En mi última
entrada contaba yo de un amor trágico, que terminó en la muerte de una joven,
Marga, de veinticuatro años. Ahora, si os acercáis, os hablaré —adopto el tono
apropiado para contar historias— de otro amor triste, no correspondido, en el
que la víctima fue un hombre. En esto del amor, las derrotas andan repartidas y
unas veces los perdedores son hombres y otras mujeres. No me refiero a los hechos
violentos que, vergonzosamente, tienen casi siempre a los hombres como cobardes
ejecutores.
El rey de Toledo, Galafre, era hijo de un reyezuelo
de África, Alcamán, y de la condesa Faldrina, viuda del conde don Julián. Dejo
las genealogías, porque no acabaríamos nunca. Reinaba allí hace muchos, muchos
años, como unos mil trescientos, y por sus buenas prendas era respetado y querido
por todos, tanto los de su nación como los mozárabes. Tenía una hija, bienplaciente
más allá de cuanto podáis imaginar. Se llamaba Galiana y le llovían los pretendientes,
que no sabía ya qué hacer. Su padre veía sólo por sus ojos y construyó para
ella varios suntuosos palacios en un campo que hay a orillas del Tajo, como a
un kilómetro de la ciudad, en la llamada Huerta del Rey. En uno de ellos había
dos albercas que se henchían y vaciaban con exacta progresión en veintinueve
días, según el creciente o menguante de la luna. Cuando el agua estaba alta
surtía el palacio que el rey tenía dentro de la ciudad.
Para que lo sepáis,
esos palacios estaban cerca de la torre desde la que el rey Rodrigo, oculto
tras una cortina, veía a Florinda, bañándose en el río con otras jóvenes,
midiéndose todas las piernas para ver quien las tenía más largas y mejor
formadas. Si Florinda hubiera tenido la pantorrilla fea o la rodilla mal
moldeada, los árabes no habrían invadido España. Pero por desgracia, Florinda
tenía el pie pequeño y la pierna más bonita y más blanca del mundo, como todo
el mundo reconoce, los que la vieron y los que la soñaron. Amigos, si no veis
esa pierna ahora, no nos entenderemos bien. ¿Y cómo sería la pierna de la
Galiana?, me pregunto yo.
Uno de los
enamoradísimos de Galiana, el más constante, era un gigantesco moro, régulo de
Guadalajara, de nombre terrible, Bradamante, que no era nada correspondido.
Estas cosas pasan. Pero Bradamente era porfiado y a pesar de los desaires viajó
muchas veces desde su reino a Toledo, sólo para ir a ver a la hermosa y tratar
de ablandarla. Su deseo de verla y hablarle eran tan grandes que hizo construir
un camino secreto entre las dos ciudades para transitarlo rápidamente, él solo
con su escolta. Cristóbal Lozano lo recoge puntualmente: “costábale su buen
rato de trabajo hablarla y verla, por lo que desde Guadalajara hasta Toledo
abrió camino oculto, por donde de rebozo y de secreto venía a ver y hablar a la
idolatrada hermosura”.
Teófilo
Gautier, en su Viaje a España, demostró,
más allá de toda duda razonable, que este camino era subterráneo. De estos
caminos secretos, sabidos por muy pocos, había muchos en aquellos siglos. Gerardo del Rosellón, par de Carlomagno
—que tenía un palomar y una flauta, según atestiguan las historias—, era el
único que conocía un atajo que va de Roma a París y lo hacía en tres horas, sin
ayudarse de nadie.
He tenido la inmensa
fortuna de encontrar parte del famoso túnel, del que os mando una foto. No se
lo digáis a nadie. Estudiando las coordenadas geográficas de las dos ciudades,
he calculado la orientación que habría de
tener el túnel y coincide exactamente con la del tramo hallado. Está
enteramente cubierto, aunque no se puede decir que sea propiamente subterráneo.
El suelo es de tierra, muy bien nivelado y embellecido por el césped. Es
bellísimo, recatado, umbroso, lleno de adornos vegetales dispuestos de la
manera más graciosa, con alternancia de vistosos colores, y está vallado con
una celosía que llega hasta el techo y deja entrar una luz muy matizada y
suave.
Como hecho por
alguien que constantemente albergara la ilusión de traerse de vuelta —alguna
vez, cuando Alah quisiera— a la persona amada. No se hace un túnel así para
transitarlo sin más. Hasta se ve a la derecha un cómodo banco para descansar.
No yendo hacia Toledo, a ver a la Galiana, que en esa dirección Bradamante iba
siempre corriendo como loco, sino para ese feliz retorno soñado a su
Guadalajara, con la bella ya seducida, que el moro tuvo que imaginar mil veces,
y en el que tendría pensado actuar con la más extremada galantería, sin que se
le notaran prisas excesivas por la posesión total, que no quedan bien, ni con
la mujer ya entregada. Todo tiene sus ritmos y sus prudentes esperas y también
tiene su gracia un comedido retardo.
En fin, os digo que este moro estaba en todo y
era un encanto y a lo mejor la Galiana era muy guapa, pero un poco creída o no
sabía discernir. Porque os contaré ahora que, entre tantos perseguidores, había
uno que sí le gustaba a Galiana, como suele suceder en estos casos, a pesar de
no haber construido ningún túnel. Era el mismísimo Carlomagno, que vivía
entonces en Toledo de incógnito, huésped del rey y bajo el nombre de Mainet. El
bueno de Bradamante acabó de mala manera, ya lo insinué, precisamente a
sus manos. Pero todo esto os lo tendré que contar otro día, en otro momento,
para no eternizarme aquí. Cuelgo una foto de uno de los palacios de Galiana.
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