Palabras clave (key words):
Lorenzo de Médici, muerte, absolución, Savonarola
Prometí hablar
de la muerte de Lorenzo de Médici, el Magnífico,
cuya vida coincide con el esplendor máximo de la república florentina. No mencionaré
ahora su importante mecenazgo en todas las artes, su contribución al inicio del
Renacimiento italiano y su difusión a otros países europeos. Como político,
trató en muchas ocasiones de ser conciliador y buscar la paz. No era un
personaje sediento de sangre, pero la situación de Florencia era tan convulsa
que hubo de permanecer constantemente a la defensiva y recurrir a la guerra en
ciertos casos.
Uno de ellos
fue contra la vecina ciudad de Volterra. Al hacerse inevitable el
enfrentamiento, Lorenzo
contrató los servicios del condottiere
Federico da Montefeltro, duque de Urbino, que unió sus tropas a las florentinas
y a otras milanesas. Cuando la ciudad se vio definitivamente perdida, aceptó la
rendición, el dieciséis de junio de 1472, con garantías explícitas de Lorenzo,
asegurando la paz sin castigo o venganza. Sin embargo, dos días más tarde la
tropas del Montefeltro entraron y masacraron un gran número de ciudadanos. Eran
actos corrientes en la época, pero el saqueo de Volterra fue, según todos los
indicios, especialmente cruel y despiadado.
Se cargó la culpa sobre el duque de
Urbino, los mercenarios milaneses y hasta sobre los mismos volterranos, que,
para algunos, habrían roto la tregua y atacado primero. Sin embargo, la mayoría
culpó, quizá con toda razón, a Lorenzo, que había urgido a terminar la lucha
“con menos interés en la seguridad de la ciudad que en ganar la guerra del modo
que fuera, [...] para hacer entender a los volterranos su error al no haber
tenido miedo al saqueo”. Montefeltro se excusó diciendo que no pudo controlar a
los soldados, no todos suyos. Pero no se compadece esta afirmación con el hecho
probado de que decretara que el saqueo no debería durar más de doce horas.
¡Cuánto horror, destrucción y muerte se puede producir en doce horas! Cuando
Lorenzo conoció la noticia, se entristeció y dijo: “No hablemos más de eso y
tratemos de olvidarlo lo antes posible”.
No lo olvidó tan rápidamente; no
siempre es fácil olvidar. Cuando Lorenzo moría en su espléndida villa de
Careggi, en las afueras de Florencia, viendo desde su ventana el bellísimo
jardín, plantado de cedros siempre verdes y rosales siempre en flor, los
recuerdos lo asaeteaban sin piedad y las crueldades de su poder le hacían
temblar en el momento de entregar el alma. Llegó a pensar que la absolución que
ya le habian dispensado los prelados amigos podría haber sido dictada sólo por
el respeto o el miedo y por lo tanto inválida. Pidió entonces la absolución a
alguien infinitamente alejado de él, a un monje dominico, implacable enemigo de
su familia, Girolamo Savonarola. Este, que había empezado a estudiar Médicina,
pero abandonó los estudios para dedicarse a la teología, fustigaba
constantemente la vida y costumbres de la nobleza y el clero y llegaba a
congregar en sus misas hasta quince mil fieles. Lorenzo le hizo venir y le
pidió el perdón de sus pecados, la absolución total y definitiva. Savonarola no
accedió a perdonarle tres pecados, uno de los cuales fue el saqueo de Volterra.
¡Qué membranzas debieron de agolparse
en la mente de Lorenzo, enfebrecida por la agonía y asustada por la incansable
ronda de la Muerte! ¡Cómo el pánico ante la condenación eterna debió de
instalarse en su alma, ya sin arreglo posible! ¿En qué había quedado el poder
del que disfrutó ávidamente en su vida? ¿Qué poder era ese que se desvanecía
cuando más lo necesitaba? Un poder sin raíz, sin consistencia, expuesto a los
vaivenes y caprichos de la fortuna, aniquilado por la certeza e inmediatez del
castigo.
(continuará)
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