26 de noviembre de 2016

Cuando es imposible determinar la justicia


En mi entrada del 19/11/2016 hablaba de la justicia y apuntaba que en algunos casos era imposible establecerla. Mencioné una vieja preocupación de los jugadores, ya en la época del Renacimiento: distribuir equitativamente las cantidades apostadas en el caso de que, por cualquier razón, se interrumpiera el juego, sin posible continuación. La indagación de este problema fue uno de los pilares sobre los que se empezó a cimentar la teoría de la probabilidad.
En el caso concreto que expuse —el de un juego de pelota a seis partidas que se suspende cuando el jugador A lleva ganadas cinco y B tres— ofrecí tres dictámenes distintos sobre la equidad en el reparto de lo apostado: Pacioli dice que, del total, cinco partes deberían ser para A y tres para B; Fontana piensa que cuatro partes para A y dos para B; Pascal y Fermat opinan que lo justo es siete partes para A y una para B. Los resultados son tan dispares, que he pensado que merece la pena elucubrar un poco sobre ellos. Adelanto, además, que ninguno es correcto, lo que hace del caso uno de aquellos en los que es imposible alcanzar la justicia con la razón. Recuerdo al lector que se trata de un juego de pelota, no de dados, no de azar.
Pacioli asume, en realidad, que el resultado final del juego, si se completara la partida hasta los seis juegos, reflejaría una situación análoga a la existente en el momento de la interrupción; por lo tanto el reparto ha de ajustarse a la razón de cinco a tres. Esto no tiene por qué ser así, ni jugando con dados, ni, menos aún, en un juego de pelota. La solución de Fontana implica, de manera implícita, que, si se llegara al final, A ganaría su sexta partida y el resultado definitivo sería 6 a 3, y así debe dividirse lo apostado (6/3 es igual a 4/2). Pascal y Fermat son más científicos, la teoría de probabilidad ha nacido ya, y su criterio,  repartir en razón 7 a 1, tan diferente de los otros, es el resultado de la aplicación de dicha teoría. En efecto, para que gane B, tendría que ganar las tres partidas que le quedan sin perder ninguna. La probabilidad de este suceso, que es un producto de tres sucesos, es 1/2 x 1/2 x 1/2 = 1/8, lo que da para el suceso contrario una probabilidad de 7/8. Por ello el reparto justo sería de siete partes para A y sólo una para B.
Ahora bien, como apunté en mi anterior entrada, esto es verdad sólo asumiendo que el ganar A y el ganar B son equiprobables, siendo la probabilidad de cada suceso 1/2, ya que sólo hay dos posibles en cada partida. Pero también se podría pensar que la probabilidad de que gane A es 5/8 y la de B 3/8, según el tanteo en la interrupción; esta sería una asunción razonable. Y no olvidemos que se trata de un juego de pelota, en el que tales reglas no son aplicables y el jugador B puede perfectamente rehacerse y acabar ganando al jugador A por seis a cinco.
Traslademos esto a un partido de fútbol. Al terminar el primer tiempo el equipo A gana al B por cinco goles a tres y se suspende el partido. Lector, no hay manera alguna de predecir racionalmente el resultado final y sólo queda una solución: jugar hasta el final. Eso es lo que se hace, con muy buen criterio, en las competiciones reales: seguir jugando, con el equipo B haciendo quizá algún cambio en jugadores o táctica, para meter más goles que el contrario en la segunda parte. Eso es todo, lo de ser entrenador es de verdad muy fácil.  Y no hay manera alguna, en un juego de pelota, en cualquier juego que no sea de puro azar, de anticipar el resultado final y repartir las apuestas con justicia. Sí se puede hacer en los juegos de azar, con las pertinentes y verificables asunciones.

22 de noviembre de 2016

Mi obra de teatro 'Don Juan de Bergerac'


Amigos lectores, para los residentes en Madrid, tengo el gusto de anunciaros la lectura teatralizada de mi obra de teatro Don Juan de Bergerac, que se hará, en formato de acto continuo, el próximo 25 de noviembre, viernes, a las 19.00 horas, en la Biblioteca del Retiro, dentro del propio parque (donde estuvo la antigua Casa de Fieras). La entrada, gratuita hasta completar aforo, es por la puerta de Menéndez Pelayo, frente a Sáinz de Baranda. Copio las páginas interiores del programa en las que hago un elogio encendido, y muy sentido, de la palabra.

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Respetable público, queridos amigos:

Os propongo, mientras estéis en esta sala, olvidar las prisas y el torbellino de fuera y escapar de la realidad. Os van a contar una ficción, con personajes hostigados y trabajados por el amor, atolondrados, temerosos y tiernos, que nada en el mundo es tan invariable y permanente como esa bendita locura de amar. No hay nada en esta imaginación mía que no pueda ser real, porque el mundo es vasto y ubérrimo, y está lleno de horizontes y de caminos aún sin hollar, a pesar de lo avanzado de los tiempos.
Para poder escapar, tenéis que dejaros arrebatar por las palabras. Las palabras son todo. La palabra es más cegadora que la luz, más veloz que el viento, más certera y mortífera que la flecha, más engañosa y complicada que cualquier laberinto imaginable. Uno se pregunta, ¿cómo es posible que ese poco de aire estremecido, esos pocos sonidos que se hilvanan en un instante para dejar de existir enseguida, tengan tanta fuerza, tanto poder? Leemos en Álvaro Cunqueiro: “¿De qué se hace la nave más ligera para ir a los feacios? — De palabras, Ulises. Te sientas, apoyas el codo en la rodilla y el mentón en la palma de la mano, sueñas y comienzas a hablar”.
Pablo Neruda cantó de los conquistadores españoles:Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras”. Valle-Inclán las declaró mortales: “Las rosas esparcían un perfume tenue y las palabras morían lentamente, igual que la tarde”.
Os resumo un bello relato de juventud de Goethe: Una hermosa serpiente verde tragó unas monedas de oro y se fue haciendo luminosa y transparente. La serpiente entró en una cueva y allí, en una hornacina, estaba la estatua en oro puro de un rey venerable. El rey habló y le preguntó: ¿De dónde vienes? De la sima donde habita el oro, contestó la serpiente —se sabe desde siempre que las serpientes hablan y pueden ser muy convincentes—. ¿Qué es más precioso que el oro?, preguntó el rey. La luz, respondió la serpiente. ¿Qué es más bello que la luz?, preguntó aquél. La palabra, respondió la serpiente.
Entreverados con las palabras andan los sueños, todos complicados, hermosos y sutiles. Chuang-Tzu, filósofo chino, soñó un día que era una mariposa y fue feliz, batiendo sus hermosas alas, disfrutando el capricho y la libertad de los vuelos, sin recordar nada de su naturaleza de hombre. Hasta que despertó y comprobó que era Chuang-Tzu. Y ya nunca supo, si era un hombre que había soñado ser una mariposa, o una mariposa que soñaba que era un hombre.
Samuel Taylor Coleridge imaginó un avatar que se ha hecho famoso: Si un hombre llegara al Paraíso en un sueño y le dieran una flor, como prueba de que había estado allí, y al despertar encontrara esa flor en su mano..., entonces, ¿todo sería un sueño o sería una realidad?
Con palabras y sueños —y atento al vuelo raudo del tiempo, tan implacable en mi relato como en nuestras vidas— he tejido mi historia. Confieso que no estoy seguro de haber manejado, a mi capricho y con absoluta potestad, a los personajes que iba imaginando, que pronto empezaron a vivir con propio discernimiento y voluntad, imponiendo sus criterios y sus deseos. Eso me los ha hecho más reales, más queridos. Es ya la última razón por la que escribo: para refugiarme en unos personajes singulares y libres, a los que llego a amar sinceramente. Ellos me dan la ilusión de que la vida no es tan ramplona como parece a veces.
Y ahora, silencio, por favor, va a comenzar la función.
           El autor