Palabras
clave (key words): monjas endemoniadas de San Plácido, herejía iluminista.
Conviene no perder de vista que el objetivo
principalísimo de este escrito es el servir de guía y consuelo a la monja
catalana, tan perdidamente enamorada de Artur Mas. Y hacerle ver que si no se
ve correspondida, no es por su falta de méritos o virtudes, sino porque,
desgraciadamente, ha venido a colocar sus afanes amatorios en un ser casi
mítico, o directamente mítico, forjador de pueblos, alumbrador de naciones. El amor
humano en personas así, ocupa necesariamente un lugar secundario y su despego
es el producto de sublimes compromisos, nunca del desdén o la maleficencia.
Otros sucesos, ocurridos en el convento mencionado en mi
entrada anterior, dieron lugar a uno de los más sonados procesos de la
Inquisición, el de las monjas endemoniadas de San Plácido. En el año 1628,
cuatro años después de la fundación, la abadesa era doña Teresa Valle de la
Cerda y el párroco y confesor, el padre Francisco García Calderón, natural de
Barcial de la Loma, en Tierra de Campos, reconocido como uno de los varones más
santos de la iglesia o, si se prefiere, uno de los santos más varones, y ya se
verá por qué digo esto. Una de las monjas presentó entonces síntomas de lo que
podría ser una posesión diabólica, dando voces extrañas y haciendo gestos
obscenos, por lo que el padre Francisco realizó un exorcismo, que resultó
ineficaz. Síntomas parecidos se extendieron pronto a otras monjas, que
manifestaron ser poseídas por el demonio, al que dieron en llamar el Peregrino Raro. La presa predilecta fue
la propia abadesa, demostrando el diablo, en esto, modales y respeto de la
jerarquía.
Al mismo tiempo, el padre Francisco, con fama de teólogo
sapientísimo, enseñó a las novicias un
agradable modo de alcanzar la gloria de Dios a través de actos carnales hechos
en caridad —como por hacer un favor, digamos— y por tanto no pecaminosos. A la
primera que convenció fue a la abadesa, que, pese al cargo, tenía a la sazón
menos de treinta años. En total, parece que el padre Francisco, ya de cincuenta
y cuatro, se la llevó por delante, junto a veinticinco de las treinta monjas recluidas.
La tortura reveló estos hechos lascivos, ocurridos en
terreno sacro, y rasgos de superstición, libertinaje y herejía iluminista. El
Padre Francisco negó el cargo de iluminado, aunque reconoció que había
embaucado a las monjas por puro placer carnal, sin fin alguno de
adoctrinamiento en herejía —para distraerse, para pasárselo bien juntos, como
si dijéramos— y esto le rebajó en mucho la pena, dado que en esta bendita España
este tipo de pecados tiene fácil y casi automático perdón, quizá porque los
jueces envidian sincera y secretamente a los afortunados reos. La sentencia lo
condenó a la reclusión por vida en un convento, privación de cargos, a pan y
agua tres veces por semana y alguna cosilla más. Tal vez el condenado pensó
que, una vez pasado el temporal, podría continuar con sus chiquilladas conventuales
y compensar los ayunos en los días libres. La abadesa fue enviada al convento
de Santo Domingo el Real de Toledo, perdonada en breve y restituida en su cargo
y puesto. Las otras monjas tuvieron penas menores: tras abjuración, se las
dispersó a diversos conventos.
El proceso fue revisado más tarde; se alegó que el fraile
ejecutor de la denuncia, fray Alonso de León, era enemigo personal del Padre
Francisco y que se tergiversaron las declaraciones de las monjas. Se abrió
nuevo juicio, con una sentencia favorable y absolutoria en 1638. El único que
no recibió el indulto fue el confesor.
Es una historia muy conocida y por eso la cuento. Pero lo
que quiero mostrar, al sugerir un cambio de aires a Sor Lucía Caram, es el
ambiente amoroso que endulzaba la vida de las monjas en el Madrid de siglos
pasados y atraerla así a la capital, que parece proclive a estas inocuas
felicidades. Y hacerle ver que, si en alguna parte no se corresponde
adecuadamente a su amor, aquí podría ocurrir justamente lo contrario. Escribiré
más de la grata vida monjil en Madrid, pero habrá de ser en otra entrada,
avisando de que aquí no me he preocupado mucho en deslindar historia y leyenda.
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