26 de octubre de 2016

La seducción y sus imperfecciones


Quería terminar ya las entradas dedicadas a la seducción, sus encantos y sus peligros; tengo demasiada tarea en el telar y hay que aliviar. Algo me ha hecho desviarme de mi propósito: hoy, veintiséis de octubre, hace cien años, nació en Jarnac, en la Charente francesa, François Mitterrand, otro gran seductor. También acaban de publicarse (Gallimard, Lettres à Anne) las cartas que escribió a Anne Pingeot, la más asidua de sus amantes, con la que tuvo una hija, Mazarine,
La seducción es un fenómeno transversal; se da entre individuos de cualquier edad, sexo y condición. Cuando cristaliza entre personas de distinto sexo, en situación de libertad —también sin libertad alguna, según los criterios más estrictos— conduce muy directamente al amor. Por eso en mis entradas anteriores hablé de esa ‘patología’ del alma, el amor. Creer que un cielo en un infierno cabe, / dar la vida y el alma a un desengaño; / esto es amor, quien lo probó lo sabe. Esto ocurrió entre Mitterrand, diputado entonces por Nièvre, y una mujer mucho más joven, una muchacha, Anne Pingeot. Fue en 1962, él tenía 46 años, ella 19, una fruslería para estos  asuntos.
Mitterrand, casado desde 1944 con Danielle Gouze —él tenía veintiocho años, ella veinte—, se reservaba una amplia libertad sentimental y sexual. Danielle sufrió atrozmente de justificados celos hasta 1958 cuando, de repente, como a veces ocurren estas cosas, debió de entender que el juego galante no era un patrimonio exclusivamente masculino y entabló una relación duradera con un profesor de gimnasia doce años más joven. Fue antes de que su marido encontrara a Anne, pero ya con otras amantes. Mitterrand era inteligente, culto y atrevido, una mala combinación en un hombre y también en una mujer. Se contaba en Francia que una de las maneras de ‘ligar’ del brillante político, ya una figura pública, consistía en pasear distraídamente por la calle leyendo un periódico, pero muy atento a las viandantes, a ciertas viandantes. Tropezaba con ellas y algunas le conocían: Oh, Monsieur Mitterrand, vous vous promenez assez follement avec ce journal-là. Mais, en fin, je m’excuse de vous avoir interrompu. Puis-je faire quelque chose pour vous? Él sabía cómo responder a esa pregunta, ese es siempre el secreto. Aunque puede que tales historias nunca fueran verdad.
Estos juegos de seducción aparecen como un cuento feliz, un delicioso vals interminable. Ya mostré los peligros. No soy en un mojigato, pero creo que en estas componendas late muchas veces el desencanto y el puro sufrimiento. En las Cartas a Anne hay referencias a la tristeza de ella, que se sentía sola, desamparada, engañada. En la relación, su única exigencia rotunda, al llegar a los treinta años, fue tener un hijo; se lo planteó a Mitterrand, amenazándole con romper, y este accedió. En 1974 nació una niña, Mazarine. “Fue el único regalo que me hizo”, dijo una vez Anne.
Esta hija, profesora de Filosofía y escritora, cuenta detalles de la madre seducida y de la vida de ambas, en dos novelas autobiográficas, Bouche cousue (Boca cosida) y Bon petit soldat (Buen soldadito): “Mi madre y yo vivíamos aisladas del mundo, en un siniestro apartamento oficial, un lugar protegido, neutro, un refugio que era también una prisión, con la presencia permanente de gendarmes”. Mazarine Pingeot se unió al productor de cine Mohamed Ulad-Mohand, con el que tuvo tres hijos y del que se separó en 2013. Se unió después al diplomático francés Didier Le Bret.
Como Lope de Vega, Mitterrand tuvo algún tiempo dos hogares, lo que puede considerarse un tormento extremadamente refinado. El matrimonio con Danielle se mantuvo y los dos hijos del mismo lo toleraron bien: “Mi padre siempre vivió con nosotros en la calle Bièvre, tenía su habitación, venía a cenar todos los domingos, le veíamos regularmente. Nunca, ni mi hermano ni yo, tuvimos la sensación de que existieran problemas entre nuestros padres”, comentó en una ocasión el primogénito, Jean-Christophe. El amante de Danielle vivía también en el domicilio familiar, en la Rue de Bièvre. Era muy querido por los hijos a los que llevaba a nadar y montar a caballo y se llevaba bien con François Mitterrand, con quien solía desayunar. Un poco complicado todo, ¿no? Claro que todo se puede perdonar en el amor, pensarán algunos. El amor nos enloquece, estamos indefensos frente a él. Una indefensión relativa, añado yo. Mientras Anne Pingeot estaba embarazada de Mazarine, Mitterrand tuvo un romance con una periodista francesa. Todo esto recuerda la figura de otro político francés rigurosamente contemporáneo, ¿verdad? Es siempre el amor.

23 de octubre de 2016

Lope Félix de Vega Carpio, un gran seductor (3 de 3)

No era la felicidad completa, claro, ¿dónde se esconde la rara flor que la produce? Por entonces, Marta, antes de marchar Marcela al convento, empieza a perder la vista y hacia 1628 tiene fases de profunda melancolía y accesos de furia en la que llega a desgarrar sus vestidos. ¿Quién creyera que tanta mansedumbre / en tan subida furia prorrumpiera?, canta Lope en sus versos. La pobre mujer murió en la casa de Francos, en 1632, con algo más de cuarenta años. Lope ha seguido escribiendo en medio del infortunio. En su Égloga a Claudio se halla el conocido fragmento en el que Lope afirma haber escrito más de 1500 fábulas y se jacta de su rapidez componiendo: pues más de ciento, en horas veinticuatro, / pasaron de las musas al teatro. Es doloroso comprobar que en esa época Lope y su familia pasan estrecheces, viven en verdadera pobreza, sin que le valgan las súplicas al Duque de Sessa, al que mendigan ropas, dinero y sustento, que en muchas ocasiones no viene. Aparte de otros testimonios, el propio poeta dice: “Pobre casa, igual mesa y un huertecillo cuyas flores me divierten cuidados y me dan conceptos”. Y esto lo cuenta el Fénix de los Ingenios. ¡De qué clase de injusticia está hecha la vida, que se acerca en muchas ocasiones a la perfección total!
Tras la muerte de Marta, la soledad va arrinconando poco a poco a Lope. En 1633 su hija Feliciana casa y deja el hogar. Al año siguiente se conoce la muerte en naufragio del único hijo vivo, Lope Félix, en los mares de Venezuela. Incluso así, el poeta es capaz de escribir una comedia tan deliciosa como Las bizarrías de Belisa, llena de sorpresas y trampas. ¡Qué poder tiene el arte para sustraerse a la realidad y embellecer la vida! Sin embargo, cuenta su biógrafo Montalbán que Lope vivía ya en un estado de melancolía continua. El golpe final es el rapto, la seducción de su hija Antonia Clara, la que tuvo con Marta de Nevares. Esta jugada del destino es la que me ha hecho escribir estas entradas, para mostrar el lado triste y terrible de la seducción. La seducción, con su aura triunfal y gozosa para el seductor, ese aroma estúpido que embriaga a don Juan Tenorio y a los Tenorios de baratillo, puede representar también el dolor sin paliativos para el seducido y su entorno. Sólo cuando las seducciones son mutuas y calmas pueden desembocar en ese mal menor que es el matrimonio. Lector, no me tomes siempre en serio, ad pédem litterae
Antonia Clara tenía diecisiete años cuando fue raptada. Lope lo cuenta en su égloga Filis, de 1635, publicada después de su muerte. Un  día regresó el poeta a su casa y encontró junto a una de sus rejas a un gallardo mozo que salió corriendo al verle. Descubrió después que el rondador era persona pendenciera y con muchas historias de amor y abandono. Insistió con su hija para que lo dejara, la llegó a amenazar con internarla en el convento de las Trinitarias, donde estaba su hermana. Era uno de esos amores de adolescentes rebeldes a los consejos y las razones. La hija terminó huyendo con el raptor, dejando a Lope en la desesperación. Los historiadores especularon mucho sobre la identidad del seductor, sugiriendo diversos nombres, todos del ámbito de la nobleza. Finalmente, el crítico y académico González de Amezúa lo identificó; fue Cristóbal Tenorio, protegido de Olivares y ayuda de cámara del rey Felipe IV.
El otrora burlador resultó burlado. Lope fue víctima de lo que tantas veces lo tuvo a él como victimario. Cayó desde entonces en la más profunda depresión. Antonia Clara, la última de las hijas, la pequeña de la casa, le hacía de secretaria, era habilidosa para las letras, alegre y muy hermosa. Lope, raptor en su juventud y madurez, padeció el mismo turbio sobresalto al final de su vida. Antonia Clara murió soltera en 1664, en la casa de la calle de Francos, donde había vivido, propiedad entonces de un nieto de Lope. 
Para Lope, el rapto de su hija fue un golpe que no pudo soportar. El 25 de agosto de 1935 dijo su misa en el oratorio y regó su huerto. Al día siguiente hizo testamento y recibió los Sacramentos. Le dijo a su amigo y biógrafo Montalbán, tantas veces mencionado: “La verdadera fama es ser bueno”. ¡Qué lema más sencillo, qué verdadero! El lunes 27 murió. Todo Madrid participó en el dolor de su muerte. Las honras fúnebres duraron nueve días. Lope durante su vida saboreó la fama, la gloria, el triunfo. Se decía que había gentes que venían desde el extranjero sólo para comprobar si era hombre de carne y hueso. La popularidad de Lope hay que buscarla, sobre todo, en el pueblo llano, que llenaba sus espectáculos. Fama de la calle, la que corre de boca en boca. Circulaba una versión del Credo —llegó a llamar la atención de la Inquisición—, que decía: Creo en Lope todopoderoso, poeta del cielo y de la tierra... Pero al final, cuando uno sabe de verdad de qué va la vida, el poeta sentenció: “La verdadera fama es ser bueno”.