4 de enero de 2014

Ramón del Valle-Inclán


Prometí hablar de Valle-Inclán y lo hago. Casi lo único que tengo que hacer es copiar algunos de los párrafos que escribí en mis ya citados Apuntes sobre literatura. En la última entrada de este blog, mencionaba a mis dos queridísimos mancos, sin nombrarlos; se trataba, obviamente, de Cervantes y Valle. Cuando redacté los Apuntes, había leído recientemente aquella solemne bobada de Vladimir Nabókov: “Recuerdo con deleite la vez en que, para gran turbación de mis colegas más conservadores, hice trizas el Don Quijote, ese viejo libro crudo y cruel, ante seiscientos estudiantes en el Memorial Hall”. Estaba yo muy enfadado y argumentaba: En ciencia, se ha de ser muy cuidadoso con lo que se afirme, porque las pruebas correspondientes han de ser aducidas y provenir de fuentes de reconocida solvencia. En literatura, en cambio, uno puede decir muchas cosas, sin necesidad de pruebas o razonamientos. Por supuesto que nada de esto ocurre en los trabajos serios de crítica literaria, en donde se exigen los mismísimos requisitos que en las ciencias experimentales. Pero una cosa son los estudios sobre literatura, semiótica, etc., y otra muy distinta, las boutades y los esnobismos de los patauds y nigauds de  turno. Aquí hay barra libre.

Poca gente dejará de reconocer el insuperable valor del Quijote cervantino. De Valle-Inclán, Darío Villanueva, catedrático de Teoría de la literatura y miembro de la Real Academia Española, dijo que “escribió para un público que no existía todavía”. Es exactamente la verdad. Luis Cernuda cuenta que hubo sólo doce personas el segundo día de representación de Divinas palabras, cuando se estrenó en Madrid, en 1933. Hoy, Luces de Bohemia, el título que inauguró la colección Austral en 1920, es el libro más vendido del casi centenario catálogo.

El propio Valle se quejaba de que no vendía sus libros: “Hasta ahora, jamás he ganado cosa alguna con mis libros. De mis primeros, he vendido hasta cinco o seis ejemplares”. Y seguía bromeando: “Todas mis esperanzas están puestas en un libro que publicaré dentro de algunos días: Sonata de primavera. Seguramente se venderán algunos centenares de miles, y con el dinero que me dejen, pienso restaurar los castillos del Marqués de Bradomín y comprarme un elefante blanco, con una litera dorada, para pasearme por la Castellana”. Querido Don Ramón, cómo me hubiera gustado ser de sus tiempos y haber movilizado a todo el mundo, para tratar de comprarle ese elefante, con todos los pertinentes aditamentos, y que se diera usted esos soñados paseos por la Castellana o por donde quisiera.

Cuando pienso que este hombre vivió mordisqueado por la pobreza, todavía me da vergüenza y me pongo triste. Y sin su brazo izquierdo, perdido de manera absurda, quizá incluso por negligencia suya; por el estado de la medicina de entonces, también. Desde luego, no perdido en algún lance ilustre, aunque él bromeara e inventara historias sobre esto. ¡Qué dos mancos, Dios mío, en nuestra literatura! Cervantes y Valle. Por cierto que el segundo llamó “divino soldado” al primero. ¿Cómo habría calificado el primero al segundo, si hubiera llegado a conocerle?

Valle es, cuando quiere, la belleza casi en estado puro: la belleza y la fantasía. En las obras literarias la fantasía juega un papel primordial y, sabiamente dosificada, es imprescindible. Se sabe bien que las sirenas de Mergellina —ahora una parte de la propia ciudad de Nápoles, en la Campania—, nadan constantemente entre Capri y Nápoles, pero la inmensa mayoría de los mortales no las ve. La fantasía es un don divino y no está universalmente repartida.

“Sentía los pensamientos enroscados y dormidos dentro de mí, como reptiles.” [...] “Volaban los vencejos en la sombra azul de la tarde.” Estas dos metáforas —o esta primera metáfora y este adjetivo, azul, felizmente ayuntado con el sustantivo sombra, si se quiere— son de Valle. En cuanto se le lee, expresiones como esta están por todas partes. No continuamente, claro; el más espléndido collar de perlas necesita también el humilde hilo que las mantenga unidas y les dé forma y contorno. “Las palabras morían lentamente, igual que la tarde.” “El sol de otoño penetraba hasta el centro de la estancia, como la fatigada lanza de un héroe antiguo”. “Alada y riente mentira..., pájaro de luz que cantas como la esperanza”. “Camarines de bullentes hojas, donde rubias princesas hilan en ruecas de cristal”. “El moscardón verdoso de la pesadilla daba vueltas sin cesar...”.

Lector, ¿encuentras muchas cosas así en las obras que lees, en las que se producen en la actualidad, en las que ganan los concursos literarios? Yo entiendo que haya gentes para las que estos ‘verdaderos milagros’, que muestro aquí, quizá no representen mucho y busquen sólo el thrill, la tensión de una trama policial, la resolución de un asesinato más o menos brutal. Pues para mí, la literatura es esta manera de escribir —aquí caben también los asesinatos y las aventuras más espeluznantes— y lo demás puede ser distracción, o lo que sea, pero no literatura, no la excelsa que yo busco y persigo.

No se trata sólo de metáforas; me he referido a ellas por citar una de las concreciones, de las decantaciones de la belleza. Cuando no hay metáforas, hay expresiones, ideas, incluso más ilustrativas. Con Valle y con los muchos excelentes autores de todos los tiempos: “Lo mismo da triunfar que hacer gloriosa la derrota”. “Los españoles nos dividimos en dos grandes bandos: en uno, el Marqués de Bradomín, y en el otro, todos los demás”. “Al que sabe ser humilde, en todas partes le va bien”, dice Florisel, un paje asignado a Bradomín en las Sonatas. “La tos del fraile, el rosmar (galleguismo, murmurar) de la vieja, el soliloquio del reloj, me parecía que guardaban un ritmo quimérico y grotesco, aprendido en el clavicordio de alguna bruja melómana”. “Como un viejo cardenal, que hubiese aprendido las artes secretas  del amor en el confesionario o en una corte del Renacimiento”.

En La corte de los milagros hay fragmentos de una musicalidad exaltada, de un decadentismo sublime: “La marquesa Carolina, coqueta y lánguida, recibía el último homenaje del gallo polainudo. Don Adelardo López de Ayala, pomposo, barroco, hiperbólico, modulaba sus despedidas”. [...] “Tienen un azorado presagio los círculos de las palomas. Mirlos y tordos revolotean anocturnados en las ramas de los olivos”. [...] “¡Y cuántas tribulaciones para sólo mal vivir! ¡En este valle de lágrimas, todo son redes y caramillos, puestos al pobre desafortunado! ¡Sufre más persecución que los lobos, siempre en el trámite de atropellar las leyes!” ¿Hace falta escribir así para hacer literatura? Afortunadamente no, que, si así fuera, apenas nadie podría atreverse con la pluma. Yo no pienso que siempre tenga que escribirse así; ni el mismo Valle lo hace. Pero si no encuentro algo como esto, de vez en cuando, en el texto que sea, te digo, lector amigo, que no me siento a mis anchas.

Y la misma admiración, el mismo arrobo, me suscitan las tiernas confesiones que hace: “Yo soy un santo que ama siempre que está triste”, dice  Bradomín. “Ese declinar de la vida, edad propicia para todas las ambiciones y más fuerte que la juventud misma, cuando se ha renunciado al amor de las mujeres”. “Te juro condesa, que, como tenga tiempo, he de arrepentirme”. ¿Se puede urdir, con unas pocas palabras, algo más descomprometido, más suavemente irónico, más inteligentemente irreverente? Y las afirmaciones rotundas, incontestables: “Cuando se sabe querer, esa vieja tísica y asquerosa —lo dice por la moral, aclaro yo— se está muy encerrada en su casa”. ¡Cuánta verdad, lector amigo! Quien haya vivido un poco, sólo un poco, lo sabe demasiado bien.

Apenas he podido decir algo del hombre, de su tierra, de su abandonada carrera de Derecho, de su genio, de su carácter, de su mal carácter a veces, de sus desgracias, de su humor, de sus desplantes, de sus huidas, de su feliz y salvador matrimonio con la actriz Josefina Blanco, del infeliz final de esa unión, de su salud, de sus achaques, de su muerte en la ciudad más mágica del mundo, en Santiago de Compostela, en los primeros días de 1936. Esto es sólo un modesto blog. Pero, como siempre pienso, si consiguiera que alguien se planteara, con cierta urgencia, leer algo de Valle, al que admiro sin reservas, me sentiría recompensado más allá de cualquier medida razonable.

La admiración, lector, es absolutamente innegociable, mucho más que el amor. Del amor puede uno, en general, rescatarse. A todos nos ha dejado alguna Pepita. Y nos hemos ido diciendo después, poco a poco, que la tal Pepita, sin quitarle su mérito, tampoco era única en el mundo, que había otras con tantos dones, si no más, que ella. Hasta llegar por fin a esa salvadora conclusión de pensar que ella es la que se lo pierde, cuando uno está ya curado del todo, casi curado del todo. Ese despego es mucho más difícil en el caso de la admiración. La admiración es mucho más tenaz, más sólida y firme, menos sujeta a nuestro capricho o albedrío. Cuando piensas que alguien es admirable porque hace algo como no lo hace nadie, es muy complicado arrancarle ese mérito, desposeerle de esa cualidad. El muy aborrecible te puede tener admirándole sin tregua toda la vida.

Claro que el amor puede ir mezclado con la admiración. Es más, mucha gente no puede querer si no anda la admiración por medio. Todo es muy complicado y también los amores pueden tener algo de irrenunciables. En Cuentos de Eva Luna, un personaje de Isabel Allende se queja, impotente y desolado: “Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti”. Y en unas alegrías de Cádiz se canta: Si tú me hubieras querido / como yo te estoy queriendo, /yo no estaría sufriendo / desde que te he conocido. Hay, en fin, amores terribles, olvidos imposibles; en la literatura, en la vida real. Sobre el amor, Lope de Vega escribió uno de sus más bellos sonetos, del que tomo unos versos: Olvidar el provecho, amar el daño; / creer que un cielo en un infierno cabe, / dar la vida y el alma a un desengaño; / esto es amor, quien lo probó lo sabe.

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