mí, más que suficiente. Aun así, he empezado a hartarme, a aburrirme.

Seré muy sincero: empecé a ‘hablarle’ al blog más de lo debido. En cuanto tenía algún tiempo libre, al despertarme en la noche, etc., se me ocurrían cosas y las trataba de guardar y acomodar para el blog. Esto no me gustó; no me parece natural o deseable. Y el blog ha crecido tanto (casi ciento sesenta mil palabras, un libro de cierto tamaño) que ya debo indagar, con la ayuda para búsquedas de Word, si algo que pretendo añadir no lo he mencionado antes. Se estaban complicando demasiado las cosas. Seguiré, pero con mucha más calma.

Mis lectores no envían muchos comentarios al blog. Me hubiera gustado recibir más, para conocer sus gustos, sus preferencias. Ahora bien, por cierto azar, he visitado el blog de alguien conocido, famoso, que acoge infinidad de ellos… Salvo alguna rara excepción, mejor no tener ninguno. No son verdaderos comentarios, son sólo deseos de dejar unas palabras escritas en algún soporte que las soporte, valga el juego de palabras. Es que el deseo de escribir se ha hecho irreprimible, como antes el de hablar, al que ya me referí otras veces (quizá en este blog, ya ni lo sé). Siempre pensé que lo que más le interesa al ser humano no es el sexo, ni la buena mesa, ni el dinero, ni los viajes… es hablar. Podría aportar pruebas.

Me hubiera gustado tratar otros muchos temas en mi blog. Después de haber vivido bastantes años y leído un buen número de libros —no querría caer en lo que critica sabiamente un proverbio latino: laus in ore proprio vilescit (la alabanza propia envilece)—, uno piensa que podría tener algo que decir. Pero todo puede ser un engaño, una quimera. Con la edad también se acumulan muchos errores y desvaríos.

Sí quiero hacer alguna clase de balance. Lo hice antes sobre la razonable difusión del blog. Me gustaría decir que mis escritos —me refiero siempre a los no médicos— tienen ya cierta extensión. Toda mi vida me ha gustado escribir, pero empecé a publicar ficción con cierta constancia sólo cuando me jubilé (hace diez años, con sesenta y cinco). Hasta entonces lo que publiqué fueron libros y artículos relacionados con mi profesión. 

El procesador Word me permite conocer el número de palabras que he escrito en todas mis obras de ficción: son 1,3 millones, un dato no fácil de valorar o comparar en sí. El Mahabharata, la famosa epopeya india en sánscrito, la más larga jamás escrita, tiene cien mil shloka (estrofas), unos doscientos mil versos, y pasajes en prosa. Consta de 1,8 millones de palabras, diez veces más que la Ilíada y la Odisea, que suman juntas unas doscientas mil palabras. O sea, que he escrito unas seis veces más que Homero. Lector, créeme, no reclamo ser seis veces más popular que él; de verdad que no. Pero podría ser algo más conocido de lo que lo soy, eso sí. Te aseguro que me da igual.

Trataré de explicarte el porqué, en mi próxima entrada, la última con este formato. El blog, sin proponérmelo, va a tener estructura circular, como una obra ensamblada por un maestro impecable. En efecto, mi primera aportación fue un relato de humor sobre los problemas de publicar en España, Mis primeros pasos en el mundo de la edición. Las palabras de ahora se engarzarán perfectamente con lo que contaba allí.

14 de octubre de 2014

Más sobre las palabras (fin)


Hay muchas clases de palabras. Hay incluso las que no significan nada y fueron creadas por el puro placer de pronunciarlas, de que nos rozaran los labios. No son tan raras. La palabra ‘matarile’, por ejemplo, la conocemos todos, porque habita en una canción infantil. ¿La cantarán todavía los niños? Lo que mucha gente quizá no sepa es que se trata de una jitanjáfora. Son palabras, a veces muy antiguas, que tienen cierta musicalidad, que gusta oírlas. En un poema de Lope de Vega las podemos encontrar: A la dana, dina, / señora divina; / a la dina dana, / reina soberana.

La historia más reciente de estas palabras hueras, sin sentido, arranca con un poeta cubano, Mariano Brull (1891-1956) y un poema suyo que dice así: filiflama alabe cundre / ala olalúnea alífera / alveola jitanjáfora / irir salumba salífera. Del tercer verso tomó la palabra el gran escritor mejicano Alfonso Reyes, que estudió el género en un ensayo de su libro La experiencia literaria, de 1942, y lo definió como “poemas y fórmulas verbales en que predominan los valores acústicos y alógicos del lenguaje; canciones que no se dirigen a la razón, sino, más bien, a la sensación y a la fantasía”.

Unas pocas palabras ya pueden formar una lengua. En una novela de las que hay que leer, La vida, instrucciones de uso, del francés Georges Perec (1936-1982), se menciona la tribu de los orang-kubus, cuyo vocabulario era de unas decenas de palabras y quizá lo empobrecían poco a poco, como los papúes, cuando ocurría una nueva muerte en el poblado, por lo que una misma palabra designaba cada vez más objetos. Siglos antes, un hada enseñó a una doncella el lenguaje de los mirlos, para que entendiera el mensaje que uno de estos pájaros le traía de un doncel de Valence, donde acababan de inventar el amor. Este lenguaje tiene siete palabras, las siete hermosas y perfectas como la rosa. Un geógrafo europeo aprendió una lengua africana, que tenía una sola palabra, nakarna, con la cual se expresaba todo, según el tono y la inflexión. Viajó hasta el país en que se hablaba y cuando llegó, comprobó que la habían abandonado, por monótona.

Termino ya. Todas estas citas, quizá excesivas, proceden siempre de mis lecturas y de mis notas. Me llaman la atención y las conservo. Luego son muy fáciles de hallar, gracias a las herramientas de búsqueda de los modernos procesadores de texto. Muchas veces pienso, ¡cuánto más podrían haber escrito los autores antiguos, los clásicos, si hubieran contado con la ayuda de estos medios portentosos!

Ahora viene el cuento que prometí, que previene sobre el peligro de hablar:

Un pescador se encontró en la playa un cráneo ya pulido por el paso del tiempo, un cráneo viejo. Este pescador era preguntón y palabrón (ver DRAE) y se interrogó a sí mismo, en voz alta: ¿Qué maldad lo habrá traído hasta aquí, hasta esta playa desierta? En ese momento, la mandíbula del cráneo se movió un poco y se oyó una voz que contestó: La palabra.

El pescador quedó asombrado y corrió enseguida hasta su pueblo. Y se llegó hasta el rey y le contó lo ocurrido. El rey se extrañó mucho y pensó que el hombre había bebido o que una caña de bambú le había golpeado la cabeza. Muy seriamente, le dijo: Te lo advierto, si me has contado una mentira, despídete de tu cabeza.

El pescador insistió en la verdad de su historia e hizo que el rey y toda su corte se encaminaran hacia la playa. Se acercó de nuevo al cráneo y le preguntó, directamente, que por qué estaba allí. Esta vez el cráneo no contestó, se negó a hablar, a pesar de los ruegos y súplicas del pobre pescador.

Entonces el rey, que era un rey irritable, como lo son muchos poderosos, y había prometido castigar al pescador si había mentido, sacó su sable y le cortó la cabeza de un solo tajo. Seguido de sus cortesanos, se volvió otra vez al pueblo.

Cuando todos hubieron marchado, fue el cráneo el que preguntó a la cabeza recién cortada, que había caído junto a él en la arena: ¿Qué es lo que te ha traído a ti aquí?

La palabra, contestó la cabeza.

13 de octubre de 2014

Más sobre las palabras


Lector amigo, he hablado mucho de las palabras. En la viñeta que acompaña a cada una de mis entradas, figura el resumen de un breve relato de Goethe, de sus tiempos de estudiante en Strasbourg, refiriéndose a ellas: ¿Qué es más bello que la luz?, preguntó el rey. La palabra, respondió la serpiente.

Pero todo tiene su justa medida y no hay que excederse. En el Gorgias platónico, el protagonista se gloria: “Una de las cosas de que me lisonjeo es de que nadie dirá las mismas cosas que yo con menos palabras”. A veces hablamos demasiado y caemos en la filatería. Nuestro diccionario de la RAE tiene dos acepciones para ese término. Es la palabrería que emplean los embaucadores para engañar. Pero es también, simplemente, la demasía de palabras para explicar algo. Y yo digo que en este blog podré haber sido filatero en ese segundo sentido, pero jamás en el primero. Quizá hablé más de lo necesario en alguna ocasión, quizá he sido palabrero, pero jamás traté de engañar. Si engañé, es que me había engañado yo antes.

Las palabras pueden también causar grandes daños, incluso a nosotros mismos. El mahatma Gandhi escribió que el hombre puede arruinar las cosas más con sus palabras que con su silencio. Insertaré luego un cuento terrible del folklore africano, que ilustra muy bien lo peligrosa que puede ser la palabra. En El  siglo de las luces, de Alejo Carpentier, un personaje llamado Esteban dice: “Cuidémonos de las palabras hermosas, de los Mundos Mejores creados por las palabras”. Y muchas veces pueden ser innecesarias, inapropiadas. Octavio Augusto, como se lee en el capítulo sexto del libro segundo de Gargantúa y Pantagruel, pensaba que hemos de eludir las palabras absurdas como los patronos de las naves eluden los escollos del mar.

Sin embargo, Torrente Ballester en La isla de los jacintos en flor, escribe: ¡Todo lo importante del mundo se resume en palabras, abren o cierran, atan o libran! Y cuando Guntrid Gunnarson, de la guardia varega del emperador de Constantinopla, contaba su visita a Belén, “las palabras de su boca se hacían luminosas en el aire, y todos veían, si era de noche, como si fuese mediodía”. Por entonces, la nave que traía rescatados a los doce sobrinos del rey Olaf habló y dijo que quería que su madera sirviera para el ataúd del rey. Sí, las naves pueden hablar. ¿Y dónde se cuentan todos estos milagros, estas maravillas? Pues estas y otras muchas están en Fábulas y leyendas del mar, de Álvaro Cunqueiro. Lector, ¿todavía lees otras cosas? ¡Hombre, después de doscientas entradas de este blog!

Las palabras resumen a veces los recuerdos. Leo que una refinada hetaira, que ensayaba las tristezas ante un espejo, cuando ejerciendo su oficio se acostaba con un cliente, se ponía algodones en los oídos y se recitaba a sí misma las antiguas palabras de un amante que tuvo. Es que en las palabras cuenta mucho quien te las dice o a quién van dirigidas. Si las palabras no se las dices a alguien son nada, ruidos, garabatos.

¿Hay algo más poderoso que las palabras? No lo sé ya, lector, que todo es muy complejo. En el célebre relato El hombre de arena, de Hoffmann, un joven estudiante, Nathanaël, se enamora locamente de Olimpia, la muñeca creada por Spalanzani, que no era capaz de hablar. Pero el enamorado razonaba: ¿Qué son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice más que todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo encerrarse en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?

Las palabras han de ser también cuidadas, mimadas. El nombre de Dios, uno de sus infinitos nombres, estaba formado, en hebreo antiguo, en el que no se escribían las vocales, por cuatro consonantes, YHVH, el Tetragrámaton. No se escribían, pero se pronunciaban, naturalmente. A partir del tiempo en que los sacerdotes prohibieron proferir el nombre de Dios, lo que parece que ya ocurrió en los tiempos de la esclavitud en Babilonia, se olvidaron esas vocales y se interpretó el nombre de diversas formas. Yahveh es sólo una de las variantes que se han propuesto. La ambigüedad deriva, no de la dificultad normal de la transliteración, sino de no conocer las vocales originales. En fin, que las palabras han de ser usadas, gastadas, para evitar que se olviden.
(continuará)

12 de octubre de 2014

Marta enamorada y furiosa (fin)


Todavía la veo, recordó, cuando, una vez que estaba yo algo enferma y fui a que me viera, después de preguntarme sobre mis enfermedades de la infancia, las de mis padres, la fecha de mi primera menstruación, mis hábitos de todo tipo y mil detalles más ―porque aquello fue un interrogatorio en toda regla, que yo sé de eso― no tuve más remedio que confesar que aún no había conocido varón, que ya ni me acuerdo de cómo expresé aquello, si fue con esa fórmula u otra igualmente tonta, porque estaba yo apuradísima y no sabía ya ni lo que decía. Entonces la tía empezó a dar voces, que parecía que quería que la oyese todo el ambulatorio: “No me lo creo, no me lo puedo creer; no es posible”. ¡Y vaya si era posible! Y qué iba yo a hacer, pobre de mí. Y me miraba como si tuviera delante una iguana gigante o la hidra de las nueve cabezas o el célebre lagarto de Jaén.

En aquellos momentos, me sentí tan mal que hubiera cogido al primer celador o médico o enfermero que pasara por allí y le hubiera pedido que, aunque fuera dentro de su horario laboral, que se supone que está para otras cosas ―o no, porque según se cuenta, y para reducir la tremenda tensión de su trabajo, los médicos y enfermeras parece que casi no hacen otra cosa que jugar al amor en los hospitales― me hiciera un favor, el favor que me interesaba entonces de manera urgente, aunque fuera sólo para callar de una vez a la doctora, que seguía sin salir de su asombro y estaba como pasmada, hasta que, de repente, volvía otra vez en sí y empezaba con lo de “no me lo creo, no puede ser”, a voces puras. Y llegarme, después del sacrificio, hasta ella y decirle: Ve usted, ya no hay por qué admirarse de nada, que tampoco esto es tan difícil, ni tiene tanto mérito. Ya está hecho, ya me lo he dejado hacer. Y ahora, ¿qué? ¿Dejará ya de gritar?

La verdad es que yo siempre he pensado que ese favor es muy fácil de conseguir de cualquier hombre, algo por lo que, después de todo y en estricta justicia, tendríamos que estarles reconocidas las mujeres, por su buena disposición para estos asuntos, en vez de andar por ahí bromeando con lo de que “siempre están pensando en lo mismo” y cosas parecidas. En el propio ambulatorio, ya digo, se lo podría haber pedido al primero que llegase, aprovechando además que en la salita, en la que la doctora me había dejado sola para que me desnudara antes de la exploración, había una camilla, quizá aprovechable para el cumplimiento de la misión. Aparte de que, en casos de verdadera urgencia, ya había visto yo muchas veces en el cine, que no hacen falta ni camas, ni camillas, ni nada, que todo se puede resolver incluso de pie. En las películas, por cierto, yo había observado que, en algunas ocasiones, hasta se le encaramaba la mujer al pobre hombre, quien, además de estar atento a lo que hacía, encima tenía que cargar con la prójima cabalgándole en la cintura, que todo junto tiene que ser muy incómodo y dificultoso. Para él y para ella, para todos, aunque para la mujer tiene que resultar algo más llevadero, pienso yo, honradamente. Es que yo creo —no sé por qué, la verdad, porque yo de esto conozco sólo lo de las películas— que en la cosa del sexo las mujeres nos llevamos la mejor parte. Claro que luego está, para compensar, el asunto del parto, que esa sí que es otra historia.

Pues no pedí entonces la mencionada ayuda, porque estas cosas se piensan sólo en un momento y después se pasa la ofuscación y se olvidan. Y porque ese menester se lo tengo yo encomendado y prometido, para mis adentros, a mi primo Roberto, que para eso es primo mío y de niño, como era mayor que yo y más fuerte, lo he cabalgado centenares de veces, aunque entonces era jugando, claro. Otras circunstancias, obviamente, para qué nos vamos a engañar. Lo único que ocurre es que este Roberto está como en Babia ―aunque con otras sí espabila más, el muy cabronazo, como todo el mundo sabe― y no acaba de hacerse cargo de sus obligaciones para con la familia. Pero yo no desespero, llevo ya un montón de años sin desesperar, y este tendrá que hacer sus deberes antes o después, que me lo tengo yo imaginado y porfiado de siempre. O me lo cargo. O lo dejo ciego sin remisión. ¡Como hay Dios!